lunes, 16 de febrero de 2009

LAS DOS CARAS DE DAVID LYNCH



[Acabo de volver a ver Inland Empire. Tres horas de fascinación e inquietud, alucinación y pasaje, como la primera vez, hace exactamente dos años. No me gusta que las grandes obras sean olvidadas, no me gusta que dos años después apenas si hablemos de ella. No sé si Lynch volverá a hacer nada que esté a la altura de Carretera perdida, dentro de una estética más puramente cinematográfica si se quiere, o de Inland Empire, ese territorio de intersección entre la estética del cine y el videoarte. En la Cara A reproduzco, tal y como la escribí algunos días después, una crónica caprichosa de su visión en un cine americano, estaba destinada a corresponsales transatlánticos (permanece inédita); en la Cara B reproduzco el artículo crítico que escribí sobre ella en vísperas de su estreno español. Las repeticiones y los ecos entre ambas "caras" son inevitables tratándose de Lynch.]


Cara A: Un deseo llamado Lynch

Hay muchos modos de contar todo esto, como escribía Cortázar al principio de un célebre relato. Una cualquiera es comenzar por el principio. La proyección en una sala de Inland Empire. La misma película comienza así, con un potente foco de luz rasgando la oscuridad para iluminar el título, inscrito en la pantalla en caracteres capitales.
Mi amigo E. y yo estamos los primeros en la cola para comprar las entradas en el peculiar cine donde la proyectan aquí en Providence. He visto cines raros en este país, los más raros en Los Ángeles, San Francisco o Nueva York, pero este se lleva la palma por muchas razones (las usan todas en la publicidad del local, por cierto). La principal, mientras una mitad de la pequeña sala de paredes pintadas de negro, tradición nacional acaso en homenaje al inventor Edison y su “Black Maria”, la ocupan asientos más o menos convencionales, la otra mitad, mucho más confortable, está ocupada por divanes donde las parejas pueden expandir sus afectos sin perder de vista la pantalla. Es uno de mis cines preferidos en cualquier parte, por lo que cuando anunciaron que proyectarían la última de Lynch sentí una satisfacción indefinible. Es el recinto idóneo para degustar, en compañía de fieles silenciosos y atentos, un artefacto cultural como este, tan minoritario como atractivo. Es mi primera película de Lynch en un cine americano, y eso, para un fan, es trascendencia pura. Es tan intenso el momento, tan eléctrico en un país donde todo el mundo transmite electricidad, que hasta el taquillero está excitado cuando me cuenta que el propio Lynch les ha llamado esta mañana para autorizarles a proyectar la película. Y es que Inland Empire además de una victoria estética o cinematográfica es una victoria política sobre un sistema como el de Hollywood que controla todas las salas de los Multiplex del país para colocar en exclusiva sus productos o los de los demás, pero aclimatados o deformados (eso explica que nunca se proyecte una película extranjera en estas salas). De hecho, la compañía de Lynch, Assymetrical, ha asumido la distribución del filme y negocian sala independiente por sala independiente sus proyecciones, lo que está llevando mucho tiempo, pues su estreno neoyorkino fue a mediados de diciembre y la película, a finales de enero, está solo comenzando a circular fuera de las grandes ciudades. Lynch prefirió mantener su formato original de tres horas sin cortes antes que plegarse, a cambio de una mejor distribución, a las condiciones de montaje y recorte impuestas por una gran compañía de Hollywood.

Sentados en uno de los divanes del cine poco antes de que dé comienzo la proyección en un clima de tensa expectación y ese persistente olor a café requemado característico del mundo indie americano, me entretengo observando a la parroquia que ha decidido ese mismo día sumirse en la gruta dionisíaca del Cable Car para rendir culto a una de las grandes figuras de la independencia creativa de este país. Auténticos fanáticos y no solo fans se agrupan a ambos lados de la sala contando los segundos para que empiece el viaje. Uno de ellos, cuando la luz se apaga, parece persignarse de un modo extraño, como si se preparara para un trance meditativo como los que Lynch se dedica a difundir por la geografía americana. Como meditación es difícil que la película funcione, quizá por eso abandona la sala más o menos a la mitad, con cierta decepción. Los fanáticos ya se sabe que aspiran a imponerle normas incluso a su Dios, por eso son doblemente peligrosos. Ser un fan de Lynch no excluye el sentido crítico ni, por supuesto, la civilizada argumentación en torno de sus imágenes o sus motivos recurrentes. Por eso cuando concluyen las tres horas de la película (han transcurrido como tres minutos o segundos, o treinta horas, según la percepción de cada cual) me dirijo a mi acompañante para emitir una sentencia que hoy ya no defendería: “Genial tomadura de pelo”. E. no está de acuerdo, la película le ha gustado mucho. Para un admirador absoluto del Lynch de
Carretera perdida y Mulholland Drive, como soy, esta cinta rodada en formato digital amateur y pasada después a 35 mm., por muy alquimistas que sean el programa de ordenador y el propio Lynch, produce necesariamente decepción. Y temor, si hago caso a las declaraciones de Lynch de que nunca más volverá rodar una película con guión (esta ha sido improvisada durante tres años y, da la sensación, de que su coherencia artística ha sido alcanzada de modo fortuito) y en celuloide. El problema no es que la película esté en video, la paleta digital puede dar espléndidos resultados como demuestra Peter Greenaway, uno de los pioneros de esta técnica, pero no con una cámara de aficionado. Los resultados visuales son pobres.

Les contaré el final para que comprueben que no hay nada que comprender, y por tanto nada inexplicable o enigmático, en la última película de David Lynch, Inland Empire. Más bien, el epílogo, la escena que se desarrolla mientras los títulos de crédito van apareciendo para consternación de un público programado para abandonar la sala en cuanto aparece en pantalla el primer letrero. Lynch se lo pone difícil, pues nadie con un mínimo de sensibilidad e inteligencia puede perderse esa escena que me atrevería a decir es totalmente inédita en el cine de Lynch, por su brío dionisíaco y su protagonismo felizmente femenino, un mini-musical que resume la película y le confiere su sentido definitivo. Aunque sea de pie en el pasillo de la sala, conteniendo las ganas de bailar, si ha aguantado usted las tres horas de la película, viviéndolas como si fueran tres minutos o tres segundos o tres días, con el sentimiento del tiempo acelerado y sin rumbo que aqueja a la protagonista y médium del filme, no querrá perdérsela. La gran contribución de Lynch al género musical americano, su momento culminante. A los acordes de la canción “Sinnerman”, de una Nina Simone que nunca envejece y sigue arrebatando como en sus mejores tiempos, un grupo de mujeres bailan la consagración primaveral de Laura Dern (y sus múltiples avatares) como redentora definitiva del género femenino. Hay una mujer sin una pierna, un mono dando saltos alrededor de una Nasyassia Kinski que hace un cameo en toda regla, Laura Elena Harring tan seductora como siempre…

Lo único que ha sucedido en toda la película que no orbite en torno de Laura Dern, si quieren en otro plano, es la total liberación, con el socorro del formato digital de baja definición, de la camisa de fuerza y las coacciones estéticas de Hollywood que atenazaban a David Lynch desde que tras Cabeza Borradora decidiera traducir su mundo de imágenes en formatos mayoritarios. En este sentido, Inland Empire cerraría el bucle de la vida artística de Lynch, recuperando el poder creativo de la infancia. En una entrevista concedida a la revista «Cahiers du Cinéma», Lynch ha confesado que durante el rodaje de la película su hermano le envió un cuaderno de bocetos de cuando tenía solo cinco años y vivía con su familia en una pequeña ciudad de Washington: “Me lo envía, lo abro, la primera foto es una vista aérea de Spokane y debajo hay algo escrito, adivinen qué: «Inland Empire». Cierro el libro y me digo que algo está pasando”.


Cara B: Todas las mujeres se llaman Laura Dern

Hay muchos modos de contar Inland Empire, el último extracto lisérgico del cerebro de David Lynch. Uno cualquiera es comenzar por el principio de esta extraordinaria experiencia audiovisual: un potente foco de luz rasgando por primera vez la oscuridad primordial para iluminar el título, inscrito en la pantalla en caracteres capitales, y luego la aguja de un viejo tocadiscos raspando el surco polvoriento de un disco y una voz masculina que anuncia entre aplausos el inicio de la historia como el sonido de una conocida canción de amor, una antigua balada recordada a retazos por la mente delirante de una amnésica (“Es extraño lo que hace el amor”).

En muchos filmes de Lynch los alumbramientos monstruosos proceden de secuencias fantásticas, de realidades parasitarias, de estratos residuales de la conciencia. En este caso, el bucle del cine dentro del cine contiene a la vida mental en sus múltiples versiones y perversiones. Después de Mulholland Drive, Lynch decidió cambiar el método creativo, pero no el designio, a fin de sumergirse de pleno en la hiperrealidad hollywoodiense, esto es, una falsa realidad colonizada por las ficciones espectaculares de la tecnología y producida por los cerebros conectados de sus creadores y espectadores. Hollywood es para Lynch un territorio tropológico donde sueños y pesadillas, fantasías, proyecciones, monstruos y fantasmas entrecruzan sus atributos tras aparearse hasta el agotamiento.
Era inevitable, por esta razón, que el pretexto argumental de Inland Empire tratara de nuevo de una actriz, Nikki Grace (Laura Dern), contratada esta vez para protagonizar una película dirigida por un famoso director, Kingsley Stewart (Jeremy Irons), y co-protagonizada por un actor, Devon Werk (Justin Theroux), reputado seductor de mujeres. Dos acontecimientos van a transformar, sin embargo, esta situación hasta cierto punto convencional, produciendo múltiples bifurcaciones y deslizamientos de sentido en la trama narrativa. Por una parte, la visita de una excéntrica vecina (Grace Zabriskie) que viene a anunciar a Laura Dern no solo que ha sido elegida para interpretar el papel al que aspiraba, sino para contarle también la leyenda de la que procede la historia del filme. Por otra, el descubrimiento durante el primer ensayo de que la película en cuestión es un remake: la nueva versión de una película polaca cuyo rodaje se vio interrumpido por la muerte de sus actores principales, asesinados por el marido celoso de la actriz.
No obstante, resulta altamente irónico que Lynch, en un momento en que el remake es el sistema de producción predominante en Hollywood, haya decidido explorar esta forma asociada a la lógica socioeconómica y artística de la industria americana desde el cine mudo, partiendo de la idea de que las duplicaciones fílmicas son una replica de la duplicación ontológica que el cine practica respecto de la realidad. En este mismo sentido, las alteraciones visuales causadas por el uso del formato digital de baja definición y el juego simulado entre cámaras y películas de diferente sensibilidad constituyen otro importante factor de desestabilización narrativa y enrarecimiento estético de las imágenes. Estos recursos, de hecho, permitirían ver Inland Empire como una alegoría sobre la digitalización de lo real.

El mundo de la película contiene, pues, innumerables mundos encastrados: una película en curso que es una versión americana de una película polaca que adaptaría a su vez una leyenda cíngara basada en un supuesto hecho real, una anécdota popular de celos maritales y adulterio consumado. A lo que se sumaría la dimensión del rodaje como otra realidad paralela, donde el dudoso adulterio de los actores anticipa o repite (según la cronología que escoja el espectador, ya que en la película, como declara una y otra vez su protagonista, el sentido del tiempo parece invertido o pervertido, reemplazado por una temporalidad esquizofrénica) el flagrante adulterio de sus personajes, o, aún peor, de sus antecesores centroeuropeos, y los decorados del estudio se transfiguran en el laberinto de espejos de una casa encantada por cuyos corredores oníricos se extravía Laura Dern como actriz progresivamente comprometida con las máscaras sociales de la feminidad.

Por si fuera poco, estaría además el desdoblamiento urbano entre la soleada Los Ángeles de la película en fase de rodaje, de una parte, y, de otra, la Polonia invernal y nocturna, digna de un relato de Bruno Schulz, donde se rodó la frustrada versión original. Este contraste da lugar a algunas de las imágenes más prodigiosas de la película, cuando el espacio americano se comunica inesperadamente con el espacio polaco, creando una asombrosa contigüidad entre realidades asimétricas, con las nevadas calles de Lodz, donde las prostitutas desafían con su insolencia las condiciones hostiles de un mundo siniestro y patriarcal, reflejándose en las aceras de un Hollywood Boulevard transitado también por airadas hetairas que padecen la misma opresión en un mundo más luminoso pero igualmente sórdido.
Para culminar su extravagante concepción, Lynch atribuye a una joven polaca (Karolina Gruszca) el papel de espectadora dentro de la película: recluida en un hotel y condenada desde el principio a contemplar en una pantalla de televisión las increíbles aventuras de Laura Dern en “Lynchlandia” (incluida la sitcom de los conejos, una de las atracciones más desconcertantes de este parque temático sólo para fans). Una vez concluido el rodaje, tras la filmación de una escena especialmente crítica ambientada en Hollywood Boulevard donde muere como personaje y resucita como mujer y no sólo como actriz, Laura Dern se encuentra en condiciones de rescatar a esta dulce princesa polaca tras matar a tiros al monstruo de rostro grotesco (una mueca deforme del rostro de la propia Laura Dern, cuyos fantasmas y servidumbres se reflejan ahí) que la mantiene prisionera, como en un cuento de hadas perverso, en la habitación 47 de un destartalado hotel de pesadilla. Al entrar Laura Dern, las dos mujeres cómplices se abrazan y besan en la boca, como en un remake descontextualizado de Mulholland Drive, antes de que la actriz desaparezca como un fantasma entre los brazos de la espectadora liberada, volviendo a su realidad tras haber cumplido con la misión simbólica de redimir a las mujeres y, sobre todo, salvarlas del infierno conyugal, sexual o vital en que han vivido hasta ahora (un infierno real construido por el amor, como el de Dante, y también por el odio).

Como su homólogo Brian de Palma, David Lynch ha sido acusado muchas veces de misógino. En Inland Empire, en cambio, usando a Laura Dern como médium sonámbula, se adentra culpabilizado en el imperio íntimo del imaginario masculino, una húmeda caverna cerebral donde se proyectan fantasías de poder y humillación sexual en sesión continua, para libertar a todas las mujeres, ricas o pobres, americanas o polacas, casadas o solteras, burguesas o prostitutas, lesbianas o “heteros”, adúlteras o fieles, del deseo imperioso que las convierte en objetos de usar y tirar (como hace Hollywood con sus actrices, compradas o vendidas en el gran “mercado de la carne de estrella”).
En todo caso, el memorable epílogo de Inland Empire, su momento culminante, si se quiere, compendia el escabroso itinerario y le confiere un sentido utópico: la celebración de la condición femenina eximida de toda culpabilidad como de toda inocencia, el eterno retorno de lo femenino escenificado como un grandioso número musical de brío dionisíaco, con el beso virtual de las dos Lauras de Lynch (Laura Harring y Laura Dern, en ausencia de Laura Palmer) actuando como detonante afectivo. Una apoteosis carnavalesca que reúne en torno de Laura Dern a la hueste de mujeres de la película en un espacio festivo capaz de generar a ritmo de jazz (la gran Nina Simone y su arrebatador “Sinnerman”) una reconciliación posible entre los sexos y, por qué no, un nuevo principio.

Es extraño lo que hace el amor.