martes, 25 de noviembre de 2008

UN LUGAR EN EL SOL


Hoy cualquiera de nosotros, gracias a los canales por cable y las posibilidades de Internet, se ha transformado en una rata de videoteca, o, más bien, una ratatouille laboriosa, pues la mezcla de estilos y períodos, directores y películas, estéticas y antiestéticas, amenaza con convertirnos en sampleadores de cine (como hace Godard, con resultados creativos deslumbrantes, en su monumental Histoire(s) du cinéma). Nada que objetar, por otra parte, a esta actitud más que pragmática del consumidor cinematográfico contemporáneo. Mientras los canales televisivos resistan y, sobre todo, la banda ancha lo permita, a quién le importan los desmanes de los distribuidores y las inepcias de los exhibidores...

Aunque no dé cuenta de ello en el blog por falta de tiempo, en las últimas semanas me he programado un ciclo completo de Mario Bava (gracias al que he podido redescubrir maravillas neogóticas como La frusta e il corpo, Lisa e il Diavolo y Operazione Paura, o de ciencia ficción como Diabolik o Terrore nello spazio); he revisado en detalle algunas de las grandes películas de los últimos años como Last Days, de Gus Van Sant, El jefe de todo esto, de Lars von Trier, Takeshis, de Kitano, Eyes Wide Shut, de Kubrick, The Sun, de Sokurov, Platform y The World, de Jia Zhang-ke; curioseado novedades inéditas como Diary of the Dead, de Romero, Ploy, de Penek Ratanaruang, Go Go Tales, de Ferrara, o Boarding Gate, de Assayas... Y, muy especialmente, he vuelto a sobrecogerme y pasmarme con un grandioso clásico de Hollywood como Un lugar en el sol (A Place in the Sun, George Stevens, 1951), con las estrellas traumáticas Montgomery Clift y Elizabeth Taylor encabezando el reparto: ella, la versión femenina de él, y él, la versión masculina de ella, unidos para siempre para formar la más perfecta estrella andrógina fabricada por el sistema de los estudios, como dice Steve Erickson al comienzo y al final de Zeroville (2007), su imprescindible novela sobre el mundo y las vidas del cine en la era del Nuevo Hollywood.

Y me he acordado al volver a verla de Godard. Como gran analista e historiador del cine que es también a su manera, Godard dice con razón en Histoire(s) du Cinéma que si George Stevens no hubiera entrado con la cámara en algunos de los grandes mataderos humanos de la segunda guerra mundial, filmando en color el espacio abominable de los campos nazis de concentración, no hubiera podido proporcionar a las imágenes en blanco y negro de esta tragedia americana del arribista soñador y perdedor social y la bella burguesa de alma grande e igualmente bella, a pesar de su procedencia clasista, la luz difusa que requería: esa tonalidad anímica torturada, de esmalte grisáceo, con predominio alterno de la oscuridad más absoluta y una claridad manchada o sucia, donde se sumergen por última vez, como en un agua turbia, los cuerpos de los amantes abocados a su terrible destino.

Godard dice literalmente, con su voz inimitable, sobre un fondo sublime de fotogramas de Elizabeth Taylor en traje de baño durante la secuencia del lago acoplados con ingenio a imágenes religiosas de la Magdalena del Giotto: "Si Geoge Stevens no hubiera sido el primero en utilizar la película en color de dieciséis milímetros en Auschwitz y en Ravensbruck, sin duda la felicidad de Elizabeth Taylor no habría encontrado nunca un lugar en el sol".

El filósofo francés Jacques Rancière, uno de los grandes teóricos del cine contemporáneo, comentando precisamente los efectos estéticos de las técnicas de montaje de imágenes usadas por Godard en esta singular "historia del cine", ha dado un aliciente aún mayor a nuestra praxis cotidiana de pequeños archivistas del séptimo arte: "La historia es propiamente esa relación de interioridad que pone toda imagen en relación con cualquier otra, que permite estar ahí donde no se ha estado, producir todas las conexiones que no han sido producidas, volver a contar de otro modo todas las "historias"... La historia es la promesa de una omnipresencia y de una omnipotencia que son al mismo tiempo una impotencia de actuar sobre cualquier otro presente que el de su realización" (La fable cinématographique, p. 236).

Ahí es donde la felicidad del espectador, enfrentado con los ojos desnudos a la totalidad virtual de las imágenes, como Montgomery Clift y Elizabeth Taylor antes de él, podrá encontrar (o no) un lugar en el sol.

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