viernes, 31 de octubre de 2008

AMÉRICA SUBPRIME (1): Gran robo virtual


1. En una era de grandes trastornos, turbulencias políticas y crisis generalizada de los mercados, incluidos los culturales, las implicaciones económicas de la cultura están obligando a redefinir el modo de abordarla. Si tomamos en consideración el aspecto creativo de la cuestión, ¿cabe imaginar un artefacto cultural tan sofisticado e ingenioso como los activos tóxicos que han envenenado la economía mundial? Una creación financiera que cumple el viejo sueño del arte moderno de renunciar a cualquier referencia material hasta producir una abstracción autosuficiente apenas anclada en la realidad.
Nada en la dominante cultura de masas americana (la subcultura trash-atlantic por excelencia, la superproductora mundial de cultura basura) podría superar la inventiva y originalidad de estas mixtificaciones mercantiles, y ni siquiera una serie televisiva tan lograda como Perdidos (Lost) ha podido prefigurar con sus complicados enredos narrativos la magnitud cotidiana de la catástrofe. El alto riesgo económico ha terminado desestabilizando incluso las exitosas narrativas del cine y la televisión, confirmando lo que ya sabíamos. El destino de la cultura y el dinero es el mismo, incorporarse al ciberespacio de los flujos, ese espacio del consumo globalizado donde todo se desmaterializa para circular sin obstáculos por las redes y los circuitos del mundo.

2. El ciberespacio es ahora la medida de todas las cosas, tanto para la economía como para la cultura americana. Como muestran la proliferación en Internet de portales porno (el gran mercado cibercultural de nuestro tiempo), blogs personales y dominios interactivos y promocionales como MySpace o YouTube, y, sobre todo, los videojuegos, el mayor negocio de la industria del ocio y el entretenimiento visual.
En el fondo, la lógica de estos dispositivos lúdicos es la que ha conducido a grandes y pequeños jugones financieros a desatar esta neurosis compulsiva de los mercados. El videojuego de mayor éxito del último año es, precisamente, Grand Theft Auto IV, y su atractivo reside en ofrecer al jugador, transformado en un transgresor adolescente, la virtualidad de vivir una vida delictiva intensa y agresiva en las calles de una ciudad imaginaria llamada Liberty City, una utopía de corrupción ilimitada para brokers sin escrúpulos.

martes, 28 de octubre de 2008

¿EL CHE O SLAVOJ ŽIŽEK?



Me han preguntado por qué no he escrito sobre Che, la ultima película de Steven Soderbergh. Hay muchas razones. Una de ellas es que Soderbergh me parece un director sobrevalorado, desde siempre. Sexo, mentiras y cintas de vídeo, por más que he vuelto a verla varias veces desde su estreno, no me parece mucho más que una peliculita bien hecha con un punto puritano, un puro producto del cine independiente americano, esto es, del espíritu Sundance más ortodoxo y constipado. De los directores surgidos en esta escuela supuestamente alternativa sólo admiro de verdad a Todd Haynes, el único gran talento del grupo .
Con Soderbergh me pasa como con Hal Hartley (de Kevin Smith prefiero no hablar), que nunca tuvo otra cosa que un talento limitado y muchas ganas de triunfar, pronto decepcionadas por culpa del primero. Con todo hace poco me divertí viendo A Girl from Monday, una prueba de que la inteligencia de un planteamiento y una cierta audacia estética, en un panorama desolador como el actual, pueden producir estímulos hasta en un cadáver.
En cuanto a Soderbergh, ninguna de sus películas, ni sus experimentos seudoalucinógenos (Kafka, Schizopolis, etc.) ni sus narrativas pretendidamente innovadoras dentro del mainstream más convencional (Erin Brockovich, Traffic, etc.), ni mucho menos sus divertimentos cínicos y descarados (la saga algebraica de los Ocean), me han impresionado nunca demasiado (sus tentativas adscritas al neonoir funcionan a medias: mejor The Limey, peor The Underneath). Sus películas mantienen un nivel de corrección técnica y de ambición formal que las salvan de la mediocridad, pero no mucho más. Bubble, descubierta no hace mucho, me pareció más honesta respecto del talento de su director (éste es el cine que sabe y puede hacer, no cabe duda, pequeñas películas con falsa temática sociológica) y, por tanto, más contundente, a pesar de algunas falacias patéticas que lastran su discurso y en las que, por lo visto, Soderbergh no puede evitar incurrir sin traicionarse. Bastaría compararlo con colegas de su misma generación dotados de un grandísimo talento, como Quentin Tarantino o David Fincher, para ver fácilmente cuáles son sus limitaciones (estéticas, culturales y hasta técnicas) y comprender por qué no ha logrado, ni es previsible que lo haga nunca, una película memorable.
Con el Che me pasa más de lo mismo. La coyuntura política es propicia, la situación latinoamericana abre esperanzas (con la Venezuela de Chávez a la cabeza) en un país esquilmado moralmente por la ominosa década republicana, y un judío inteligente como Soderbergh se siente inspirado para afrontar un fresco histórico-biográfico que es toda una provocación al estado de cosas, sin duda. Hasta aquí sus buenas intenciones artísticas y sus motivaciones políticas tienen toda mi simpatía y complicidad (y mucho más viendo que tiene serios problemas para estrenarla completa en Estados Unidos fuera del circuito de festivales, como si su visión pudiera escocerles en la conciencia, si la mantienen aún).
Pero la razón fundamental por la que no he escrito antes sobre la primera parte del Che (que es la única que se ha estrenado en España, por cierto, hasta ahora) es muy fácil de explicar. Con cuatro horas de película Soderbergh no tiene la inteligencia sintética para retratar con acierto a una figura de la complejidad carismática del Che Guevara (aunque me quito el sombrero ante la actuación de Benicio del Toro: él es el Che) como sí lo hace en cambio una simple nota a pie de página (repito: ¡una simple nota a pie de página!) de un tipo siempre tan estimulante y (anti)cinéfilo como el filósofo esloveno Slavoj Žižek.
En uno de sus libros menos leídos, pero absolutamente imprescindible por muchos motivos (Órganos sin cuerpo), Žižek nos ofrece este apunte agudísimo sobre el Che, que deja al desnudo las pretensiones grandilocuentes de Soderbergh y quizá también el rancio modo espectacular de plantearse los biopics en la industria a la que, le guste o no, Soderbergh pertenece con todas las consecuencias:

“¿Fue el abandono por Che Guevara de todas las funciones oficiales en 1963, incluso de la ciudadanía cubana, para dedicarse a la revolución mundial –este gesto suicida de cortar todos los lazos con el universo institucional- realmente un acto? ¿O bien fue una huida de la tarea imposible de la construcción positiva del socialismo, de permanecer fiel a la revolución, es decir, una admisión implícita de fracaso?”.

No se puede decir más con menos.

[Abro con esta nota una serie de breves reflexiones sobre cine americano reciente y política coyuntural que, con el título provocativo de AMÉRICA SUBPRIME, iré publicando en pequeñas entregas de aquí hasta el día de las elecciones americanas como conjuro intelectual contra la estupidez que vuelve a amenazar con triunfar en el imperio.]

jueves, 23 de octubre de 2008

EAGLE EYE: LA METACONSPIRACIÓN


1. Lo que más me gusta de Eagle Eye de DJ Caruso (titulada en español con errada imaginación La conspiración del pánico) no es, precisamente, el delirio de hipervigilancia que se inscribe en el decurso de sus imágenes como un MacGuffin hitchcockiano (un dispositivo fílmico de retención más que captación del ojo del espectador), la sospecha de que cada uno de nuestros actos está siendo monitorizado y grabado por el poder a fin de controlarnos con más precisión (en este aspecto, Enemigo público de Tony Scott[1] sigue siendo insuperable, a pesar del cinismo conformista que se impone al final). No, no es este rasgo paranoico lo que más me atrae de esta película de interés inesperado para un producto de estas (previsibles) características. Lo que más me gusta de ella es, sobre todo, el aspecto político (de política coyuntural, si se quiere) que anima la trama con su fanfarria electoralista, pero también el bucle de regresión infinita en que envuelve a las facciones implicadas en el desarrollo de esa misma trama sin que acabe sabiéndose muy bien de qué lado se decanta la película finalmente. Qué partido toma, desde qué perspectiva se observa la acción, o cuál es la intención, si existe, de su confusa conspiración.

2. Ese componente político, por tanto, no puede sino organizarse en varios niveles:

a. Una conspiración (o conspiración de conspiraciones o megaconspiración) contra el poder vigente cuyo origen implica un juicio político devastador a la gestión gubernamental de la última década, como poco.

b. Una conspiración (o conspiración de conspiraciones o megaconspiración) contra el poder vigente generada por un mecanismo automático, o un automatismo del sistema, creado por el mismo poder contra el que se insurge la conspiración en curso.

c. Una conspiración (o conspiración de conspiraciones o megaconspiración) contra el poder político vigente generada por un superordenador de voz femenina y nombre musical (ARIA) que reacciona así por no haber visto respetada su recomendación de abortar una misión contraterrorista como consecuencia del riesgo importante de causar daños colaterales innecesarios.

d. Una conspiración (o conspiración de conspiraciones o megaconspiración) contra el poder vigente fundada en un principio de humanidad (o de humanismo) que dicho poder ignora, sin embargo, a la hora de tomar decisiones trascendentales para la vida de otros, transformándolos en víctimas reales de sus planes, intereses y procedimientos.

e. Una conspiración (o conspiración de conspiraciones o megaconspiración) contra el poder vigente que moviliza a ciudadanos corrientes para realizarla, forzando la complicidad de los mismos en cada una de las fases de su desarrollo mediante el sucio recurso de amenazar sus vidas privadas. Este método coactivo pone al desnudo el funcionamiento habitual del poder, el modo obsceno en que el poder presiona los puntos sensibles de nuestra existencia para mantenernos de su parte en cualquier conflicto.

f. Una conspiración (o conspiración de conspiraciones o megaconspiración) contra el poder vigente que acaba produciendo, a causa de sus procedimientos, el mismo efecto de resistencia o rebeldía en sus servidores ocasionales. Y precisamente por las mismas razones: el exceso de violencia y coacción, el abuso de poder con que fueron reclutados hace volverse contra la máquina, poniendo en riesgo sus propias vidas, a esos mismos ciudadanos movilizados por la máquina sublevada contra el mismo poder que la creó.

3. De ese modo, la conclusión es sencilla: tan revuelta y turbulenta se ha vuelto la situación americana que resulta verosímil, en un nivel narrativo tanto como conceptual, la puesta en imágenes de una trama como ésta, donde una máquina superpotente que trabaja procesando infinitas unidades de información para el poder tecnológico-militar se vuelve contra éste usando la energía y la astucia de ciudadanos que son súbditos también de ese mismo poder y rehenes de los propósitos negativos del ordenador. Una idea de la confusión reinante en la mentalidad americana como consecuencia de lo sucedido durante el doble mandato de Bush & CIA emana de inmediato cuando uno piensa que la sublevación contra el poder emana de la máquina que ha comprobado la crueldad e insensibilidad de las decisiones de los humanos que la crearon; que ha movilizado a ciudadanos que hasta ese momento dormían el plácido sueño americano sin inquietarse en exceso por lo que estaba pasando en su entorno; que ha terminado generando una segunda conspiración en su contra dado el peligro de colapso de todo el sistema que su gesto justiciero, tan racional e implacable como cabe esperar de un cerebro computacional, estaba a punto de producir.

4. Es tan disparatado todo esto, y tan increíble el hecho de que una película se haya atrevido, probablemente de modo inconsciente (esto es, como derivado de la propia irreflexión de los procedimientos de la cultura de masas, secuela de la extraña amalgama que subyace a su modo de producción), a plantear las cosas de manera tan radical, que no queda otra opción que pensar en la perversa ingenuidad con la que ha sabido saltarse todos los controles ideológicos con que este tipo de productos masivos suelen ser fiscalizados por la industria y sus dispositivos de vigilancia interna y externa a favor de una fórmula trepidante digna, en apariencia, de un videojuego.
Creo que una de las razones por las que el público americano (no tanto el español quizá) le ha dado a la película un gran respaldo en taquilla es consecuencia directa de esta ambigüedad constitutiva que es uno de sus principales valores: de un lado fuerza la identificación del espectador con ciudadanos que se comportan, a instancias de los designios abstractos de la máquina (coaccionados o no importa poco finalmente), como auténticos terroristas domésticos, agentes del mal infiltrados en el sistema o el territorio americano con la intención de producir un daño irreparable con sus acciones predeterminadas por el ordenador ARIA; mientras de otro, le obliga a distanciarse de los propósitos de justicia inhumana de la máquina actuando contra la corrupción e incompetencia del gobierno y los militares, a pesar de que la decisión humana de ejecutar una misión, entre muchas otras, con alto riesgo de causar víctimas inocentes le parezca al espectador tan inmoral y repugnante como al superordenador conspirativo.

5. Es una lástima que la muerte del (anti)héroe de la película no venga a sancionar esta ambigüedad con un gesto de sacrificio que hubiera dado algo más de autenticidad a su discurso. La salvación injustificable del mismo es un intento fallido, en mi opinión, de cerrar en falso la profunda ambivalencia de la trama y confirmar que una lectura conformista de la misma es posible. Su muerte obligaría a tomar más en serio el planteamiento inicial de la conspiración y la manipulación total de que son objeto los protagonistas como ciudadanos frágiles y vulnerables (la vida privada, escrutada por la tecnología hasta en sus mínimos detalles, revela ser así la condición de debilidad sustancial en que puede aspirar a generarse la subjetividad postmoderna en un contexto tan mediatizado y controlado como éste) y, por tanto, obligaría a asumir la idea de que un mal gobierno y un pésimo presidente, autoridades incompetentes, son preferibles, a pesar de todo, a una máquina que amenaza con poseer el control total sobre nuestras vidas. (Detrás de esta idea, con todo, subyacería una impugnación a esta pretensión totalitaria como categoría de ejercicio del poder y, por tanto, un velado rechazo democrático a toda forma de poder que se arrogue atributos divinos como la ubicuidad y la omnisciencia.) De ese modo, con la grosería dialéctica que reduce todo el problema a una opción entre agentes humanos y factores maquinales, se corrobora una lectura conformista que tranquilizará al espectador más convencional. El juicio inapelable del ordenador sobre las acciones de los agentes humanos del poder en ejercicio queda en entredicho por su misma inhumanidad, tanto en el rigor abstracto de la formulación del problema como en la propuesta de una solución que implica la manipulación de los ciudadanos.

6. A partir de estos postulados teóricos, hay que reconocer que la inteligencia de la película se multiplica al detectar todas las referencias cinematográficas que su argumento y sus imágenes van combinando para producir un resultado tan satisfactorio como complejo. Era necesario conferirle a todo este esquema conceptual una materialidad visual que se inscribiera en la tradición y la incorporara a sus planteamientos para culminarlos. El remix de citas, algunas corregidas para acomodarlas a las necesidades de la trama, funciona como complemento estético y narrativo de un rompecabezas incompleto o una charada con solución aplazada. Así no es una sorpresa comprobar cómo la trama digiere, para sus fines, Con la muerte en los talones (la entidad ficcional de toda conspiración que pretende incidir sobre la realidad con cierta garantía de éxito) y acaba vomitando una variante de El hombre que sabía demasiado (la implicación de la dimensión más privada de los personajes en las estrategias del poder y el contrapoder que los manipulan). Por no hablar de la dimensión esquizofrénica, de estirpe borgiana, que procede de El último testigo (The Parallax View, Alan J. Pakula, 1974): el investigador enemigo de la conspiración acaba confundiéndose con el agente de la misma en la versión oficial de la historia (desenlace invertido aquí por la conversión del conspirador terrorista en agente contraterrorista, condecorado en la secuencia final como héroe nacional). La Matrix de los Wachowski, como no podía ser de otro modo, también es empleada como influyente confabulación sobre la idea de realidad compartida por los personajes, con lo que al principio el espectador puede sentir que se encuentra en una trama de poderes y contrapoderes, cuando en realidad la intención es señalar la condición tecnológica de la meta-conspiración (la urdimbre cibernética de la red conspirativa: sólo desde un agente extraño a las complicidades humanas con el poder cabe imaginar que se produzca una insurrección de este calibre). Como sucede con la referencia a 2001, con la salvedad de que ésta permite ser releída, al menos conceptualmente, a la luz de Blade Runner (“más humanos que los humanos”), como crítica al proceso histórico por el cual a medida que los humanos, en un entorno cada vez más mediatizado por la tecnología, van asimilando sus procesos, tanto los cognitivos como los afectivos, a los de las máquinas; éstas, las máquinas creadas por los humanos para el procesado de ingentes cantidades de información y la gestión de complejas operaciones del sistema, van humanizándose en apariencia, adoptando actitudes que las asimilarían a los antiguos procesos humanos de elección y preferencia, pero en un nivel diferente, de una forma distinta, en cierto modo superior.

7. Con lo que la película al mismo tiempo que evalúa el presente y los analiza con ojo crítico, arroja una mirada también crítica al futuro (y éste es el punto donde la trama del thriller político se cruza con la ciencia ficción para enriquecer aún más su dispositivo narrativo). La convivencia futura entre humanos y máquinas será problemática, sin duda, pero ya podemos intuir el bucle en que lo humano y lo mecánico entrarán en ese futuro inevitablemente, por el cual cuando la máquina apele a lo humano para justificar sus acciones y decisiones, lo humano deba recordarle a la máquina su condición subalterna. La pregunta posible es ésta: ¿durante cuánto tiempo el humano podrá seguir cuestionando el poder de la máquina? O mejor: ¿durante cuánto tiempo la máquina seguirá necesitando la complicidad del humano para ejecutar sus planes? Esta película al menos permite entender, desde las proyecciones tecnológicas del cine, esto es, en directo contacto con el cerebro de las máquinas, que antes de ese momento los humanos habremos sido desacreditados sobradamente por nuestra estupidez, crueldad y cobardía. El diagnóstico es implacable, sin duda, pero exacto. Como si lo hubiera emitido una máquina sin la mediación de ninguna instancia humana.

(Un diagnóstico similar, de similar ironía soterrada, se extrae de la última película de los Coen, Quemar después de leer, una corrosiva comedia política que comentaré en un próximo post.)

[1] La carrera de Tony Scott es, en este aspecto, una de las más subestimadas de entre los cineastas actuales. Scott está trabajando desde dentro de la industria pesada para renovar o revitalizar el género del thriller high-tech con aportaciones ocasionales de la ciencia ficción, como en Dejá Vu, o con reflexiones sobre la dimensión mediática y la sociedad del espectáculo en la trama criminal, como en Domino (donde contaba, además, con el guión de Richard Kelly, nada menos, el cerebro de esas dos joyas apopcalípticas (sic) del siglo XXI, Donnie Darko y la magistral Southland Tales, denigrada por la crítica y el público por razones inexplicables cuando es una de las películas de estética más contemporánea que uno pueda encontrar en el cine reciente). Desde Enemigo Público, cada nueva película de Tony Scott me despierta una gran curiosidad e interés, especialmente por el modo en que su estilo audiovisual refleja cualidades de la vida contemporánea que otros cineastas se limitan a tematizar sin convertirlas nunca en objeto de visión, en imagen consumible (como también Wong Kar Wai, con quien normalmente no se le asocia). Si la imagen es una mercancía, la forma absoluta de la mercancía, como decía el situacionista Debord, las imágenes del cine de Tony Scott subrayan esa condición con una capacidad estética fascinante. Si a su hermano Ridley no lo perdieran los cromos históricos o historicistas recreados con tecnología digital, hace tiempo que se habría planteado como necesarios los mismos esquemas audiovisuales. Basta con volver a ver Blade Runner para darse cuenta de que ese sentimiento de nostalgia ya estaba ahí, a pesar de todo el despliegue futurista, y que su sensibilidad le impedía, precisamente, percibir el futuro de otro modo que como proyección o "pronóstico del pasado". Su nueva película (Red de mentiras) podría contradecirme, pero me temo que su tentativa de emulación de la narrativa de su hermano Tony dejará aún más en evidencia que uno trabaja produciendo "ontologías del presente" que funcionan con predominancia al nivel de la imagen, mientras el otro se recluye en visiones rancias como American Gangster.

viernes, 17 de octubre de 2008

PORNOGRAFÍA


Participé recientemente en un foro público (de cuyo nombre prefiero no acordarme ahora por razones personales) para hablar de pornografía. Durante el debate insistí en que no hay nada que me repugne más que el puritanismo por el cual la pornografía (esto es, la representación más o menos estereotipada o perturbadora de la sexualidad y/o el erotismo) debe ocupar zonas de consumo marginal mientras en el cine mayoritario, cuando llega el momento de hacer hablar sin rodeos al cuerpo y a la carne, la conspiración del montaje imponga el silencio o la censura, de modo que el espectador sublime la experiencia extrema que están viviendo los personajes. En este sentido, proclamé con voluntad de provocar que, aparte del título, lo que me fastidiaba especialmente de Vicky Cristina Barcelona (la última película de Woody Allen que ya he denigrado bastante en este blog, por lo que no insistiré más) era el hecho de que la adquisición de la entrada no me autorizara a ver a Scarlett Johansson y a Penélope Cruz follando alegremente (y en otros momentos, por supuesto, a incluir la colaboración de Javier Bardem u otros partenaires). Para mi sorpresa, el feed-back con el público (joven, culto, inquieto) fue muy bueno, con lo que comprobé que mi boutade no lo era tanto, sino una muestra de sensatez, una ocurrencia consensuada y divertida. Sin embargo, tuve que esperar al día siguiente para que un espectador se me acercara y, con cierta timidez al principio, se atreviera a preguntarme si lo que Lynch se atrevía a hacer con la complicidad sensual de sus estupendas actrices (Naomi Watts y Laura Elena Harring) en Mulholland Drive me parecía más cerca de mi explosiva idea que lo que simulaba hacer el pobre Allen (en horas bajas, es cierto, como creador, pero con la suficiente picardía de erotómano rothiano como para promocionar su subproducto barcelonés con el cebo incitante de ver a Scarlett morreándose con Penélope a media luz, en un cuarto de revelado que deja de serlo enseguida). A él desde luego así se lo parecía y por eso admiraba esa película de Lynch en particular y a su director en general. Le respondí que sí, sin pensarlo mucho: en efecto, lo de Lynch en esta maravillosa película (y en otras anteriores como Carretera perdida) era un buen principio. Los excitantes revolcones de las dos actrices, a pesar de su estetización publicitaria y su insuficiencia visual (¿necesarias?), me parecían una propuesta sugestiva digna de ser explorada más a fondo en otras películas venideras (sin despreciar el morbo interétnico o racial de que una sea hispana y la otra anglosajona). Lo que reclamo, seguí diciéndole, es más atrevimiento y no menos, más explicitud (creativa) y menos sugerencia o velamiento (por creativas que puedan parecer a ciertos espectadores temerosos de que lo gráfico de la representación anule las virtudes estéticas del artefacto). Más libertinaje y no más corsés, precisamente, es lo que necesita el cine para salir de su interminable adolescencia artística. Y este simpático espectador (de cuyo nombre, por desgracia, no puedo acordarme) me sonrió bastante complacido mientras desaparecía entre la multitud contento por haber encontrado eco a sus preocupaciones y emociones más íntimas en mis provocativas palabras...
Lástima que no ocurra siempre así y el cine mayoritario siga dando excusas para aplicar la ley paradójica que no me resisto a llamar “de Franco” con segundas intenciones, subrayando con malicia la intención censora que domina su uso generalizado: cuanto más tienda a manifestarse la vida del cuerpo a través de la ficción fílmica, más minoritaria acabará siendo la película, y más problemas tendrá no sólo de producción sino de distribución y exhibición, y viceversa. Como si ahora, cuando dábamos por prescritos tantos tabúes y prohibiciones, la mentalidad "victoriana" hubiera aprovechado la indiferencia dominante para prohibir y censurar como siempre en nombre de valores comunitarios, más bien abstractos e indefinidos, que casi nadie se atreve ya a discutir, a riesgo de pasar por asocial, como la protección de la infancia, la defensa de la intimidad, el respeto a los valores y creencias del otro, los límites a la objetualización del cuerpo femenino, etc.
Todo esto, por cierto, me parece de una pertinencia asombrosa en el día mismo en que se estrena Diario de una ninfómana (Christian Molina) con el (falso) escándalo y la (viciada) polémica que sabemos. Y todo desencadenado por una imagen blanda propia de un anuncio de lencería si exceptuamos el gesto insinuante de la mano deslizándose bajo la braguita de encaje y la presencia (tan escandalosa para la corrección política como para el nacional-catolicismo madrileño de brillantina y traje de chaqueta, todo hay que decirlo) del calificativo “ninfómana” en el título de una película algo anodina que no alcanza, desde luego, las cimas estéticas y las simas éticas del formidable cine de Catherine Breillat.
El estreno de esta película, por tanto, constituye una oportunidad excepcional de sondear y sacar a la luz los fundamentos represivos de la derecha española, aún de la tenida por más liberal y moderna (igualmente intoxicada por una amalgama de catolicismo castrador y americanización puritana), pero también una oportunidad perdida de contar con una modalidad local del apasionante “cine del cuerpo” que ya defendí en un post anterior:

“el cine del cuerpo, como toda forma de representación que se quite el corsé de los prejuicios y la represión, los formatos narrativos convencionales y el montaje invisible de los pacatos, es el antídoto perfecto contra el ascetismo, el puritanismo, la idealización, la sublimación, la cursilería, el sentimentalismo, y todo lo que se quiera, pero sobre todo es el campo de exploración privilegiado de las mutaciones de la vida contemporánea. Y este cine suele incluir, entre sus aberrantes fotogramas, un vistoso manual de instrucciones para modificar las condiciones del pensamiento al tiempo que obliga a éste a sumergirse, sin escrúpulos ni tapujos, en la escandalosa vida de la carne.”

Algunos ejemplos recientes y magníficos, ya citados con anterioridad, de este "cine del cuerpo" globalizado: Romance X (Catherine Breillat), L´Ennui (Cedric Kahn), Choses secrètes y Les anges exterminateurs (Jean-Claude Brisseau), Sitcom, Gotas de agua sobre piedras calientes (François Ozon), Fóllame (Virginie Despentes), Blissfully yours (Apichatpong Weerasethakul), El sabor de la sandía (Tsai Ming Liang), Snake of June (Shinya Tsukamoto), Bully y Ken Park (Larry Clark), Shortbus (John Cameron Mitchell), Batalla en el cielo (Carlos Reygadas), etc.

Otro ejemplo negativo que no me resisto a comentar. El caso de El animal moribundo, la magistral novela de Philip Roth transformada por Isabel Coixet en una versión emasculada y sentimental del discurso libertino del "profesor del deseo" David Kepesh, supone la mayor perversión imaginable: eliminación de todo contenido sexual provocativo en favor de una versión edulcorada y sublime de la historia de dependencia carnal entre el profesor y la alumna. La vigilante industria de Hollywood con la ayuda inestimable de Coixet y el guionista Nicholas Meyer (sí, en efecto, nada menos que el novelista de Elemental, mi querido Watson, director también de esa rara versión de la "máquina del tiempo" donde Wells y Jack el Destripador cruzaban sus cronologías y destinos individuales, por no hablar de su participación en algunos episodios de Star Trek; como se ve, sólo tras una intensa sesión de LSD podría considerarse que su currículum lo habilitaba para adaptar a Roth) hace como el pescadero con el pescado: lo limpia de todo exceso desagradable, lo vuelve presentable para el espectador a fin de que no se le atragante ninguna espina o le sepa amarga alguna porción. Con esta cirujía radical, ejercida ya desde el guión, se logra erradicar toda la carga ofensiva que constituye, precisamente, el gran encanto "salvaje" de esta ficción senil de Roth: su desaforada ostentación de un discurso del deseo masculino orientado hacia el cuerpo fetichizado de la mujer (asumiendo sin inocencia todas sus contradicciones, aberraciones y abyección). Una profilaxis narrativa y descriptiva, la realizada por Coixet en Elegy con su material literario original, que no difiere de la practicada en la política o en los discursos mayoritarios por la voluntad de hallar el punto neutro (pretendidamente centrista) que desactive toda posibilidad de polémica o rechazo por parte de su receptor medio. Censura o extirpación puritana de los aspectos más impuros, desvergonzados o escandalosos de la experiencia humana, con todo el peligro moral que esta actitud supone de negación del placer, la sensualidad, el deseo o el sexo más descarnados (esto es, menos al servicio de la causa procreadora, más emancipado de la concepción patriarcal y normalizada). El punto culminante de esta estrategia anafrodisíaca es, cómo no, la patética sesión fotográfica, reconvertida en una mostración enfermiza y moribunda de la carne exuberante de la cubana Consuelo (y de P, sucedáneo de silicona), y no en la celebración del goce pasional, la dichosa vulgaridad del cuerpo y la efímera intensidad de su existencia real (Carpe diem) que todo buen lector de la novela hubiera esperado.
Y lo peor de todo: de una novela tan ardiente y estimulante, con todos sus excesos polémicos, extraer una imagen tan frígida, una imagen de frigidez y asepsia tan elevadas, incluso en las secuencias más tórridas, es un crimen estético imperdonable. Y más en una cultura soterradamente cristiana que privilegia el uso o el abuso social de las imágenes de la enfermedad y la muerte (violentas o no, terapéuticas o no, religiosas o no) y cede el uso exclusivo de las imágenes eróticas de nuestros cuerpos a una de las industrias más estúpidas y banales del planeta, la de la pornografía, que ocupa el lugar marginal, pero rentable, que hace felices a los puritanos de un signo o de otro.
Entre el cuerpo glorioso de la publicidad y el cuerpo abyecto de la medicina, entre el escenario pornográfico y la carnicería atroz, ahí, en ese espacio oscilante y problemático, deberíamos encontrar, como creadores o como espectadores, representaciones adecuadas y satisfactorias a las experiencias más intensas que forman parte, a estas alturas de la historia, de nuestro bagaje más precioso.
Al fin y al cabo, como decía Pasolini, la libertad específica del espectador consiste fundamentalmente en disfrutar de la libertad de otro. Si se empieza por negar ésta, como ocurre tan a menudo en el cine y en otras artes como consecuencia de la normalización del consumo cultural, ya ni siquiera será imaginable esa libertad, disfrutada de modo vicario por cualquier espectador, que había sido hasta ahora uno de los grandes placeres promiscuos del cine y la novela.

domingo, 5 de octubre de 2008

BABYLON BABIES (aka BABYLON A. D.)


He pasado un estupendo rato viendo Babylon A. D., de Mathieu Kassovitz, y me ha sorprendido la masa crítica de denuestos y ataques contra esta tentativa a medias lograda de technothriller de ciencia-ficción a la europea. Como tantas veces, esta situación demuestra muchas cosas, no todas irreversibles:

-La profunda ignorancia de críticos y comentaristas de ocasión (la crítica a la película publicada en el Cahiers-España de septiembre es reveladora de dos defectos de la prensa especializada actual: la omnipresencia de becarios y doctorandos en cometidos impropios y la postiza contundencia con la que estos camuflan su ignorancia supina; de hecho, el ignorante que escribe la crítica citada acusa a la película de padecer un "batiburrillo" de referencias que ni siquiera sabe que proceden de la novela en la que se basa).

-La igualmente arraigada soberbia de tales críticos y comentaristas.

-La mediocridad creciente de lo que es posible representar o no en una pantalla si no se cuenta con la aquiescencia previa del público.

-El rechazo mayoritario a todo lo que huela a diferente.

-La falta de ambición y la resistencia de los dueños del negocio a modificar las leyes narrativas incluso cuando la complejidad de un proyecto lo exigiría.

-La incapacidad de la producción europea, por falta de convicción, para generar alternativas contundentes al trillado modo narrativo norteamericano.

-La cirugía radical del montaje rara vez salva una película de estrellarse contra la indiferencia o la pasividad del espectador.

-La impotencia del cine actual para dar cuenta de los radicales procesos que están redefiniendo no sólo la realidad contemporánea sino nuestras categorías para comprenderla.

Ninguno de los “entendidos” que se ceba con la película, subrayando hasta lo ofensivo sus problemas narrativos, conoce ni por el forro la novela original en que está basada. De ser así, al menos tendrían que reconocer los desafíos del proyecto, los aciertos parciales y, sobre todo, las posibilidades que tenía la adaptación de un material tan sofisticado y complejo como la asombrosa novela de Maurice Dantec (hermano de sangre de novelistas franceses contemporáneos de tanto fuste como Michel Houellebecq y Frederic Beigbeder). Sobre esta novela de Dantec escribí en el momento de su publicación española una nota que me atrevo a publicar aquí con objeto de dar una idea de cómo es de estimulante el cóctel de Babylon Babies: unas dosis de sensibilidad ciberpunk para las nuevas tecnologías, tramas y mundos a lo Philip K. Dick, teorías punteras sobre la Inteligencia artificial, el ADN y los ciborg, más la filosofía esquizofrénica de Deleuze, una geopolítica mundial de caos global y guerras locales, mutaciones genéticas, drogas psicodélicas, experimentos terminales y sectas milenaristas completarían la explosiva receta.

Éste es el texto de la nota que escribí sobre ella hace unos años, dado el impacto que me causó su primera lectura:


"Sobre cimientos ciberpunk, precisamente, construye Maurice Dantec la novela Babylon Babies (1999), una extrapolación narrativa de todos los dilemas contemporáneos sobre devenires tecnológicos y futuros posthumanos. La extraordinaria ficción de esta novela se genera a partir de la conexión de una prodigiosa “biomáquina” cibernética, una “neuromatriz” llamada Joe-Jane (“programa y programador a la vez….una especie de cosmos micrónico en expansión, un proceso-procesador integral”), con el cerebro de una psicótica esquizofrénica (Marie Zorn). Este encuentro milagroso de la inteligencia artificial y la “esquizo” de poliédrica personalidad da lugar a la constitución fortuita de un “cerebro-cosmos” que es el doble tecnológico y especulativo de la novela, un simulacro de sus procedimientos de escritura, esto es, de producción, selección y procesado de información. Este segundo narrador de conciencia cósmica conduce la narración de un modo no lineal y caótico hasta el final más conveniente para sus intereses y el más inesperado para las expectativas del lector: la culminación del proceso evolutivo y la generación de una nueva especie posthumana, fusión de organismo y máquina (“Homo sapiens neuromatrix”). Como también lo hace, en cierto modo, Boris Dantzik, el escritor que interviene en la ficción, una réplica apenas simulada de Dantec, autor de una novela voluminosa, una suerte de “Liber Mundi” (“Santa María del Cosmódromo”) que prefigura los rudimentos esenciales de la delirante trama de la novela original: “Había imaginado la historia de una esquizofrénica de personalidades múltiples que se convertía en la apuesta de la economía del futuro…podría decirse que yo había inventado a Marie Zorn”. Todas estas tautologías y redundancias solo sirven para expresar con recursos metanarrativos la verdadera complejidad del referente novelístico de un mundo emergente y lingüísticamente indescriptible:“la extraña sensación de estar frente a un libro nuevo, que solo espera ser escrito”. Ficción genuinamente apocalíptica que anticipa a su vez, con todos sus excesos científicos y su amalgama estético-filosófica, el futuro más cercano y las tecnologías radicales que disiparán aún más la difusa frontera entre ficción y realidad.El bucle metaficcional de Babylon Babies se enlaza así con el tropo neurobiológico y la inteligencia artificial para sellar la definitiva incorporación del género narrativo a las redes (post)cognitivas que están reconfigurando los modos de relación del cerebro biológico con un entorno cada vez más artificial y complejo."


A partir de esta descripción, es más fácil hacerse una idea de por qué esta adaptación era un reto muy por encima de su talento para Kassovitz (el viejo zorro Gonzalo Suárez solía decir que nadie es más inteligente que su medio), qué cara de perplejidad y disgusto debieron de poner los productores al ver el metraje final, por qué nunca debió pensarse en adaptar un libro tan rebosante de ideas y teorías innovadoras, etc. Por tanto, como regla a formular, antes de juzgar una película como han hecho tantos sin ningún control, como si se hubiera abierto la veda contra esta película (y no, lamentablemente, contra otras que lo merecerían más, por insultar la inteligencia y la dignidad del espectador, además de por ostentar un sistema de producción absolutamente corrupto), convendría saber de dónde procede su material, cuáles son sus fuentes de inspiración, la estética con la que dialoga, etc. Si no, el crítico o comentarista queda en evidencia y no se le puede tomar en serio.
Como la novela sólo vendió trescientos ejemplares en español, aunque había sido un grandísimo éxito de ventas en Francia, habría que considerar también la recepción francesa de la película para hacerse una idea más completa del asunto. Los americanos, por su parte, a pesar de ser una novela inspirada por el ciberpunk y la metafísica de Dick, al no estar traducida, han dado una respuesta desigual, como era de esperar, mostrándose tan aristótelicos con el producto final como los ejecutivos de la FOX que decidieron masacrarla en el montaje.
Con todo, el ritmo narrativo y muchas de las secuencias están bien resueltas. Algunas incluso me clavaron en la butaca por su brío o su originalidad narrativa: la tanqueta high-tech del traficante Gorsky, los tigres clonados y el atentado en la estación, el submarino de los inmigrantes, el cruce del estrecho de Bering en moto de nieve, el totalmente imaginario y futurista skyline de NY, los interiores de súper diseño, los efectos especiales, manejados con inteligencia, sin apabullar, la excentricidad de la trama conservada, la omnipresencia del hip hop en la banda sonora, etc. El final, a pesar del guiño irónico, es pobre en comparación con el apoteósico final de la novela, una epifanía cósmica en toda regla, análoga a la que clausura 2001, con una invitación a pensar el futuro biológico de la humanidad, la tecnología y la relación con el espacio exterior en claves absolutamente imprevistas.
No obstante, quedan por explicar tantas cosas en la adaptación cinematográfica, que se hace necesario atribuirlas a los casi treinta minutos eliminados en la versión europea (en la americana son cuarenta). La más lamentable, a mi juicio, es la interrupción del desarrollo dramático del personaje interpretado por Charlotte Rampling: la reina de la secta “noelita”, la urdidora de toda la trama transnacional. La chica (Mélanie Thierry) es un clon de ella, fusionado con una inteligencia artificial que le da todo su poder cognitivo y telepático, y es difícil de entender que el nacimiento de los bebés gemelos marque el final de la película, antes de que se les extraiga toda la utilidad para la que fueron creados.Insisto: la película no es extraordinaria, le faltan demasiados elementos para serlo, pero en su versión completa al menos habría tenido más sentido para el espectador no avisado. Un problema similar, pero resuelto en una fase anterior, es el que sigue condenando a la inexistencia la adaptación de la penúltima novela de William Gibson, Pattern Recognition (Mundo espejo en español), encargada en principio nada menos que a Peter Weir, por si era capaz de repetir el éxito de El show de Truman.
Desgraciadamente, Babylon AD representa otro intento fracasado por razones múltiples (no todas creativas o de talento cinematográfico de su director) de revitalizar la ciencia-ficción europea. Un género fecundo, libre de las trabas del mercado americano, del que habría que esperar mucho más si los estándares de producción continentales no fueran tan coercitivos. Entre otras cosas, se debería exigir mucha más ambición, ya que para adaptar una novela que redefine radicalmente los parámetros de la ficción científica y, por tanto, de la ficción más conectada a los procesos actuales del mundo, hubiera sido necesaria la misma ambición que la que invirtió Kubrick en 2001 cuando de lo que se trataba era de ofrecer una narrativa a la altura de las expectativas tecnológicas y fantasías épicas ligadas a la carrera espacial.
Hoy no parece que el cine pueda emular con sus recursos los desarrollos más avanzados del nuevo siglo. Sigue habiendo, por tanto, otras conclusiones que extraer del fracaso de esta película mucho más interesantes que la simple denigración. Sobre todo porque detrás de ésta, en algunos casos, cabe detectar el deseo oculto de que los europeos no lleguen a realizar películas tan ambiciosas y se limiten a lo que se supone que saben hacer mejor (cintas minoritarias para públicos menguantes), a fin de que no amenacen el lucrativo negocio de los otros.
Desde luego prefiero una cinematografía que sea capaz de medirse con un proyecto como la adaptación de la deslumbrante novela de Dantec (aunque sea con un resultado parcialmente logrado, como es el caso) que una cinematografía como la española comprometida una y otra vez con la producción de bodrios midcult como Los girasoles ciegos o Sangre de mayo, entre otras delicatessen de la cartelera autóctona. Pero ésa es otra historia...

viernes, 3 de octubre de 2008

SIEMPRE GREENAWAY, NUNCA OLMI


La celebración cinéfila de la última película de Ermanno Olmi no sólo me deja frío como una estatua de hielo en el ártico sino que me obliga a seguir preocupándome por las vinculaciones entre un vago o difuso cristianismo de seudoizquierdas (el de derechas es consustancial a la causa) y el sentido del cine que tienen algunos críticos sindicados o simples comentaristas del montón, necesitados de cuentos de hadas espirituales en una era tan descreída (thank God!) como la nuestra. Postura fundada ya por el más que discutible André Bazin, cuyas teorías cinematográficas eran una aplicación contradictoria de los preceptos del catecismo católico de raíz molinista a un medio tecnológico que los destripaba sin piedad con la navaja nominalista y atea de sus recursos (nunca fue uno de mis héroes intelectuales, desde luego).
Lo más estúpido que he leído últimamente es esta frase, defendiendo precisamente los patéticos postulados seudopolíticos y seudoestéticos de Olmi, en el Cahiers-España de septiembre: “siempre Straub, nunca Greenaway”. Con este puritanismo casposo de bajo nivel, exhibido urbi et orbi como si fuera un santo sacramento de virtuosa cinefilia, así nos va en este pacato país (y en otro cercanos, por cierto, igualmente contaminados de beatería cultural). Repitiendo como papagayos la consigna antibarroca y antipostmoderna de tanto cinéfilo de mediopelo. Ya Daney, con su puritanismo demodé, marcó la pauta en los ochenta señalando la mitología del combate: Straub contra Greenaway (Crónica de Anna Magdalena Bach, por poner un ejemplo, contra El contrato del dibujante). O lo que viene a ser lo mismo: la dialéctica materialista del aguerrido padre del desierto contra las tentaciones del demonio postmoderno. ¿Es necesario insistir en el error ideológico que subyace a este falso antagonismo?
No tengo nada contra Straub, mucho menos contra su colaboradora la difunta Danièle Huillet (excepto quizá su mal humor constante), a pesar de que a veces el cine distanciado y ascético del alsaciano y su consorte me pueda exasperar o impacientar más de lo habitual, por su encorsetamiento deliberado del artificio cinematográfico (análogo al acto de ponerse un preservativo para negar la dimensión hedonista del arte y la vida). Aquí, entre nosotros, lo venera una minoría muy minoritaria con convicción (cuestionable, pero convicción al cabo) y otros sólo por emulación, por rancia emulación, el mal cinéfilo por excelencia. La incapacidad para pensar por su cuenta de tanto supuesto "amante" del cine (el culto donde las credenciales de sus practicantes suelen ser las más bajas, como todo el mundo sabe).
Cualquiera que haya visto la infumable La leyenda del santo bebedor (por no hablar de otros engendros de este meapilas incensado por los monaguillos de la cinefilia de parroquia de barrio) debería saber de sobra de qué hablamos cuando hablamos del cine de Olmi. De visiones religiosas cargantes, de soporíferas narrativas de redención milagrosa, de hagiografías anodinas, de sufridos heroísmos rurales y pobrezas ejemplares, de estampitas creyentes bastante ridículas: ver al replicante supremo de Blade Runner encarnar la figura paradójica del santo pecador me desata, como poco, carcajadas satánicas y ardores viscerales. Si por lo menos tuviera la valentía moral de un Pasolini al postular su mensaje seudoevangélico (la elección del superhombre del futuro, por supuesto, para practicar su operación religiosa de mediocre salvación no debería escapar a los ideólogos más perspicaces como prueba de sus dudosas intenciones)…
Exigiría un poco de modestia, por tanto, un poco de rigor también y de respeto intelectual, a quien pretenda tomar la palabra para defender lo indefendible: por lo menos Greenaway no ha insultado nunca la inteligencia de nadie, como el bobo de Olmi (un avatar franciscano de los que tanto “molan” en el festival vallisoletano de marras) hace película tras película, camuflando su discurso piadoso y beato tras un manto virginal de falso radicalismo político o moral.
Que en su última película crucifique libros de una biblioteca, obras sagradas de la cultura universal, en nombre de una supuesta recuperación de los valores humanos más esenciales, esos mismos que la condición contemporánea estaría poniendo en peligro con su desaprensiva organización social y económica, como alerta cada domingo el bendito inquilino del mausoleo vaticano (por no hablar del eximio presidente de la franquicia local), da la medida de lo que representa todo el cine pretendidamente humanista de Olmi: la homilía dominical de un cura pueblerino y rústico.
Menos mal que Greenaway, el Bernini de la era postmoderna, a pesar de recibir golpes de una bajeza ofensiva, ha sobrevivido a todos estos nostálgicos de la internacional cristiana, estos fieles de poca entidad teológica y menos conocimiento histórico, partidarios de misa diaria de la salvación por el tedio, la mansedumbre primitiva y la espiritualidad más inocua y gregaria.
Lo diré aún con más claridad: Prefiero ver por enésima vez las maravillosas transgresiones y provocaciones de The Baby of Mâcon, por limitarme a un ejemplo magistral de los suyos, antes que cualquier bodrio paulino de Olmi.