sábado, 1 de noviembre de 2008

AMÉRICA SUBPRIME (2): Hacia el Oeste el avance del Imperio continúa



1. El alma del capitalismo

Uno de los acontecimientos cinematográficos del año ha sido, sin duda, Pozos de ambición (There Will Be Blood) de P. T. Anderson. Esta obra maestra anti-épica lo es, principalmente, por ofrecer una alegoría tan negra y espesa como el petróleo sobre el capitalismo americano y su representante eximio, el magnate o potentado (interpretado por Daniel Day Lewis con una sequedad casi mineral) que funde su cuerpo con el capital y administra su expansión por todo el cuerpo social. Una narración desmitificadora que pivota sobre los dos fundamentos de la historiografía americana: el dinero y la religión.
La escena final, ese gran guiñol retórico en que el capitalista omnipotente y ateo extermina al decaído representante de la fe (Paul Dano) en una bolera que es la metáfora del espacio competitivo americano, constituye la profecía más amarga sobre la esterilidad de una cultura, un ideario fundacional y un país agotado. Ése es el final de la historia, en todos los sentidos, también de una dominante tradición narrativa y de una manera de convertir el origen mitificado de una nación en permanente justificación de los crímenes y aberraciones del presente y el futuro (el contrapié estético y moral de El nacimiento de una nación del pionero Griffith, con el que establece un agon político).

2. ¿Un país para jóvenes?

No obstante, han sido los hermanos Coen quienes han expuesto en sus dos últimas películas los comentarios más cínicos y terribles sobre la situación de la América neocon de Bush.
En No es país para viejos (No Country for old Men, basada en la novela homónima de Cormac McCarthy) fijaban una imagen demoledora del antiguo orden moral enfrentado a su negación absoluta: el inclasificable psicópata Anton Chigurh (Javier Bardem), el ángel exterminador de la novela, un asesino implacable que parece salido directamente del infierno o, en su defecto, de una pesadilla puritana, o de una danza de la muerte medieval. El “profeta viviente de la destrucción” como lo califica su antagonista en la novela y en la película, el sheriff Bell (Tommy Lee Jones), un apesadumbrado agente del bien que se comporta como un inútil en el combate contra el mal, y es finalmente derrotado por éste, aunque la derrota sólo suponga retirarse de la profesión y salvar así el pellejo, no habiendo podido frenar la matanza en curso.
Ya desde el título de la película, los Coen se atrevían a formular una sentencia inapelable contra McCain y su trasnochada mitología de veterano de todas las guerras contra el mal, como el sheriff Bell, corrigiendo con altas dosis de inteligencia coyuntural y soterrada irrisión de valores convencionales, marca de la casa desde sus comienzos, la ideología algo reaccionaria del original (una suerte de resignación fatídica ante la degradación del mundo, de pesimismo desengañado sobre la condición humana, de cansancio metafísico ante la naturaleza maligna del universo).

En cambio, en Quemar después de leer (Burn after reading), una sátira corrosiva de la América contemporánea a pesar de su intencionada levedad, han acertado plenamente al mostrar esquemas análogos a la crisis circundante. Unas vidas subprime se transforman en motivo serio de especulación, arrastradas en una espiral incontrolable de maquinaciones y malentendidos a múltiples bandas, como una partida de billar americano, para terminar desplomándose, como los mercados, en la insignificancia de la que nunca deberían haber salido.
Y todo ello observado desde la perspectiva irónica de un satélite de telecomunicaciones: un objetivo extraterrestre digno de Google Earth que va acotando el perímetro de una zona erógena del imperio (el eje geopolítico y estratégico Virginia-Washington) donde se desarrolla la trama calculada hasta el absurdo y la estupidez. El mecanismo frenético de la película, visto así, es una parodia del mecanismo financiero que ha supuesto el colapso a gran escala de los mercados mundiales, pero también el desbarajuste de las agencias de inteligencia e información, con las secuelas conspirativas del 11-S y el desastre de la invasión iraquí (del que Redacted de Brian De Palma, por cierto, ya había dado un testimonio escalofriante y escandaloso que los americanos se negaron a ver en masa).
No hay, por tanto, mejor noticia para el mundo del cine que este encumbramiento en el medio (confirmado por el impresionante plantel de talentos interpretativos que ha sabido integrar su última película como engranajes de una orfebrería mecánica impecable) de los magníficos artífices de Sangre fácil (Blood Simple), Arizona Baby, Miller´s Crossing (Muerte entre las flores), Barton Fink, The Hudsucker Proxy (El gran salto), Fargo o El gran Lebowski, por citar sólo sus cumbres y, como esta última, la cumbre entre las cumbres. El último año supone así su grandioso regreso a la vena vitriólica y cruel que, contra lo que piensan algunos de sus defensores más tibios y confirmando a la contra el juicio negativo de sus detractores, es el fundamento más enérgico de su estética creativa.

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