lunes, 16 de febrero de 2009

LAS DOS CARAS DE DAVID LYNCH



[Acabo de volver a ver Inland Empire. Tres horas de fascinación e inquietud, alucinación y pasaje, como la primera vez, hace exactamente dos años. No me gusta que las grandes obras sean olvidadas, no me gusta que dos años después apenas si hablemos de ella. No sé si Lynch volverá a hacer nada que esté a la altura de Carretera perdida, dentro de una estética más puramente cinematográfica si se quiere, o de Inland Empire, ese territorio de intersección entre la estética del cine y el videoarte. En la Cara A reproduzco, tal y como la escribí algunos días después, una crónica caprichosa de su visión en un cine americano, estaba destinada a corresponsales transatlánticos (permanece inédita); en la Cara B reproduzco el artículo crítico que escribí sobre ella en vísperas de su estreno español. Las repeticiones y los ecos entre ambas "caras" son inevitables tratándose de Lynch.]


Cara A: Un deseo llamado Lynch

Hay muchos modos de contar todo esto, como escribía Cortázar al principio de un célebre relato. Una cualquiera es comenzar por el principio. La proyección en una sala de Inland Empire. La misma película comienza así, con un potente foco de luz rasgando la oscuridad para iluminar el título, inscrito en la pantalla en caracteres capitales.
Mi amigo E. y yo estamos los primeros en la cola para comprar las entradas en el peculiar cine donde la proyectan aquí en Providence. He visto cines raros en este país, los más raros en Los Ángeles, San Francisco o Nueva York, pero este se lleva la palma por muchas razones (las usan todas en la publicidad del local, por cierto). La principal, mientras una mitad de la pequeña sala de paredes pintadas de negro, tradición nacional acaso en homenaje al inventor Edison y su “Black Maria”, la ocupan asientos más o menos convencionales, la otra mitad, mucho más confortable, está ocupada por divanes donde las parejas pueden expandir sus afectos sin perder de vista la pantalla. Es uno de mis cines preferidos en cualquier parte, por lo que cuando anunciaron que proyectarían la última de Lynch sentí una satisfacción indefinible. Es el recinto idóneo para degustar, en compañía de fieles silenciosos y atentos, un artefacto cultural como este, tan minoritario como atractivo. Es mi primera película de Lynch en un cine americano, y eso, para un fan, es trascendencia pura. Es tan intenso el momento, tan eléctrico en un país donde todo el mundo transmite electricidad, que hasta el taquillero está excitado cuando me cuenta que el propio Lynch les ha llamado esta mañana para autorizarles a proyectar la película. Y es que Inland Empire además de una victoria estética o cinematográfica es una victoria política sobre un sistema como el de Hollywood que controla todas las salas de los Multiplex del país para colocar en exclusiva sus productos o los de los demás, pero aclimatados o deformados (eso explica que nunca se proyecte una película extranjera en estas salas). De hecho, la compañía de Lynch, Assymetrical, ha asumido la distribución del filme y negocian sala independiente por sala independiente sus proyecciones, lo que está llevando mucho tiempo, pues su estreno neoyorkino fue a mediados de diciembre y la película, a finales de enero, está solo comenzando a circular fuera de las grandes ciudades. Lynch prefirió mantener su formato original de tres horas sin cortes antes que plegarse, a cambio de una mejor distribución, a las condiciones de montaje y recorte impuestas por una gran compañía de Hollywood.

Sentados en uno de los divanes del cine poco antes de que dé comienzo la proyección en un clima de tensa expectación y ese persistente olor a café requemado característico del mundo indie americano, me entretengo observando a la parroquia que ha decidido ese mismo día sumirse en la gruta dionisíaca del Cable Car para rendir culto a una de las grandes figuras de la independencia creativa de este país. Auténticos fanáticos y no solo fans se agrupan a ambos lados de la sala contando los segundos para que empiece el viaje. Uno de ellos, cuando la luz se apaga, parece persignarse de un modo extraño, como si se preparara para un trance meditativo como los que Lynch se dedica a difundir por la geografía americana. Como meditación es difícil que la película funcione, quizá por eso abandona la sala más o menos a la mitad, con cierta decepción. Los fanáticos ya se sabe que aspiran a imponerle normas incluso a su Dios, por eso son doblemente peligrosos. Ser un fan de Lynch no excluye el sentido crítico ni, por supuesto, la civilizada argumentación en torno de sus imágenes o sus motivos recurrentes. Por eso cuando concluyen las tres horas de la película (han transcurrido como tres minutos o segundos, o treinta horas, según la percepción de cada cual) me dirijo a mi acompañante para emitir una sentencia que hoy ya no defendería: “Genial tomadura de pelo”. E. no está de acuerdo, la película le ha gustado mucho. Para un admirador absoluto del Lynch de
Carretera perdida y Mulholland Drive, como soy, esta cinta rodada en formato digital amateur y pasada después a 35 mm., por muy alquimistas que sean el programa de ordenador y el propio Lynch, produce necesariamente decepción. Y temor, si hago caso a las declaraciones de Lynch de que nunca más volverá rodar una película con guión (esta ha sido improvisada durante tres años y, da la sensación, de que su coherencia artística ha sido alcanzada de modo fortuito) y en celuloide. El problema no es que la película esté en video, la paleta digital puede dar espléndidos resultados como demuestra Peter Greenaway, uno de los pioneros de esta técnica, pero no con una cámara de aficionado. Los resultados visuales son pobres.

Les contaré el final para que comprueben que no hay nada que comprender, y por tanto nada inexplicable o enigmático, en la última película de David Lynch, Inland Empire. Más bien, el epílogo, la escena que se desarrolla mientras los títulos de crédito van apareciendo para consternación de un público programado para abandonar la sala en cuanto aparece en pantalla el primer letrero. Lynch se lo pone difícil, pues nadie con un mínimo de sensibilidad e inteligencia puede perderse esa escena que me atrevería a decir es totalmente inédita en el cine de Lynch, por su brío dionisíaco y su protagonismo felizmente femenino, un mini-musical que resume la película y le confiere su sentido definitivo. Aunque sea de pie en el pasillo de la sala, conteniendo las ganas de bailar, si ha aguantado usted las tres horas de la película, viviéndolas como si fueran tres minutos o tres segundos o tres días, con el sentimiento del tiempo acelerado y sin rumbo que aqueja a la protagonista y médium del filme, no querrá perdérsela. La gran contribución de Lynch al género musical americano, su momento culminante. A los acordes de la canción “Sinnerman”, de una Nina Simone que nunca envejece y sigue arrebatando como en sus mejores tiempos, un grupo de mujeres bailan la consagración primaveral de Laura Dern (y sus múltiples avatares) como redentora definitiva del género femenino. Hay una mujer sin una pierna, un mono dando saltos alrededor de una Nasyassia Kinski que hace un cameo en toda regla, Laura Elena Harring tan seductora como siempre…

Lo único que ha sucedido en toda la película que no orbite en torno de Laura Dern, si quieren en otro plano, es la total liberación, con el socorro del formato digital de baja definición, de la camisa de fuerza y las coacciones estéticas de Hollywood que atenazaban a David Lynch desde que tras Cabeza Borradora decidiera traducir su mundo de imágenes en formatos mayoritarios. En este sentido, Inland Empire cerraría el bucle de la vida artística de Lynch, recuperando el poder creativo de la infancia. En una entrevista concedida a la revista «Cahiers du Cinéma», Lynch ha confesado que durante el rodaje de la película su hermano le envió un cuaderno de bocetos de cuando tenía solo cinco años y vivía con su familia en una pequeña ciudad de Washington: “Me lo envía, lo abro, la primera foto es una vista aérea de Spokane y debajo hay algo escrito, adivinen qué: «Inland Empire». Cierro el libro y me digo que algo está pasando”.


Cara B: Todas las mujeres se llaman Laura Dern

Hay muchos modos de contar Inland Empire, el último extracto lisérgico del cerebro de David Lynch. Uno cualquiera es comenzar por el principio de esta extraordinaria experiencia audiovisual: un potente foco de luz rasgando por primera vez la oscuridad primordial para iluminar el título, inscrito en la pantalla en caracteres capitales, y luego la aguja de un viejo tocadiscos raspando el surco polvoriento de un disco y una voz masculina que anuncia entre aplausos el inicio de la historia como el sonido de una conocida canción de amor, una antigua balada recordada a retazos por la mente delirante de una amnésica (“Es extraño lo que hace el amor”).

En muchos filmes de Lynch los alumbramientos monstruosos proceden de secuencias fantásticas, de realidades parasitarias, de estratos residuales de la conciencia. En este caso, el bucle del cine dentro del cine contiene a la vida mental en sus múltiples versiones y perversiones. Después de Mulholland Drive, Lynch decidió cambiar el método creativo, pero no el designio, a fin de sumergirse de pleno en la hiperrealidad hollywoodiense, esto es, una falsa realidad colonizada por las ficciones espectaculares de la tecnología y producida por los cerebros conectados de sus creadores y espectadores. Hollywood es para Lynch un territorio tropológico donde sueños y pesadillas, fantasías, proyecciones, monstruos y fantasmas entrecruzan sus atributos tras aparearse hasta el agotamiento.
Era inevitable, por esta razón, que el pretexto argumental de Inland Empire tratara de nuevo de una actriz, Nikki Grace (Laura Dern), contratada esta vez para protagonizar una película dirigida por un famoso director, Kingsley Stewart (Jeremy Irons), y co-protagonizada por un actor, Devon Werk (Justin Theroux), reputado seductor de mujeres. Dos acontecimientos van a transformar, sin embargo, esta situación hasta cierto punto convencional, produciendo múltiples bifurcaciones y deslizamientos de sentido en la trama narrativa. Por una parte, la visita de una excéntrica vecina (Grace Zabriskie) que viene a anunciar a Laura Dern no solo que ha sido elegida para interpretar el papel al que aspiraba, sino para contarle también la leyenda de la que procede la historia del filme. Por otra, el descubrimiento durante el primer ensayo de que la película en cuestión es un remake: la nueva versión de una película polaca cuyo rodaje se vio interrumpido por la muerte de sus actores principales, asesinados por el marido celoso de la actriz.
No obstante, resulta altamente irónico que Lynch, en un momento en que el remake es el sistema de producción predominante en Hollywood, haya decidido explorar esta forma asociada a la lógica socioeconómica y artística de la industria americana desde el cine mudo, partiendo de la idea de que las duplicaciones fílmicas son una replica de la duplicación ontológica que el cine practica respecto de la realidad. En este mismo sentido, las alteraciones visuales causadas por el uso del formato digital de baja definición y el juego simulado entre cámaras y películas de diferente sensibilidad constituyen otro importante factor de desestabilización narrativa y enrarecimiento estético de las imágenes. Estos recursos, de hecho, permitirían ver Inland Empire como una alegoría sobre la digitalización de lo real.

El mundo de la película contiene, pues, innumerables mundos encastrados: una película en curso que es una versión americana de una película polaca que adaptaría a su vez una leyenda cíngara basada en un supuesto hecho real, una anécdota popular de celos maritales y adulterio consumado. A lo que se sumaría la dimensión del rodaje como otra realidad paralela, donde el dudoso adulterio de los actores anticipa o repite (según la cronología que escoja el espectador, ya que en la película, como declara una y otra vez su protagonista, el sentido del tiempo parece invertido o pervertido, reemplazado por una temporalidad esquizofrénica) el flagrante adulterio de sus personajes, o, aún peor, de sus antecesores centroeuropeos, y los decorados del estudio se transfiguran en el laberinto de espejos de una casa encantada por cuyos corredores oníricos se extravía Laura Dern como actriz progresivamente comprometida con las máscaras sociales de la feminidad.

Por si fuera poco, estaría además el desdoblamiento urbano entre la soleada Los Ángeles de la película en fase de rodaje, de una parte, y, de otra, la Polonia invernal y nocturna, digna de un relato de Bruno Schulz, donde se rodó la frustrada versión original. Este contraste da lugar a algunas de las imágenes más prodigiosas de la película, cuando el espacio americano se comunica inesperadamente con el espacio polaco, creando una asombrosa contigüidad entre realidades asimétricas, con las nevadas calles de Lodz, donde las prostitutas desafían con su insolencia las condiciones hostiles de un mundo siniestro y patriarcal, reflejándose en las aceras de un Hollywood Boulevard transitado también por airadas hetairas que padecen la misma opresión en un mundo más luminoso pero igualmente sórdido.
Para culminar su extravagante concepción, Lynch atribuye a una joven polaca (Karolina Gruszca) el papel de espectadora dentro de la película: recluida en un hotel y condenada desde el principio a contemplar en una pantalla de televisión las increíbles aventuras de Laura Dern en “Lynchlandia” (incluida la sitcom de los conejos, una de las atracciones más desconcertantes de este parque temático sólo para fans). Una vez concluido el rodaje, tras la filmación de una escena especialmente crítica ambientada en Hollywood Boulevard donde muere como personaje y resucita como mujer y no sólo como actriz, Laura Dern se encuentra en condiciones de rescatar a esta dulce princesa polaca tras matar a tiros al monstruo de rostro grotesco (una mueca deforme del rostro de la propia Laura Dern, cuyos fantasmas y servidumbres se reflejan ahí) que la mantiene prisionera, como en un cuento de hadas perverso, en la habitación 47 de un destartalado hotel de pesadilla. Al entrar Laura Dern, las dos mujeres cómplices se abrazan y besan en la boca, como en un remake descontextualizado de Mulholland Drive, antes de que la actriz desaparezca como un fantasma entre los brazos de la espectadora liberada, volviendo a su realidad tras haber cumplido con la misión simbólica de redimir a las mujeres y, sobre todo, salvarlas del infierno conyugal, sexual o vital en que han vivido hasta ahora (un infierno real construido por el amor, como el de Dante, y también por el odio).

Como su homólogo Brian de Palma, David Lynch ha sido acusado muchas veces de misógino. En Inland Empire, en cambio, usando a Laura Dern como médium sonámbula, se adentra culpabilizado en el imperio íntimo del imaginario masculino, una húmeda caverna cerebral donde se proyectan fantasías de poder y humillación sexual en sesión continua, para libertar a todas las mujeres, ricas o pobres, americanas o polacas, casadas o solteras, burguesas o prostitutas, lesbianas o “heteros”, adúlteras o fieles, del deseo imperioso que las convierte en objetos de usar y tirar (como hace Hollywood con sus actrices, compradas o vendidas en el gran “mercado de la carne de estrella”).
En todo caso, el memorable epílogo de Inland Empire, su momento culminante, si se quiere, compendia el escabroso itinerario y le confiere un sentido utópico: la celebración de la condición femenina eximida de toda culpabilidad como de toda inocencia, el eterno retorno de lo femenino escenificado como un grandioso número musical de brío dionisíaco, con el beso virtual de las dos Lauras de Lynch (Laura Harring y Laura Dern, en ausencia de Laura Palmer) actuando como detonante afectivo. Una apoteosis carnavalesca que reúne en torno de Laura Dern a la hueste de mujeres de la película en un espacio festivo capaz de generar a ritmo de jazz (la gran Nina Simone y su arrebatador “Sinnerman”) una reconciliación posible entre los sexos y, por qué no, un nuevo principio.

Es extraño lo que hace el amor.





viernes, 16 de enero de 2009

MEJORES PELÍCULAS DE 2008 (1)


Con el fin de llevar la contraria a tanto bloguero entregado a Hollywood sin complejos, mis dos listas del año tratan de probar dos cosas a cual más importante: en primer lugar, que entre las mejores propuestas estrenadas este año se encuentran muchas películas asiáticas y europeas, lo que es una prueba añadida de que la hegemonía americana es injustificable; y, en segundo lugar, que muchas de las mejores películas de los últimos dos años siguen sin estrenarse en nuestras pantallas (incluidas algunas americanas), lo que da una idea de la bancarrota de la distribución y la exhibición españolas. Basta ya, amigos blogueros, de complicidades indefendibles con un sistema que avala estos desmanes. Tener que consumir por obligación como casi único menú lo servido por las majors americanas y sus siervas nacionales debería darnos vergüenza. En otro terreno que no fuera el del cine, cualquiera de nosotros se mostraría mucho más sensible a esta bochornosa imposición del mediocre mercado nuestro de cada día.
Así que lo siento, a riesgo de pasar por elitista, mis dos listas de mejores películas del año incluyen un buen lote de cine impopular y minoritario, ya que, como he dicho muchas veces aquí, lo que considero genuino cine popular (Grindhouse) tampoco es del gusto mayoritario. Entre las películas de estas listas se cuentan todas las tendencias y estéticas del cine que más me interesa. Al elegirlas busqué conjugar la heterogeneidad con el talento. No por casualidad, la película más divertida del año, y una de las más cómicas del decenio, es Tropic Thunder, una parodia del gigantesco desastre de W y los suyos tanto como del funcionamiento, emparentado en logros y fines con el anterior, del negocio del cine industrial. Que nadie cuente conmigo, por tanto, para sumarme al coro gregario de alabanzas a El caballero oscuro. El único "caballero oscuro" que me interesa, dicho sea con toda ironía, está a punto de instalarse, con armas y bagajes, en la Casa Blanca.

Mis mejores deseos a todos para este 2009, incluida la voz de su amo...


Mejores películas de 2008 estrenadas en salas comerciales:


1. La ronda de noche (P. Greenaway)

2. Boarding Gate/

Las horas del verano (O. Assayas)

3. Pozos de ambición (P. T. Anderson)/

No es país para viejos (E. y J. Coen)

4. La cuestión humana (N. Klotz)

5. Aleksandra (A. Sokurov)

6. El incidente (M. N. Shyamalan)/

La noche es nuestra (J. Gray)

7. Asuntos privados en lugares públicos (A. Resnais)

8. Una chica cortada en dos (C. Chabrol)/

La duquesa de Langeais (J. Rivette)

9. Quemar después de leer (E. y J. Coen)

10. Tropic Thunder (B. Stiller)/

Rebobine, por favor (M. Gondry)

MEJORES PELÍCULAS DE 2008 (2)



Mejores películas vistas en 2008, pero no estrenadas en salas comerciales:


1. Syndromes and a Century (A. Weerasethakul)

2. Go Go Tales (A. Ferrara)

3. Paranoid Park (G. Van Sant)

4. I don´t want to sleep alone (Tsai Ming-Liang)

5. My Winnipeg (G. Maddin)

6. Retribution (K. Kurosawa)

7. Un conte de Noël (A. Desplechin)

8. Milk (G. Van Sant)

9. Une vieille maîtresse (C. Breillat)

10. Control (A. Corbijn)


viernes, 26 de diciembre de 2008

2008: UNA ODISEA GLOBAL



No nos engañemos, el único beneficio a extraer de la crisis económica mundial, con la que el sistema se está ajustando a las demandas aún más exigentes de la supereconomía del siglo veintiuno, es el de poder sentir al fin, en plena necrosis, las redes instituidas de la globalización. Antes incluso de saberlas totalmente incorporadas al sistema, ya las vemos colapsadas y a punto de (imprevista) metamorfosis. En este contexto, a nadie debería sorprenderle que los videojuegos se hayan convertido en la principal industria del entretenimiento. Hasta hay teóricos que nos advierten de que una de las finalidades de dichos dispositivos es la de poner a prueba la adaptación de los seres humanos a las reglas cada vez más competitivas del sistema económico. Veremos si lo consiguen.

Entretanto, el cine y la televisión, las dos grandes máquinas de fabricación de ficciones en formato más tradicional, hacen lo que pueden por sobrevivir en un mundo que ya no parece necesitar tanto historias consumidas de manera pasiva como experiencias intensas de interacción y participación. No obstante, como en todo, siempre hay unos pocos que se adelantan y saben enfrentarse a los desafíos de su tiempo, y otros, los más acomodaticios, que siguen explotando los recursos ya acreditados como rentables.

El mundo contemporáneo conoce toda una nueva inmanencia de las relaciones, los acontecimientos, los flujos y los intercambios que el aparato del cine, por toda su avanzada tecnología y sus medios de producción cada vez más internacionalizados, está en mejores condiciones que ningún otro arte para mostrar en sincronía con su irrupción en la realidad. Esta perspectiva geopolítica se funda en la posibilidad de entender el cine contemporáneo como un instrumento de conocimiento del mundo, una cartografía de las líneas de desplazamiento o fijación territorial, una reinterpretación imaginaria de los idearios nacionales, las fronteras geográficas y los ejes geopolíticos que movilizan las tensiones y los conflictos, las derivas culturales, los mestizajes e hibridaciones y las migraciones humanas, etc.

El cine es ahora mundial, como la crisis, a pesar de que la presencia asiática[1] casi ha desaparecido de una cartelera venida a menos. Partiendo de todas estas premisas, conviene tomar nota de lo que durante este año hemos podido ver o no (nadie está en condiciones de verlo todo) en las múltiples pantallas a nuestro alcance.


AGOTAMIENTO AMERICANO

La fórmula multinacional está gastada, digan lo que digan la taquilla y las campañas publicitarias a su servicio. Sigue haciendo dinero y arrastrando espectadores a las salas, pero no puede producir mucha credibilidad una industria fundada en la explotación reiterada de los mismos estereotipos y convenciones. Otro Batman, otro James Bond, otro Indiana Jones. Basta ya, por favor. Hasta el austriaco Michael Haneke, uno de los grandes agitadores fílmicos de la conciencia europea, se ha burlado de las expectativas de Hollywood al conseguir que le financiaran, con estrellas oscarizadas, el remake de Funny Games, servido como McMenú en todos los Multiplex del mundo para disgusto (profundo) de un público que no sabe ni quién es Haneke ni cómo diferenciar este producto perverso de la masa de subproductos con envoltorio psicopatológico que ha consumido hasta el hartazgo sin enterarse de sus efectos tóxicos.

Y es que la mayoría de las mejores películas americanas venían atrasadas de 2007: Pozos de ambición, No es país para viejos, Sweeney Todd, La noche es nuestra, Antes de que el diablo sepa que has muerto. Algunas otras, por desgracia, siguen pendientes de estreno[2]. Y poco más. De la cosecha de 2008, con todo, rescato tres muestras estupendas de un cine a la altura de las circunstancias: Quemar después de leer, la chispeante comedia de los Coen que se consume en el recuerdo, como anuncia el autodestructivo título; Rebobine, por favor, de Michel Gondry, a pesar de su dudosa ideología comunitaria, supone un canto paradójico a la imaginación creativa y la complicidad del espectador con el poder inventivo de la máquina cinematográfica; y El incidente, el fantástico artefacto de Shyamalan, sobrecargado de guiños cinéfilos y bromas sardónicas, es, entre otras cosas, una lúgubre meditación sobre la pulsión de muerte inscrita en el sistema del espectáculo americano.


VALORES EUROPEOS

Ha sido un magnífico año de cine europeo. Me refiero, para empezar, a La cuestión humana, de Nicolas Klotz, una desconcertante parábola sobre los perversos reflejos de la ideología nazi de los campos de concentración en los modos de organización de la corporación capitalista contemporánea de visión obligatoria en todas las escuelas de economía del mundo y, como educación básica, en todas las escuelas sin más.

Olivier Assayas, para mí uno de los puntales del mejor cine transnacional, ha logrado estrenar este año dos películas muy distintas pero complementarias. Boarding Gate, un neothriller fascinante sobre los entresijos afectivos del capitalismo global que logra trazar una cartografía personificada de las relaciones entre Europa, Asia y los Estados Unidos en clave de choque, inestabilidad y catástrofe, produciendo además una imagen crítica del gran mercado del mundo. Y Las horas del verano, más convencional en apariencia, donde Assayas evalúa el peso del pasado y la familia, las ideas de herencia, propiedad, tradición y decadencia, el malentendido generacional y la comedia humana de los vivos y los muertos, como lastres de la identidad individual y colectiva en la Europa actual.

El cine francés ha completado su excepcional presencia en nuestra cartelera con otras dos joyas: la deliciosa Asuntos privados en lugares públicos, con la que el octogenario Alain Resnais sigue demostrando que la estilización técnica es el mejor medio de transmitir emoción e inteligencia; y la maliciosa Una chica cortada en dos, con la que el septuagenario Chabrol se erige, bisturí en mano, en el más afilado analista de la televisiva Francia de Sarkozy.

Este año nos ha devuelto al mejor Peter Greenaway con La ronda de noche. La película es muchas cosas en una y todas excitantes y originales: una lección de historia (el siglo XVII); una lección de sociología (la producción artística como conjunción de fuerzas sociales e individuales) tanto como de historia del arte (biografía imaginaria de Rembrandt y fabulación criminal sobre la creación de uno de sus lienzos canónicos); una lección política (con el poder de las instituciones y el género femenino como objetivos de su diagnóstico más bien pesimista de la vida social); una lección estética sobre el modo de producción cinematográfico; y, por si fuera poco, una lección impresionante sobre los procesos de construcción de una imagen o un cuadro y las relaciones del artista con la realidad de su tiempo como no había vuelto a ver explorados en cine, con tanto rigor analítico como belleza plástica, desde El contrato del dibujante.


En 2008 se ha estrenado también la última película de otro gran director europeo, Alexander Sokurov. Aleksandra es una parábola matriarcal sobre la guerra de Chechenia observada desde una (comprensiva) óptica filorrusa. El nombre del personaje que le da título (el de la última zarina, Alexandra Feodorovna Romanova) y la condición de la actriz que lo encarna (la cantante y viuda de Rostropovich, Galina Vishnevskaya) son indicios suficientes de la intención alegórica nacional y cultural que sostiene la trama anecdótica de la película. La ambigua fascinación que suscita el cine de Sokurov desde siempre, revalidada en esta extraña cinta de guerra y paz, radica en este conflicto sin resolver entre una supuesta ideología regresiva y un avanzado esteticismo y formalismo tecnológico (El arca rusa sigue constituyendo una de las cumbres de esta paradoja estética de Sokurov).


UN CENTENARIO PORTUGUÉS

El pasado 11 de diciembre el genial cineasta Manoel de Oliveira cumplió cien años, convirtiéndose no sólo en el director más veterano en activo sino en el único de toda la historia que ha atravesado, con una vitalidad creativa admirable, todas las etapas del cine desde el período mudo hasta éste dominado por la digitalización audiovisual. La mejor noticia, sin embargo, es que se encuentra rodando una nueva película. Mientras Oliveira siga al frente de la cámara, el cine europeo no tiene nada que temer. Deberíamos celebrarlo como corresponde[3].


[1] Sólo se han estrenado dos cintas asiáticas de cierto interés: Soy un cyborg, de Park Chan-Wook, y Aliento, de Kim Ki-Duk. Mientras auténticas obras maestras de los últimos años como Síndromes and a Century, de Apichatpong Weerasethakul, y I don´t want to sleep alone, de Tsai Ming Liang, por citar dos que he visto no hace mucho, permanecen inéditas. Retribution, de Kiyoshi Kurosawa, sólo se estrenó en DVD.
[2] Me refiero a Paranoid Park, de Gus van Sant, a Southland Tales, de Richard Kelly, a I´m not there, de Todd Haynes, y a Go Go Tales, de Abel Ferrara, por citar sólo unas cuantas joyas del cine americano off Hollywood inéditas en nuestras pantallas.
[3] Comenzando por estrenar todas las películas de Oliveira de los últimos años que permanecen inéditas.

viernes, 12 de diciembre de 2008

MANOEL DE OLIVEIRA CUMPLE CIEN AÑOS



Sí, maestro, le deseo muchas felicidades en su primer centenario como cineasta.

Cada vez estoy más convencido de que el cine se inventó, o, en todo caso, subsiste a pesar de todas las conspiraciones internas y externas para acabar de una vez con su poder de subversión de las apariencias y las ilusiones mentales del antropoide tecnológico, gracias a individuos como usted. Sí, pues ha sido necesario alcanzar una sociedad histórica de tan alto nivel tecnológico para que la subjetividad sea puesta a prueba de modo definitivo. Y ese es el misterio último del cine: representar la tecnología a través de la cual la subjetividad se puede o no abrir paso. Mientras los sujetos, por más mediatizados que se sientan en su práctica, consigan aún abrir vías expresivas libres y personales controlando el inmenso aparato tecnológico que se pone en sus manos, existirá un futuro para todos nosotros. El día en que esto sea ya imposible, algo no tan lejano como nos parecía hace sólo una década, ese día las máquinas habrán ganado todo el poder y el dominio que se les atribuye en las peores pesadillas cinematográficas. Y, lo más curioso, es que esto es algo a lo que el llamado público mayoritario, ese mismo que desde siempre fue indiferente a su cine, se muestra nada inclinado a reconocer, aunque le vaya en ello la vida como a todos los demás. Pero lo ignora. Y esta es la gran paradoja que podemos celebrar juntos, maestro, en este primer centenario suyo: el destino del público minoritario y el del público mayoritario serán el mismo o no serán. Así que el público que entendió o no Matrix, inscribiéndola en el contexto adecuado, se verá obligado por las circunstancias a entender o no Francisca, Os Canibais, No o la vana gloria de mandar, Inquietud, El valle Abraham, Una película hablada o El día de la desesperación, por citar sólo algunas de mis favoritas. Así están las cosas. Ni usted ni nadie pudo comprender en el período del cine mudo en el que usted comenzó su larga y deslumbrante carrera que el nuevo siglo nos traería esta irónica confusión de categorías. El cine culto más minoritario y el cine popular o supuestamente de masas más genérico enfrentados a los mismos desafíos. La verdad de Alien, Blade Runner o Matrix encriptada, como un mensaje para las generaciones futuras, en Los caníbales o El valle Abraham, y viceversa.


En su segundo centenario, no lo dude, volveremos a encontrarnos en alguna parte para discutir sobre la evolución o el avance del mundo y de ese espejo mágico llamado en sus orígenes "cinematógrafo". Para entonces, muchas de sus películas serán consideradas de ciencia ficción, del mismo modo que muchas tenidas por representativas de este género de la fantasía y la imaginación de la sociedad industrial o postindustrial serán entendidas como muestras del realismo más crudo. Tenemos tiempo hasta entonces para revisar su entera filmografía sin desvirtuarla demasiado. Quizá nos depare alguna que otra sorpresa.

Felicidades otra vez por haber mantenido su visión al otro lado del objetivo a lo largo de tanto tiempo. Es usted, maestro, el único pionero del cine que sobrevive en activo en la era de la metamorfosis digital del medio. Sólo por esto, ya merecería la admiración de todos. La mía hace tiempo que la tiene, absolutamente incondicional, desde que por primera vez, siendo aún muy joven, vi en un cine Los caníbales, allá por 1988, cuando era todavía una novedad absoluta en el panorama del cine europeo del momento, y supe que algo había cambiado definitivamente en mi modo de concebir el cine y la relación del espectador con el cine. Me tomó usted desprevenido, pero ya no volvería a suceder. Desde entonces he tratado de ver todo lo que hacía y recuperar gran parte de lo que ya había hecho. Creo que no me quedan obras fundamentales suyas por descubrir, pero no me vendría mal volver a verlas para extraer de ellas nuevas cuestiones, nuevos ángulos o enfoques. En cualquier caso, mi lista de imprescindibles, la que sin vacilar un instante recomendaría a cualquiera, sea portugués o no, es ésta, ordenada cronológicamente:

Francisca
El zapato de raso
Los caníbales
No, o la vana gloria de mandar
La divina comedia
El día de la desesperación
El valle Abraham
El convento
Inquietud
Palabra y utopía
Vuelvo a casa
El principio de la incertidumbre
Una película hablada
Belle Toujours


Todas ellas contienen la máxima expresión de su talento y de su concepción del cine, esa amalgama de imágenes estáticas, sorprendentes movimientos de cámara, cuadros vivos, diálogos literarios donde la palabra humana se vuelve expresión de emociones y afectos, ideas atrevidas y tentaciones arrebatadoras para el cuerpo y la mente. Una radiografía exquisita del imaginario cultural portugués y luego europeo y occidental, como muestra Una película hablada, coetánea en todo momento de los fuegos de artificio de la cultura de masas que amenaza con arruinarlo. La sombra de esa destrucción virtual se proyecta sobre cada una de sus obras e imágenes confiriéndole una belleza luctuosa y una melancolía póstuma (Belle Toujours, El principio de incertidumbre, Los caníbales, entre otras) que con el tiempo no hará sino acentuarse. Pero al mismo tiempo en todas ellas se percibe el espíritu insobornable, la risa diabólica y la ironía perversa del que se sabe condenado. El desprecio altivo y el último desafío del seductor esteta que se burla del convidado de piedra que viene a reclamar su alma como precio por todas sus fechorías. Todo esto es lo que me gusta mucho de su cine, como me gustaba en el cine de su aparente adversario ideológico Joao Cesar Monteiro, sin que esto signifique que por ello no puedan gustarme otras vertientes o tendencias de ese arte cuyo primer centenario usted conoció activamente.

En mi filmoteca ideal, sus películas no se codean exclusivamente con sus afines Buñuel, Dreyer, Antonioni, Pasolini, Mizoguchi, Lubitsch, Sternberg, Stroheim, Fassbinder, Bresson, Fellini, Bergman, Hitchcock, Renoir, Ford o Lang. Usted ha durado mucho más que todos ellos y, por tanto, para mí es también contemporáneo, según las épocas, de Greenaway y Tarantino, Ruiz y Lynch, Egoyan y Fincher, Ferrara y Kurosawa (Kiyoshi), Godard y Rodríguez, Assayas y los Coen, Moretti y Raimi, Kieslowski y Wong Kar Wai, Sokurov y Cronenberg, Van Sant y Denis, Brisseau y Jarman, Kaurismaki y Kelly, Iosseliani y Coppola, Scorsese y Paradjanov, Spielberg y Breillat, Almodóvar y Tsai Ming Liang, De Palma y Miike, Hou y Dante, Kubrick y Jia Zhang-ke, Rohmer y Von Trier, Balabanov y Mann, los Wachowski y Reygadas, Apichatpong Weerasethakul y Wes Anderson, etc. Es decir: usted pertenece a la vez a muchas historias del cine. Y ésta es otra de sus grandezas. Quizá la mayor. Su cine ha estado siempre ahí, sin estorbar mi entusiasmo por otros cineastas, mi predilección ocasional por otras películas, a lo largo de dos intensas décadas. Esto es quizá lo que otros llaman la condición del clásico. No lo sé. Ya que usted fue siempre para mí un moderno y hasta un postmoderno, con lo que me es muy difícil atribuirle esa etiqueta convencional. Usted, como Godard, es el cine entendido en toda su dimensión histórica y en toda su dimensión estética. El arte que aún dirigiéndose a las masas gracias a la mediación de la tecnología puede también expresarse en códigos minoritarios. El arte que sin dejar de serlo multiplica las posibilidades de la recepción de un modo inimaginable para los estetas más puritanos de comienzos del siglo pasado. Usted hizo lo que tenía que hacer. No tendrá discípulos ni falta que hace. Su cine no los necesita ni sus espectadores exigiríamos tal cosa. Es único e irrepetible, como dice el tópico, y hay que agradecer que sea así. Muchos podrán aprender lecciones formales viendo sus películas, pero no es necesario que lo imiten o repitan sus fórmulas. Su cine se hizo cuando se tenía que hacer y morirá con usted. Ése es el final. No serán a partir de entonces las filmotecas ni los festivales, tan reacios a premiar sus propuestas, quienes celebren sus éxitos artísticos sino Internet, que es ya el principal medio por el que circulan, liberadas por completo de ataduras, la mayoría de sus películas. Ése es un futuro que usted no necesita comprender ni intuir. El tiempo se encargará de velar por la adecuada distribución de su obra. En cierto modo, usted le ha rendido tantos servicios que casi constituye una obligación de su parte. No olvide, como escribió el poeta William Blake, que la eternidad está enamorada de las obras del tiempo. La eternidad, no lo dude, será tan generosa con usted y sus obras como lo ha sido el tiempo.

Feliz centenario, maestro.

martes, 25 de noviembre de 2008

UN LUGAR EN EL SOL


Hoy cualquiera de nosotros, gracias a los canales por cable y las posibilidades de Internet, se ha transformado en una rata de videoteca, o, más bien, una ratatouille laboriosa, pues la mezcla de estilos y períodos, directores y películas, estéticas y antiestéticas, amenaza con convertirnos en sampleadores de cine (como hace Godard, con resultados creativos deslumbrantes, en su monumental Histoire(s) du cinéma). Nada que objetar, por otra parte, a esta actitud más que pragmática del consumidor cinematográfico contemporáneo. Mientras los canales televisivos resistan y, sobre todo, la banda ancha lo permita, a quién le importan los desmanes de los distribuidores y las inepcias de los exhibidores...

Aunque no dé cuenta de ello en el blog por falta de tiempo, en las últimas semanas me he programado un ciclo completo de Mario Bava (gracias al que he podido redescubrir maravillas neogóticas como La frusta e il corpo, Lisa e il Diavolo y Operazione Paura, o de ciencia ficción como Diabolik o Terrore nello spazio); he revisado en detalle algunas de las grandes películas de los últimos años como Last Days, de Gus Van Sant, El jefe de todo esto, de Lars von Trier, Takeshis, de Kitano, Eyes Wide Shut, de Kubrick, The Sun, de Sokurov, Platform y The World, de Jia Zhang-ke; curioseado novedades inéditas como Diary of the Dead, de Romero, Ploy, de Penek Ratanaruang, Go Go Tales, de Ferrara, o Boarding Gate, de Assayas... Y, muy especialmente, he vuelto a sobrecogerme y pasmarme con un grandioso clásico de Hollywood como Un lugar en el sol (A Place in the Sun, George Stevens, 1951), con las estrellas traumáticas Montgomery Clift y Elizabeth Taylor encabezando el reparto: ella, la versión femenina de él, y él, la versión masculina de ella, unidos para siempre para formar la más perfecta estrella andrógina fabricada por el sistema de los estudios, como dice Steve Erickson al comienzo y al final de Zeroville (2007), su imprescindible novela sobre el mundo y las vidas del cine en la era del Nuevo Hollywood.

Y me he acordado al volver a verla de Godard. Como gran analista e historiador del cine que es también a su manera, Godard dice con razón en Histoire(s) du Cinéma que si George Stevens no hubiera entrado con la cámara en algunos de los grandes mataderos humanos de la segunda guerra mundial, filmando en color el espacio abominable de los campos nazis de concentración, no hubiera podido proporcionar a las imágenes en blanco y negro de esta tragedia americana del arribista soñador y perdedor social y la bella burguesa de alma grande e igualmente bella, a pesar de su procedencia clasista, la luz difusa que requería: esa tonalidad anímica torturada, de esmalte grisáceo, con predominio alterno de la oscuridad más absoluta y una claridad manchada o sucia, donde se sumergen por última vez, como en un agua turbia, los cuerpos de los amantes abocados a su terrible destino.

Godard dice literalmente, con su voz inimitable, sobre un fondo sublime de fotogramas de Elizabeth Taylor en traje de baño durante la secuencia del lago acoplados con ingenio a imágenes religiosas de la Magdalena del Giotto: "Si Geoge Stevens no hubiera sido el primero en utilizar la película en color de dieciséis milímetros en Auschwitz y en Ravensbruck, sin duda la felicidad de Elizabeth Taylor no habría encontrado nunca un lugar en el sol".

El filósofo francés Jacques Rancière, uno de los grandes teóricos del cine contemporáneo, comentando precisamente los efectos estéticos de las técnicas de montaje de imágenes usadas por Godard en esta singular "historia del cine", ha dado un aliciente aún mayor a nuestra praxis cotidiana de pequeños archivistas del séptimo arte: "La historia es propiamente esa relación de interioridad que pone toda imagen en relación con cualquier otra, que permite estar ahí donde no se ha estado, producir todas las conexiones que no han sido producidas, volver a contar de otro modo todas las "historias"... La historia es la promesa de una omnipresencia y de una omnipotencia que son al mismo tiempo una impotencia de actuar sobre cualquier otro presente que el de su realización" (La fable cinématographique, p. 236).

Ahí es donde la felicidad del espectador, enfrentado con los ojos desnudos a la totalidad virtual de las imágenes, como Montgomery Clift y Elizabeth Taylor antes de él, podrá encontrar (o no) un lugar en el sol.

QUANTUM OF SOLACE


Yo no sé si el nuevo artefacto Bond causa, como promete su título, altas dosis de alivio, consuelo o sólo solaz (por lo visto, muy poco salaz esta vez, a pesar de la promesa publicitaria encerrada en el esbelto cuerpo de Olga Kurylenko) a la cansada masculinidad del sujeto que ha puesto su economía libidinal y sentimental al servicio de su viciosa majestad mundial (el capitalismo omnímodo y ubicuo al que representa mejor que nadie como mercancía de promoción y venta). Y no lo sé, sencillamente, porque no la he visto aún. No soy un fan de la serie en sus últimas temporadas. La reciente revisión de la sección Connery de la misma, la época fundacional que se autodestruyó como un artilugio digno de sus divertidas tramas, sí me ha convencido de la poderosa iconografía pop que eran capaces de construir estas películas en los años sesenta al tiempo que parodiaban, quizá sin pretenderlo, los estilemas ideológicos del cine de espías (la primera Casino Royale, el gran carnaval de las parodias cinematográficas, no era sino la extrapolación lógica de sus delirantes planteamientos éticos y estéticos). No creo lo mismo de las etapas siguientes, más bien previsibles. Desde el nuevo Casino Royale la serie ha vuelto a importarme bastante, y no sólo como entretenimiento de envergadura (léase: en-verga-dura). Ya tendré tiempo de explicar por qué en cuanto vea Quantum of Solace en pantalla grande, que es para lo que ha sido diseñada al milímetro.
Entre tanto, suministro a mis visitantes la estupenda crítica de Jordi Costa (el mejor crítico de cine español en ejercicio, por si no lo sabían aún) para los que no pudieron leerla el viernes pasado en las páginas de El País. Es inteligente y sabe analizar con puntería las razones de esta actualización del mito Bond a los complejos presupuestos culturales del nuevo siglo (incluidas supuestas imitaciones que superan en nervio fílmico al original). Desde luego, la imagen que ilustra esta entrada es un condensado visual de lo que dice Costa aquí abajo sobre el tránsito de una masculinidad culpable y una feminidad en proceso de liberación a través del paisaje de ruinas culturales y vitales del siglo en curso. Ahí es nada.


Vaciado de un icono

Jordi Costa

El hecho de que Ian Fleming fuese el escritor favorito de John Fitzgerald Kennedy es un dato que, tradicionalmente, se ha utilizado para ironizar acerca de los objetables gustos literarios del malogrado presidente. La información podría aportar, no obstante, una clave para entender la estructura profunda del siglo XX: James Bond como absoluta fantasía sexual de una masculinidad limpia de culpa en un contexto cultural donde el Playboy de Hugh Heffner era, más que una publicación interesante no sólo por sus artículos, toda una filosofía de vida.
En un siglo XXI en el que los mapamundis ya no se trazan con las líneas de la guerra fría y la masculinidad parece abocada a pedir disculpas, Bond resulta un elemento problemático. No deja de resultar curioso que la refundación del mito (y su franquicia) emprendida con
Casino Royale (2006) recurriese a las fuentes literarias del personaje para descubrir que en el origen había material para reivindicar a James Bond como mito trágico. El agente 007 asumía, así, el nuevo rostro de Daniel Craig y volvía a nacer como alma herida.
La elección de un director tan poco bondiano como Marc Foster para prolongar ese discurso hacía temer lo peor -un Bond sobreexplicado, un poco a la manera del
Batman de Christopher Nolan-, pero Quantum of solace no tarda en desarticular estos prejuicios: es una película sorprendentemente concisa en sus frenéticos 106 minutos de metraje, que funcionan como constante encadenado de secuencias de acción en parajes que reformulan el atractivo turístico en pesadilla de supervivencia y venganza unidireccional.
Hay muchas cosas significativas en
Quantum of solace: por ejemplo, que el único escarceo amoroso de Bond implique a una figura muy secundaria -y no a la muy publicitada chica bond de turno: Olga Kurylenko-, que saldrá de escena a través de un muy esquinado homenaje a una poderosa imagen de James Bond contra Goldfinger (1964). Curiosa manera de decir que las señas de identidad que siempre definieron al personaje ahora funcionan sólo como inercia o eco del pasado. La silueta de Bond atraviesa un desierto en los créditos iniciales: las dunas acaban fundiéndose con los contornos de siluetas femeninas en una acaso involuntaria condensación del espíritu de Quantum of solace, donde un Bond desertizado sueña con un espejismo hedonista que ya no es posible.
Como todo mito más grande que la vida, James Bond quizás canalizó los complejos de inferioridad y los sueños de poder del hombre común del siglo XX. Ahora, es el propio 007 quien se revela víctima de su propio complejo. Aquí resulta palpable algo que ya se sugería en
Casino Royale: que la renovación de la franquicia surge a la sombra del éxito de Jason Bourne, ese héroe sin identidad que quizás defina la esencia del héroe de acción del nuevo milenio.