viernes, 17 de octubre de 2008

PORNOGRAFÍA


Participé recientemente en un foro público (de cuyo nombre prefiero no acordarme ahora por razones personales) para hablar de pornografía. Durante el debate insistí en que no hay nada que me repugne más que el puritanismo por el cual la pornografía (esto es, la representación más o menos estereotipada o perturbadora de la sexualidad y/o el erotismo) debe ocupar zonas de consumo marginal mientras en el cine mayoritario, cuando llega el momento de hacer hablar sin rodeos al cuerpo y a la carne, la conspiración del montaje imponga el silencio o la censura, de modo que el espectador sublime la experiencia extrema que están viviendo los personajes. En este sentido, proclamé con voluntad de provocar que, aparte del título, lo que me fastidiaba especialmente de Vicky Cristina Barcelona (la última película de Woody Allen que ya he denigrado bastante en este blog, por lo que no insistiré más) era el hecho de que la adquisición de la entrada no me autorizara a ver a Scarlett Johansson y a Penélope Cruz follando alegremente (y en otros momentos, por supuesto, a incluir la colaboración de Javier Bardem u otros partenaires). Para mi sorpresa, el feed-back con el público (joven, culto, inquieto) fue muy bueno, con lo que comprobé que mi boutade no lo era tanto, sino una muestra de sensatez, una ocurrencia consensuada y divertida. Sin embargo, tuve que esperar al día siguiente para que un espectador se me acercara y, con cierta timidez al principio, se atreviera a preguntarme si lo que Lynch se atrevía a hacer con la complicidad sensual de sus estupendas actrices (Naomi Watts y Laura Elena Harring) en Mulholland Drive me parecía más cerca de mi explosiva idea que lo que simulaba hacer el pobre Allen (en horas bajas, es cierto, como creador, pero con la suficiente picardía de erotómano rothiano como para promocionar su subproducto barcelonés con el cebo incitante de ver a Scarlett morreándose con Penélope a media luz, en un cuarto de revelado que deja de serlo enseguida). A él desde luego así se lo parecía y por eso admiraba esa película de Lynch en particular y a su director en general. Le respondí que sí, sin pensarlo mucho: en efecto, lo de Lynch en esta maravillosa película (y en otras anteriores como Carretera perdida) era un buen principio. Los excitantes revolcones de las dos actrices, a pesar de su estetización publicitaria y su insuficiencia visual (¿necesarias?), me parecían una propuesta sugestiva digna de ser explorada más a fondo en otras películas venideras (sin despreciar el morbo interétnico o racial de que una sea hispana y la otra anglosajona). Lo que reclamo, seguí diciéndole, es más atrevimiento y no menos, más explicitud (creativa) y menos sugerencia o velamiento (por creativas que puedan parecer a ciertos espectadores temerosos de que lo gráfico de la representación anule las virtudes estéticas del artefacto). Más libertinaje y no más corsés, precisamente, es lo que necesita el cine para salir de su interminable adolescencia artística. Y este simpático espectador (de cuyo nombre, por desgracia, no puedo acordarme) me sonrió bastante complacido mientras desaparecía entre la multitud contento por haber encontrado eco a sus preocupaciones y emociones más íntimas en mis provocativas palabras...
Lástima que no ocurra siempre así y el cine mayoritario siga dando excusas para aplicar la ley paradójica que no me resisto a llamar “de Franco” con segundas intenciones, subrayando con malicia la intención censora que domina su uso generalizado: cuanto más tienda a manifestarse la vida del cuerpo a través de la ficción fílmica, más minoritaria acabará siendo la película, y más problemas tendrá no sólo de producción sino de distribución y exhibición, y viceversa. Como si ahora, cuando dábamos por prescritos tantos tabúes y prohibiciones, la mentalidad "victoriana" hubiera aprovechado la indiferencia dominante para prohibir y censurar como siempre en nombre de valores comunitarios, más bien abstractos e indefinidos, que casi nadie se atreve ya a discutir, a riesgo de pasar por asocial, como la protección de la infancia, la defensa de la intimidad, el respeto a los valores y creencias del otro, los límites a la objetualización del cuerpo femenino, etc.
Todo esto, por cierto, me parece de una pertinencia asombrosa en el día mismo en que se estrena Diario de una ninfómana (Christian Molina) con el (falso) escándalo y la (viciada) polémica que sabemos. Y todo desencadenado por una imagen blanda propia de un anuncio de lencería si exceptuamos el gesto insinuante de la mano deslizándose bajo la braguita de encaje y la presencia (tan escandalosa para la corrección política como para el nacional-catolicismo madrileño de brillantina y traje de chaqueta, todo hay que decirlo) del calificativo “ninfómana” en el título de una película algo anodina que no alcanza, desde luego, las cimas estéticas y las simas éticas del formidable cine de Catherine Breillat.
El estreno de esta película, por tanto, constituye una oportunidad excepcional de sondear y sacar a la luz los fundamentos represivos de la derecha española, aún de la tenida por más liberal y moderna (igualmente intoxicada por una amalgama de catolicismo castrador y americanización puritana), pero también una oportunidad perdida de contar con una modalidad local del apasionante “cine del cuerpo” que ya defendí en un post anterior:

“el cine del cuerpo, como toda forma de representación que se quite el corsé de los prejuicios y la represión, los formatos narrativos convencionales y el montaje invisible de los pacatos, es el antídoto perfecto contra el ascetismo, el puritanismo, la idealización, la sublimación, la cursilería, el sentimentalismo, y todo lo que se quiera, pero sobre todo es el campo de exploración privilegiado de las mutaciones de la vida contemporánea. Y este cine suele incluir, entre sus aberrantes fotogramas, un vistoso manual de instrucciones para modificar las condiciones del pensamiento al tiempo que obliga a éste a sumergirse, sin escrúpulos ni tapujos, en la escandalosa vida de la carne.”

Algunos ejemplos recientes y magníficos, ya citados con anterioridad, de este "cine del cuerpo" globalizado: Romance X (Catherine Breillat), L´Ennui (Cedric Kahn), Choses secrètes y Les anges exterminateurs (Jean-Claude Brisseau), Sitcom, Gotas de agua sobre piedras calientes (François Ozon), Fóllame (Virginie Despentes), Blissfully yours (Apichatpong Weerasethakul), El sabor de la sandía (Tsai Ming Liang), Snake of June (Shinya Tsukamoto), Bully y Ken Park (Larry Clark), Shortbus (John Cameron Mitchell), Batalla en el cielo (Carlos Reygadas), etc.

Otro ejemplo negativo que no me resisto a comentar. El caso de El animal moribundo, la magistral novela de Philip Roth transformada por Isabel Coixet en una versión emasculada y sentimental del discurso libertino del "profesor del deseo" David Kepesh, supone la mayor perversión imaginable: eliminación de todo contenido sexual provocativo en favor de una versión edulcorada y sublime de la historia de dependencia carnal entre el profesor y la alumna. La vigilante industria de Hollywood con la ayuda inestimable de Coixet y el guionista Nicholas Meyer (sí, en efecto, nada menos que el novelista de Elemental, mi querido Watson, director también de esa rara versión de la "máquina del tiempo" donde Wells y Jack el Destripador cruzaban sus cronologías y destinos individuales, por no hablar de su participación en algunos episodios de Star Trek; como se ve, sólo tras una intensa sesión de LSD podría considerarse que su currículum lo habilitaba para adaptar a Roth) hace como el pescadero con el pescado: lo limpia de todo exceso desagradable, lo vuelve presentable para el espectador a fin de que no se le atragante ninguna espina o le sepa amarga alguna porción. Con esta cirujía radical, ejercida ya desde el guión, se logra erradicar toda la carga ofensiva que constituye, precisamente, el gran encanto "salvaje" de esta ficción senil de Roth: su desaforada ostentación de un discurso del deseo masculino orientado hacia el cuerpo fetichizado de la mujer (asumiendo sin inocencia todas sus contradicciones, aberraciones y abyección). Una profilaxis narrativa y descriptiva, la realizada por Coixet en Elegy con su material literario original, que no difiere de la practicada en la política o en los discursos mayoritarios por la voluntad de hallar el punto neutro (pretendidamente centrista) que desactive toda posibilidad de polémica o rechazo por parte de su receptor medio. Censura o extirpación puritana de los aspectos más impuros, desvergonzados o escandalosos de la experiencia humana, con todo el peligro moral que esta actitud supone de negación del placer, la sensualidad, el deseo o el sexo más descarnados (esto es, menos al servicio de la causa procreadora, más emancipado de la concepción patriarcal y normalizada). El punto culminante de esta estrategia anafrodisíaca es, cómo no, la patética sesión fotográfica, reconvertida en una mostración enfermiza y moribunda de la carne exuberante de la cubana Consuelo (y de P, sucedáneo de silicona), y no en la celebración del goce pasional, la dichosa vulgaridad del cuerpo y la efímera intensidad de su existencia real (Carpe diem) que todo buen lector de la novela hubiera esperado.
Y lo peor de todo: de una novela tan ardiente y estimulante, con todos sus excesos polémicos, extraer una imagen tan frígida, una imagen de frigidez y asepsia tan elevadas, incluso en las secuencias más tórridas, es un crimen estético imperdonable. Y más en una cultura soterradamente cristiana que privilegia el uso o el abuso social de las imágenes de la enfermedad y la muerte (violentas o no, terapéuticas o no, religiosas o no) y cede el uso exclusivo de las imágenes eróticas de nuestros cuerpos a una de las industrias más estúpidas y banales del planeta, la de la pornografía, que ocupa el lugar marginal, pero rentable, que hace felices a los puritanos de un signo o de otro.
Entre el cuerpo glorioso de la publicidad y el cuerpo abyecto de la medicina, entre el escenario pornográfico y la carnicería atroz, ahí, en ese espacio oscilante y problemático, deberíamos encontrar, como creadores o como espectadores, representaciones adecuadas y satisfactorias a las experiencias más intensas que forman parte, a estas alturas de la historia, de nuestro bagaje más precioso.
Al fin y al cabo, como decía Pasolini, la libertad específica del espectador consiste fundamentalmente en disfrutar de la libertad de otro. Si se empieza por negar ésta, como ocurre tan a menudo en el cine y en otras artes como consecuencia de la normalización del consumo cultural, ya ni siquiera será imaginable esa libertad, disfrutada de modo vicario por cualquier espectador, que había sido hasta ahora uno de los grandes placeres promiscuos del cine y la novela.

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