domingo, 20 de julio de 2008

NOLI ME TANGERE. Hacia un cine del cuerpo



1. Una prueba añadida de la singularidad estética del cine francés sobre el resto de cinematografías mundiales es la importancia cualitativa que atribuye a la presencia del cuerpo en una parte importante de sus producciones. Como espectador implicado, esta tendencia representa una de las más apasionantes del cine postmoderno, y se da con preferencia en el cine francés por razones que no necesito analizar de nuevo. Como escribió Steven Shaviro en The Cinematic Body, una monografía fundamental sobre estas cuestiones: “El aparato cinemático es un nuevo modo de corporeidad; es una tecnología para contener y controlar a los cuerpos, pero también para afirmarlos, perpetuarlos y multiplicarlos, captándolos en la terrible e inquietante inmediatez de sus imágenes”. Estas ideas proceden de Deleuze, desde luego, y, sobre todo, del modo en que el pensamiento fílmico de Deleuze canaliza a Spinoza, a Nietzsche y a otros pensadores, escritores y filósofos que han reflexionado sobre el poder del cuerpo y su interacción con el pensamiento. El cine concebido, según Shaviro,"como una tecnología para intensificar la sensación corpórea, para afectar y transformar el cuerpo, para desestabilizar y multiplicar a la vez los efectos de la subjetividad". (Entre los que más creyeron en este poder transformador del cine, y luego abjuraron de esa creencia, citaría al admirable Antonin Artaud.)

2. Algunas películas francesas de la última década (sólo mencionaré las que he visto, aunque sé que hay muchas más, como la reciente Un vieille maîtresse, de Breillat, a partir del diabólico Barbey D´Aurevilly) que han permitido, con gran éxito artístico, el prodigioso acoplamiento de la cámara y el cuerpo (masculino o femenino) en la ficción cinematográfica:

-Romance X, À ma soeur!, Sex is Comedy, Anatomie de l´enfer (Catherine Breillat).
-Beau travail, Trouble Every Day, Vendredi soir, L´intrus (Claire Denis).
-L´Ennui (Cedric Kahn).
-Irma Vep, Demonlover, Boarding gate (Olivier Assayas).
-Sombre (Philippe Grandrieux).
-Choses secrètes, Les anges exterminateurs (Jean-Claude Brisseau).
-Sitcom, Los amantes criminales, Gotas de agua sobre piedras calientes, Swimming Pool (François Ozon).
-Fóllame (Virginie Despentes).
-L´humanité, Twentynine palms, Flandres (Bruno Dumont).

3. La variedad de estilos y registros es enorme, desde el naturalismo fotográfico y el realismo psicológico hasta el postmodernismo visual y la narrativa pornográfica. No todas me parecen igualmente estimulantes o conseguidas, pero en todas el cuerpo ocupa con su presencia problemática, pasional y fascinante el lugar central de la representación. Los más obsesivos exploradores serían Breillat, Denis y Brisseau, el más lúdico Ozon y los más ásperos Dumont y Grandrieux. Más de la mitad de estas películas siguen inéditas en España, lo que no dice mucho de nuestra curiosidad o de nuestra afinidad con las búsquedas de algunos cineastas franceses. Nos interesa su ñoñería, su sensiblería, su sentimentalismo exasperante, cualidades en las que también abunda su cine o su literatura reciente, pero no aquello en lo que son excepcionales al menos desde el siglo dieciocho: sus investigaciones intelectuales en torno del conocimiento de la carne y el sexo, y un arte libertino donde se conjugan, del modo menos cartesiano, la inteligencia y el placer, las ideas y los sentidos, la mente y el cuerpo.
Es sorprendente que en una cinematografía como la española donde la facilidad para el desnudo (sobre todo si es femenino) constituye la norma, quién sabe si como imposición de una industria que usa la carne fresca para atraer a la maltrecha audiencia con la promesa de poder escrutar impunemente los encantos más secretos de las actrices, el cine del cuerpo sea tan poco representativo. La única excepción, tan brillante que satisface él solo las expectativas de la categoría, es como siempre Pedro Almodóvar. Una de sus grandes virtudes, desde sus imperfectos comienzos, ha sido su desaforada carnalidad. No importa si el amor que transporta el cuerpo de sus actores y actrices es heterosexual, homosexual o transexual. El sexo, en todos los sentidos de la palabra, es siempre el fuerte de Almodóvar: una fuerza gravitacional que afecta al sexo fuerte como al débil, el sexo como fuerza o debilidad de sus personajes, e invierte las relaciones de poder que normalmente malogran las relaciones humanas. El deseo y la producción de deseo es el fundamento libidinal de su cine: la comedia urbana de los sexos inconfesables, los extravíos del deseo y la atracción y las pasiones erógenas. La cima de este cine del cuerpo almodovariano es, sin duda, Carne trémula: la alegoría política sobre las flaquezas, potencias e impotencias de la transición y la democracia españolas encerrada en sus imágenes (con los fastos mediáticos y deportivos del año 92 como momento de balance provisional) encarna plenamente en el forcejeo erótico y las peripecias carnales de los cuerpos masculinos y femeninos que la protagonizan.

4. Entre los asiáticos se me ocurren sobre la marcha dos directores, no por casualidad entre los más innovadores (como si el cuerpo violentara con sus pulsiones los formatos narrativos tradicionales para acomodarlos a sus deseos más inconfesables), el tailandés Apichatpong Weerasethakul (Blissfully yours, Tropical Malady) y, muy especialmente, el malayo Tsai Ming Liang (arraigado en el cine taiwanés), el más carnal de los orientales, con esa cima absoluta del cine del cuerpo que es El sabor de la sandía (la
impresionante secuencia final de esta película, al rubricar una intersección de lo sublime y lo abyecto, el afecto amoroso y la pornografía descarnada, es alegórico respecto de los planteamientos conceptuales del cine del cuerpo). Sin duda, el coreano Kim Ki-Duk también merece una mención de honor por sus conquistas expresivas en esta materia: La isla, Bad Guy, Samaritan Girl o Dirección desconocida, a pesar del moralismo que tiñe parcialmente sus propósitos, son muestras logradas de un cine físico altamente perturbador y revulsivo. En cambio, los chinos (no importa su procedencia geográfica o cinematográfica) y los indios se muestran demasiado respetuosos con la tradición del pudor y la discreción como para esperar de ellos que destapen sus secretos a través del cuerpo. Las metamorfosis del cuerpo social de la China continental podrían alegorizarse con los movimientos y agitaciones de otros cuerpos más tangibles, pero el férreo aparato de censura no lo permitiría (el paradigma podría ser The World de Jia Zhang-ke a poco que se le añadiera una sexualidad o un erotismo más en consonancia con el refinamiento de los clásicos chinos del género, prohibidos desde la revolución cultural). Y en el cine de Hong Kong, la corrosiva Dumplings (Fruit Chan) es lo más cerca que esa cinematografía, tan masculina y patriarcal, puede estar de la obscenidad, la indecencia y la abyección de la vida corpórea. Los japoneses, por el contrario, son los más provocativos y audaces, con el terrorista Takashi Miike (Audition, Visitor Q, Ichi The Killer) y el subversivo Shinya Tsukamoto (Snake of June, a pesar de sus excesos culturales, es una de las películas más literalmente eróticas del cine reciente; sus atrevidas imágenes de una sexualidad femenina desenfrenada no habrían dejado indiferentes a erotómanos occidentales de la envergadura de Georges Bataille, Pierre Klossowski o Jacques Lacan) situados en la vanguardia oriental de este cine del cuerpo, siguiendo a sus maestros precursores Oshima, Yoshida o Imamura, entre otros.

5. Los americanos, por su parte, en general no saben, o no pueden llegar tan lejos en el cine mayoritario (sí, en cambio, en algunas series de televisión difundidas por cable). Nunca ha sido su fuerte, desde luego, tampoco en literatura, excepto en autores periféricos, tan alejados del mainstream de la industria como de los planteamientos de sus homólogos europeos (el cine de Paul Verhoeven, por su eclecticismo, merecería un capítulo aparte). El género que marca la irrupción del cuerpo transgresor en el cine americano es el gore de los años setenta y ochenta (con ese precedente seminal de finales de los sesenta que es La noche de los muertos vivientes, del gran Romero), con el declive de los noventa como gran represión política del mismo y su reciclado actual en los remakes de los clásicos del pasado (La matanza de Texas, Las colinas tienen ojos, etc.) o su renovación en el cine de Eli Roth, Zack Snyder y Rob Zombie. Es una irrupción grotesca, carnavalesca (splatter-fest), en la que el cuerpo monstruoso regresa como lo abominable y lo reprimido para aterrorizar y divertir a partes iguales con sus excesos festivos, sus metamorfosis escatológicas y sus excreciones y flujos repulsivos. Es la visión puritana de lo orgánico: la deformidad corporal como anatomía de la mirada reprimida y represora, el cadáver insepulto como cuerpo ambiguo del consumidor, incapaz de gozar pero rebosante de apetitos insaciables. Obras representativas del género en el pasado: Reanimator (Stuart Gordon); la serie Basket Case y Frankenhooker (Frank Henenlotter); Society, La novia de Reanimator y Mortal Zombi (Brian Yuzna, el más carnal de todos). Obras recientes recomendables: Cabin Fever y los dos Hostel (Roth), Halloween (Zombie), Amanecer de los muertos (Snyder).
(La apasionante trayectoria de Kathryn Bigelow es una demostración de los límites impuestos a la presentación y representación de la vida del cuerpo en el cine mayoritario: su redefinición carnal del cine de vampiros (Near dark); su juguetona inversión de roles fálicos (en consonancia con el forcejeo estético con los estilemas masculinos del género para afirmar la idiosincrasia de su estilo), el despliegue erotizado de la violencia y la exhibición de cuerpos equívocos bajo uniformes oficiales (Acero azul); la revitalización homofílica, con fuerte tirón muscular, del género viril de policías y ladrones (Point break); o su desentumecimiento de la ciencia ficción post-Blade Runner a partir de las experiencias adrenalínicas ligadas a la violencia extrema y el sexo mórbido (Días extraños), se vieron truncadas por la falta de complicidad de espectadores y productores y lo transgresivo de sus propuestas.)

6. Grandes excepciones norteamericanas (no por casualidad todos los directores citados son sexagenarios y, sin embargo, no parecerían contar con discípulos de relevancia):

a) El cine de horror libidinal de David Cronenberg, desde Stereo, Crimes of the Future y Shivers hasta Inseparables, Crash y Existenz. Cómo la carne deviene monstruosa y transgresora para liberarse de las represiones y tabúes sexuales. El deseo se hace masa informe, carne tecnológica y tecnología cárnica, como modo de trascender los límites impuestos al cuerpo por el orden social y los dispositivos de control de la cultura, la historia, etc. Como han visto sus detractores, no hay, sin embargo, director menos utópico que Cronenberg. La inmanencia, con todas sus limitaciones y obstáculos (algunos invencibles como la enfermedad o la muerte), es el territorio preferente de todas sus ficciones. Entre las más corpóreas y tangibles de la historia del cine. (El encuentro de Cronenberg con el vigoroso cuerpo de Viggo Mortensen le ha permitido en los últimos años explorar con mayor dedicación la veta "homosexual" de su cine, presente ya en sus comienzos, convirtiendo al cuerpo masculino (la política asociada a su construcción, sus procesos sociales y su eventual destrucción) en materia prima de la ficción, en consonancia con los desarrollos de la estética publicitaria.)
b) El cine de acoso voyeurista de Brian de Palma, sobre todo en Hermanas, Vestida para matar, Body Double y Femme Fatale. La apoteosis del cine glory-hole: un dispositivo de culpabilidad sostenida a priori como medio para permitir en la narrativa mayoritaria la (gloriosa) aparición del cuerpo femenino, doméstico o espectacularizado pero desnudo o en trance de desnudarse. En este cine nada contemplativo, el fantasma de la castración libidinal es conjurado en beneficio de sus sufridas heroínas, no de sus penalizados voyeurs. Por eso Body Double y Femme Fatale son la meseta más alta y el simulacro más logrado, respectivamente, de su atrevida metodología fílmica para desnudar al que mira tanto como al que es mirado. (Un adicto inconstante a esta vena creativa es Abel Ferrara: sobre todo en sus más puros comienzos, Ms. 45 y Fear City, con el suplemento ecléctico de The addiction; quizá Go Go Tales, de la que sólo he visto el
trailer y algún clip estimulante como el strip-tease de Asia Argento, revitalice esta tendencia de su autor a enfatizar la vulgaridad de sus escenarios visuales tras sus innumerables merodeos y errancias por los territorios (autobiográficos) de una cierta masculinidad a la deriva, con Bad Liutenant, The Black Out y New Rose Hotel como sus muestras consumadas.)
d) El cine perverso y sensual de David Lynch: Terciopelo azul, Twin Peaks (la serie y la película, tanto monta), Carretera perdida y Mulholland Drive. Nadie ha escenificado con tanta sensualidad y fuerza plástica en una pantalla (da igual el material con que esté fabricada la pantalla) los fantasmas libidinales que una mente masculina más o menos trastornada (¿y no es éste uno de sus hallazgos básicos, que la mente del hombre no es más que un gran trastorno, un pozo de abyección?) suele proyectar en un rectángulo de sábanas revueltas. (En este sentido, Inland Empire sería la menos carnal en la medida en que representa la misma historia de abusos, dominación y maltrato que Carretera perdida, pero esta vez desde el punto de vista antagónico, la perspectiva de la mujer víctima, atrapada en el laberinto mental de los roles sociales, los maridos y los amantes, reales o ficcionales, con el medio cinematográfico como telón de fondo.)
e) El cine paranoico o psicótico de William Friedkin, cuya raíz enferma se exhibe en cintas como El exorcista o Bug: las patologías, psicosis, terrores, fantasmas, traumas, conflictos o crisis del cuerpo social se inscriben directamente sobre el cuerpo individual de los personajes (la niña Regan; el ex-soldado de la guerra del Golfo y la camarera que lo acoge en su habitación del motel, respectivamente), se funden brutalmente y hacen carne con ellos o, más bien, los males diagnosticados invaden la carne (como intrusos y parásitos) y la poseen íntegramente (piel, vísceras, órganos, sangre) a fin de escenificar, en el ámbito de la privacidad, una suerte de "teatro" animado de la crueldad americana.
f) El cine sobre cuerpos y vidas adolescentes de Larry Clark: no tanto Kids como Bully y, sobre todo, la excitante y provocativa Ken Park, otra vez con espléndido guión de Harmony Korine, donde las fricciones sexuales de los cuerpos adolescentes (desordenados, promiscuos, incontrolables) y de éstos con el cuerpo adulto (normalizado, dominante, insatisfecho) producen una película tan subversiva o disolvente de los vínculos y las relaciones sociales y familiares que aún sigue prohibida en USA.

7. La vertiente queer o gay, sin embargo, parece atravesar un mal momento, quizá por motivaciones políticas tras su época de esplendor a comienzos de los noventa, cuando las micropolíticas asociadas al SIDA actuaron como detonante creativo (Zero Patience, la delirante comedia musical de John Greyson, me parece junto con The Living End, de Gregg Araki, las obras más representativas del período). Un síntoma de este desfallecimiento momentáneo: la insuperable obra maestra de la categoría, veinticinco años después de su realización, sigue siendo Querelle de Fassbinder (y el Pasolini cineasta, con su "empirismo herético" aplicado a la física de los cuerpos y los objetos de la realidad, se erige como precursor carnal difícil de superar). En este panorama, los brillantes logros de Hedwig and the angry inch y Shortbus, ambas de John Cameron Mitchell, o de La mala educación (la película de Almodóvar donde la presencia de los cuerpos, la atracción y el deseo eróticos se ponían al servicio del deseo de hacer cine, creando uno de los dispositivos narrativos más complejos que ha producido el cine europeo de las últimas décadas), constituirían la feliz y parcial excepción. Mientras tanto, directores representativos como Todd Haynes, Gregg Araki, Gus van Sant, Tom Kalin, John Greyson o Rose Troche, entre otros, han decidido dar un paso atrás y realizar un cine igualmente fascinante, sobre todo en los tres primeros, pero bastante alejado de las temáticas inmediatas del cuerpo: un cine centrado más bien en los espejismos mentales, los dilemas sociales, las fabulaciones y parábolas de la condición homosexual, o las abstracciones líricas del deseo y la diferencia. Por fortuna, una serie televisiva como The L Word habría asumido con atrevimiento y desenvoltura esta exigencia estética de visibilidad carnal de la experiencia homosexual (en este caso, lesbiana, la menos visible hasta ahora) en competencia con modelos tan rotundos (y masculinos) como las escenas sexuales de Mulholland Drive o Choses secrètes y Les anges exterminateurs, las dos espléndidas películas recientes del inédito Brisseau. Y es que quizá el cine de temática homosexual padezca hoy como una aporía, mucho más agudamente que el heterosexual y mayoritario, la esquizofrenia artística entre el polo experimental, minoritario y excesivo (Lonesome cowboys, de Andy Warhol; Flaming Creatures, de Jack Smith) y el polo narrativo, rentable y sentimental (Brokeback Mountain, de Ang Lee).
(En esta línea de crítica transgenérica también es interesante el caso de Mary Harron (que ha dirigido algún episodio de The L word). Con la complicidad de su guionista habitual Guinevere Turner creó una excelente adaptación de American Psycho, donde la relación criminal entre el cuerpo masculino y el cuerpo femenino era escenificada con sensibilidad feminista como un conflicto de poder muscular, de fuerza física y forma atlética, cultivadas en el gimnasio, y no sólo de poder simbólico. Y, sin embargo, desperdició la oportunidad que le brindaba el biopic de la célebre pin-up Bettie Page (The notorius Bettie Page, 2005) para abordar la cuestión del exhibicionismo femenino como sostén irónico del orden heteropatriarcal. A pesar de la exuberante belleza de Gretchen Mol y los apuntes descriptivos sobre el mundo de la pornografía, la película dista de ser tan lograda como su antecesora a causa principalmente de la frigidez narrativa y la decidida distancia física de las imágenes.)

8. Un excelente ejemplo mexicano: Batalla en el cielo, de Carlos Reygadas. El amateurismo amatorio de los actores (Marcos Hernández y Anapola Mushkadiz) acoplado al dispositivo implacable de la cámara produce un film de un vértigo moral y una fuerza estética deslumbrantes. La cruda lección de anatomía de sus imágenes remite, a pesar de sus enormes diferencias, al mismo principio del cine de Friedkin: la grotesca parada de cuerpos y actos alegoriza los traumas sociales mexicanos y los conflictos de poder, raza y clase que los atraviesan. La secuencia en que la cámara se alza al ritmo de una saeta andaluza sobre los cuerpos tendidos de los amantes (sentenciándolos a la muerte y el dolor tras compartir furtivamente el lecho del placer) es de una belleza escalofriante.

9. Momento paradójico made in Hollywood: Innocent Blood, de John Landis. El cuerpo concebido a la francesa (Anne Parillaud) irrumpe con todos sus apetitos y deseos voraces en los códigos simbólicos del sistema de géneros americano (gángsteres, terror, comedia urbana sentimental, etc.) para corromper sus categorías morales y narrativas y destruirlo desde dentro. Un paso más allá en esa dirección y estaríamos ya instalados en pleno territorio de la belleza revulsiva de Trouble Every Day, la magnífica película de Claire Denis que ha sido tan mal entendida y, sobre todo, tan infravalorada y despreciada por una crítica incapaz de hacer bien su trabajo de discernimiento sobre el (hipersensible) cuerpo cinematográfico del presente.

10. Una excepción francesa reciente: Los amantes habituales, de Philippe Garrel, tan celebrada en algunos círculos cinéfilos, tiene para mí, además de incontables virtudes, dos serias pegas y una, precisamente, afecta a la vida del cuerpo. Por un lado, parece un simulacro del cine de la época, con lo que a un espectador desinformado podría pasarle con esta película lo que sucedió a Baudrillard, según cuenta, viendo Luna de papel de Bogdanovich. La tomó, con razón, por un film antiguo. Pero aún más relevante es el hecho de haber prescindido del aspecto más destacado de Mayo del 68: la explosión del cuerpo y sus demandas de libertad carnal, la primera revolución sexual de la historia, el primer alzamiento “popular” en contra del orden establecido en el que los discursos políticos pudieron servir de glorioso pretexto para un estallido libidinal que habría complacido a Sade, por una vez, tanto como al utopista Fourier, por no hablar de Marcuse o Reich, gurus culturales de la época. Que el film de Garrel opte por el ascetismo narrativo y visual y, además, prescinda absolutamente de este elemento iconoclasta e insurgente en su evocación de la revuelta al tiempo que reivindica como modelo el cine de su colega Eustache (La maman et la putain, su obra maestra, al contrario que Los amantes habituales, tiene mucho más que decir sobre la vida y los estados del cuerpo) es un argumento decisivo en contra de lo que hoy algunos críticos y espectadores más o menos especializados todavía celebran, por error, como epítome del cine más libre: un extracto inofensivo y neutro de las lecciones más abstractas de la vieja “Nouvelle Vague”.

11. El cine de Peter Greenaway sigue siendo, con todos sus desniveles creativos, uno de los representantes máximos de este cine del cuerpo. Al menos desde El contrato del dibujante y ZOO (una de las grandes obras de esta corriente artística en cualquier formato) hasta La ronda de noche, recién estrenada, sin olvidar El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante, El niño de Mâcon o The Pillow Book. Lo singular de su caso es que el cine del cuerpo se cruza con el cine del artificio. El resultado es tan barroco o neobarroco como cabía esperar, pero la intersección de la materialidad del cuerpo, en todas sus variantes y estados, y la seducción de la forma, con todos sus recursos y estilos, produce uno de esos agenciamientos estéticos que actúan creativamente en ambos sentidos: carnalizando el dispositivo cinematográfico hasta extremos impensables y espectacularizando la presencia de la carne en las imágenes (ya decía Shaviro, analizando precisamente el fascinante cine de Warhol, que "el artificio del simulacro y la inautenticidad son medios de afirmar la vida del cuerpo"). Y enuncio este juicio estético en contra del discurso negligente de algunos críticos de estirpe neorrealista que se pasman con un pequeño film-vídeo de Kiarostami (Ten) porque una iraní se quita el velo ante otra en el interior de un coche, como si fuera la máxima transgresión imaginable para la mentalidad occidental, y, sin embargo, permanecen indiferentes cuando la que se quita el velo, desnuda sus partes más ocultas y fornica con total promiscuidad, como sucede una y otra vez en el cine nietzscheano de Greenaway, es toda una cultura (grecolatina y judeocristiana) y los valores sagrados o degradados, según el punto de vista, que la sustentan. Ésa es toda la diferencia de Greenaway como creador de imágenes con cualquier otro cineasta actual…

12. En suma, el cine del cuerpo, como toda forma de representación que se quite el corsé de los prejuicios y la represión, los formatos narrativos convencionales y el montaje invisible de los pacatos, es el antídoto perfecto contra el ascetismo, el puritanismo, la idealización, la sublimación, la cursilería, el sentimentalismo, y todo lo que se quiera, pero sobre todo es el campo de exploración privilegiado de las mutaciones de la vida contemporánea. Y este cine suele incluir, entre sus aberrantes fotogramas, un vistoso manual de instrucciones para modificar las condiciones del pensamiento al tiempo que obliga a éste a sumergirse, sin escrúpulos ni tapujos, en la escandalosa vida de la carne.

jueves, 10 de julio de 2008

PASTILLAS ROJAS (2)


1. Este año 2008 no ha producido por ahora ninguna película que supere a mis preferidas del año 2007. No exagero nada al decir que una conjunción milagrosa y muy difícil de repetir me ha dado la oportunidad de ver tantas y tan memorables películas en tan poco tiempo. Muy pocas de las películas americanas vistas en lo que llevamos de año se podrían equiparar, en ambición y logros estéticos, a Inland Empire (David Lynch), Southland Tales (Richard Kelly), Zodiac (David Fincher), I´m not there (Todd Haynes), Redacted (Brian de Palma), No es país para viejos (Joel Coen, 2007) o Death Proof (la versión larga de su contribución a la estupenda Grindhouse, ensamblaje de cine excitante y creativo realizado con la complicidad de Robert Rodríguez, cuya contribución personal, Planet Terror, supera, como buen discípulo paródico, las últimas propuestas artesanales del monopolizador de los zombis, George Romero, a pesar de contar éste con todas mis simpatías estéticas e intelectuales). De todos modos, la última película que vi en 2007 fue la magnífica Sweeney Todd de Tim Burton, ese jacobino ajuste de cuentas, sanguinario y cruel como corresponde a sus postulados, con su pasado y con los que han intentado acabar con él y con su admirable carrera.

2. Hablo sólo de cine americano, para que quede claro. El cine europeo tampoco es que ande boyante, por desgracia, pero muchas de sus propuestas más interesantes no se han estrenado aún o no coincidí con su estreno. Algunas de ellas, además, como Alexandra (Alexander Sokurov) o Boarding Gate (Olivier Assayas), no son de este año. La primera se ha estrenado hace unos meses con escaso eco, a pesar de que su director es uno de los grandes artistas del cine contemporáneo, y la segunda sigue incomprensiblemente inédita, aunque la he visto y por ello puedo decir el error que se comete al no estrenar aunque sea para un público minoritario una de las películas que más le ayudaría a comprender el mundo en el que vive y no ese simulacro amañado que los políticos y los periodistas le suministran a diario para calmar sus inquietudes ciudadanas . Assayas se ha ganado mi admiración después de realizar películas tan brillantes e imprescindibles sobre el devenir contemporáneo del formato narrativo cinematográfico y el destino de las imágenes en el mundo postmoderno como Irma Vep (1996), Demonlover (2002) y ésta última, Boarding Gate (para comprender todas las dimensiones de este neothriller sobre los entresijos afectivos y personales del capitalismo recomiendo la lectura de este inteligente post de
Shaviro). Por si fuera poco mérito, me parece sobresaliente y sintomático el modo en que Assayas consigue acoplar esta investigación estética de última generación, en una operación bastante sofisticada, a la presencia carismática de actrices de belleza y fotogenia nada convencionales como Maggie Cheung, Connie Nilsen, Chloé Sevigny, Gina Gershon o Asia Argento (la presencia de ésta en New Rose Hotel, de Abel Ferrara, y no sólo su fama de icono cinematográfico cool, debe haber influido bastante en la elección de Assayas de hacer de su cuerpo, su rostro y sus actitudes el material inflamable de este film; del mismo modo que Maggie Cheung en Irma Vep remitía a Wong Kar Wai y todo el cine de Hong Kong como correlato histórico de los seriales populares de Feuillade protagonizados por Musidora). Ellas son (y dan) la imagen del fascinante mundo de ficción descrito en las tres películas.

3. Es cierto que muchas de las películas americanas que he citado más arriba las vi en Estados Unidos, y que dos de ellas (la de Haynes y la de Kelly) al no estrenarse por aquí privan al espectador una vez más de contemplar las posibilidades del cine en la era digital, ya sea para abordar la biografía apócrifa y múltiple de una estrella musical como Bob Dylan, ya sea para comprender cómo los formatos de Internet están modificando las categorías de la narrativa audiovisual. Pues Southland Tales reconfigura los materiales con que se construye un relato empleando los formatos y plantillas de Internet y la televisión. Y además le gasta una broma pesada a la América de Bush, a la que satiriza con humor e imaginación, situando el Apocalipsis de toda una cultura en 2008. El cómic editado como precuela es también magnífico, tanto de imagen como de texto, y constituye uno de los pocos casos que yo conozca en que estos dos medios tan diferentes (el cine y el cómic) han sabido redefinir sus relaciones del modo más creativo.

4. La noche es nuestra (We own the night, el título americano, alude al lema bastante explícito de la policía neoyorquina) la vi el año pasado y me parece, sin duda, un melodrama policial notable, aunque lastrado por una estética narrativa algo neoclásica y una ideología familiarista y conservadora que no acabo de digerir (hasta el punto de que el formato genérico me parece, como tantas veces en el cine americano, un excipiente agradable para un fármaco moral intragable). No obstante, considero que esta película de James Gray (autor también de la excelente The Yards) constituye una de las grandes figuraciones narrativas en torno al pacto social de miedo que se forjó en la sociedad americana tras el 11 de septiembre y que dio el segundo mandato al execrable Bush. En el orden visual, que es donde Gray no corre muchos riesgos, la secuencia de la persecución automovilística me parece de una brillantez formal impresionante (a falta de una revisión, diría que reinventa la forma de la persecución para ajustarla a una nueva función narrativa) y una de las mejores escenas de acción de la última década.

5. De entre las películas americanas que he visto este año destacaría, por todo lo que aportan a la cuestión del lenguaje cinematográfico en plena mutación digital y a la observación de un paisaje social mutante, Cloverfield y El incidente, no por casualidad dos cintas fantásticas sobre la vivencia íntima del Apocalipsis o la catástrofe. Una (la producida por JJ Abrams y dirigida por Matt Reeves) daría lugar a una larga discusión sobre el punto de vista, la cámara como foco narrativo, el montaje como accidente, el grado de la ficción, etc., mucho más que sobre la polimorfa naturaleza del monstruo invasor. De hecho Cloverfield llega después de un año donde el triunfo de lo digital ha mostrado la superioridad reflexiva del cine americano sobre el cine europeo del momento (e incluso sobre el asiático, con la excepción quizá de Naturaleza Muerta de Jia Zhang-ke). Películas que tratan de la digitalización de la realidad, la inmersión en los mundos de la información y el espectáculo y el modo en que las nuevas tecnologías afectan a la relación privado-público, imagen y realidad, etc. Que Cloverfield, con todas sus virtudes, haya triunfado en taquilla y no lo hayan hecho estas otras propuestas metafílmicas (muchas de las mencionadas más arriba) es una prueba lamentable de que las tendencias dominantes las marcan adolescentes desinformados, o, peor aún, totalmente colonizados por la imaginería del sistema. Por su parte, El incidente (dirigida por un Shyamalan que está intentando remontar sus últimos fiascos artísticos y crematísticos, a la busca de la credibilidad perdida con esta balbuciente Serie B que se traviste de blockbuster modesto) no es una broma de su director, a pesar de la cita final a Marienbad como espacio del todo vale, sino una confusa advertencia sobre el poder de la pulsión de muerte (y su pulso contra su antagonista principal, el instinto de vida) en el tecnológico siglo XXI. Una charada postfreudiana sobre Eros y Tanatos disfrazada tras la apariencia de una parábola ecológica de ideología neutra (tan lejos de la predicación new age como de la denuncia radical). Los que hablan del humor de Shyamalan (si pienso en El sexto sentido o Señales, el humor del tímido Shy me parecería más bien funerario) se olvidan de que en la industria cinematográfica americana (incluso en la cultura americana concebida como un subproducto de la industria del entretenimiento) lo que no es divertido no es, esto es, no llega a existir (el miedo a que los propósitos serios lastren la recepción comercial de un producto obliga a los cineastas a hacer piruetas como bufones para convencer a su audiencia de que lo suyo sí que son funny games). Es un pleonasmo hablar del posible humor de Shyamalan en la medida en que su supervivencia en el seno de esa industria depende proporcionalmente de que no se le tome en serio (sobre todo si se trata de las impactantes imágenes de los suicidios en masa, que tanto recuerdan a las vírgulas negras que caían como una plaga de las torres gemelas incendiadas, como retrató tan bien, declinando el concepto de la ley de la gravedad en todos sus sentidos posibles, Don DeLillo en su última novela publicada). Quizá deberíamos empezar a leer este cine a contracorriente para no hacerle el juego a los que intentan desactivar su poder de intervención y el potencial revulsivo de su discurso (los planos de los suicidas tomados de las rodillas abajo, además de una magnífica elipsis, son una elocuente prueba del temor o el terror a las imágenes de la muerte que amedrenta al sistema del espectáculo americano). Así que el fantástico artefacto de Shyamalan, por más sobrecargado de guiños cinéfilos y bromas sardónicas que parezca, es una lúgubre meditación sobre el final del duelo por el 11 de septiembre.

6. Otra película interesante de este año: Rebobine, por favor, es un canto paradójico a la imaginación y la complicidad del espectador y me gustó bastante cuando la vi en su estreno, pero no sé por qué tiendo a olvidarla con facilidad. Y eso que las películas anteriores de Michel Gondry me entusiasmaron, desde Human Nature hasta La ciencia del sueño, pasando por mi preferida, Eternal sunshine of the spotless mind, una obra maestra por la que Charlie Kauffman, mi guionista favorito de Hollywood, mereció ganar un premio tan poco prestigioso desde un punto de vista creativo como el Oscar. En ella Gondry y Kaufman se ponían de acuerdo visual y literariamente para rendir homenaje a Alain Resnais, uno de los grandes directores franceses menos apreciados en este país a causa de su presunto formalismo estético (Coeurs, su última película estrenada, es una obra maestra de relojería, como todas las suyas, que vi hace dos años y necesito volver a ver antes de comentarla en detalle). Los parecidos entre Eternal sunshine y Je t´aime, je t´aime (1967), la única incursión literal en la ciencia-ficción del maestro de Marienbad, son tantos que casi podría hablarse con pertinencia de un remake para desmemoriados (circunstancia nada extraña en una cinta que aborda, entre otras cosas, la memoria como escenario amoroso, o, más bien, las alteraciones y perversiones de la misma por uno de los amantes con el fin de recuperar a su amor perdido). Gondry, como Chris Cunningham, que es el único que no se ha pasado todavía al cine, y Spike Jonze, el director de Being John Malkovich y Adaptation, también guionizadas por Kauffman y despreciadas por la crítica más estulta y ortodoxa, pertenecen a esa generación de artistas audiovisuales transgenéricos que atraviesan la publicidad, el videoclip (otra formato publicitario, no nos engañemos) y ahora el cine con la misma energía innovadora y radicalmente subversiva, con la diferencia de que en el cine parecerían poner en cuestión los valores estéticos a los que habrían debido subordinarse en los otros formatos en los que dieron a conocer su talento (también lo ha hecho Anton Corbijn con una estupenda película sobre Ian Curtis, el vocalista de Joy Division, titulada Control; tuve la fortuna de verla al fin no hace mucho en un vuelo de British Airways, ya que nadie se atreve a estrenarla aquí, y me conmovió y gustó más de lo esperado). Quizá por todas estas razones, y a pesar de sus cualidades visuales y narrativas, Rebobine es una obra en la que su director parecería dar un paso atrás en busca de un público virtual al que imagina ansioso por contemplar fábulas caprianas como ésta, de ideología más que dudosa, en que el poder inventivo de la máquina cinematográfica se pone al servicio de la comunidad entendida en el sentido más tradicional. Un planteamiento contradictorio con las especulaciones sobre el solipsismo sentimental o el autismo artístico esbozadas en La ciencia del sueño. Para reponerse de estas inmersiones extremas en el territorio de su ego escindido, Gondry necesita con urgencia un nuevo guión de Kaufman (y éste, dado el desastre aparente de su reciente experiencia como director, necesitaría el ojo de Gondry para visualizar sus obsesivas historias). Scorsese y Schrader saben mucho de choque de egos y podrían dedicarse a cobrar por impartir lecciones sobre cómo superar, si fuera posible, los males del egocentrismo creativo cuando llega la hora de colaborar...

7. Es muy curiosa la simetría inversa de otros dos estrenos recientes: mientras Speed Racer demuestra que para estar al día en los designios estéticos de la vanguardia comercial es necesario rebajar la edad mental del espectador hasta límites casi prenatales; el último Indiana Jones exhibe sin complejos la posibilidad de la aventura como sueño (o pesadilla) de la edad senil (en una línea ya expuesta por Spielberg en su contribución a En los límites de la realidad: la nostalgia y el anacronismo de la aventura a la antigua usanza como estimulador geriátrico). Un cine infantilizado en extremo (marcando una inquietante línea de fuga hacia lo subnormal) o un cine prematuramente avejentado (trazando una peligrosa curva declinante hacia la inercia o la petrificación del personaje y el espectador) son los dos polos entre los que se mueve, como un bucle insalvable, el blockbuster y toda la industria de Hollywood que lo produce con preferencia como máquina de hacer dinero. Los que creen que la película de Lucas/Spielberg habría mejorado con otro guión (sobre todo, proviniendo de ese fastidioso guionista llamado Frank Darabont), o que lo último de los Wachowski es un error o una metedura de pata caprichosa, se equivocan igualmente. Por lo menos éstos (no en vano los hermanos son los autores de la trilogía Matrix) intuyen y olfatean la dirección del viento (los videojuegos de última generación, la cultura japonesa del manga y el anime, etc., como recambios productivos para una narrativa agotada). Spielberg y Lucas se muestran tan perspicaces en lo comercial como desorientados en lo cultural. No hay más que recordar las debilidades flagrantes de la resurrección de la saga galáctica por parte del segundo para hacerse una idea de lo actualizadas que mantiene Lucas sus lecturas tanto de la tradición como de la modernidad. Spielberg, en cambio, parecía mostrar mejor forma y más despiertas dotes, sobre todo gracias a su reciente trilogía de ficción científica (AI, Minority Report y La guerra de los mundos, a pesar del mensaje reaccionario de esta última, le devolvían una parte del esplendor narrativo de lo setenta y comienzos de los ochenta). En el cuarto Indiana Jones, sólo el segmento del simulacro nuclear, con su clase media reducida en postizos hogares al pasivo papel de comparsa del espectáculo que planea su fulminación (una idea digna de Philip K. Dick), pone al héroe fatigado al mismo nivel de desconcierto y falta de resolución ante lo que está pasando de sus creadores (cual Bush ante una reedición de los atentados contra el WTC). El resto de la película es puro simulacro académico: aventuras simuladas, metafísica de cuarto de estar, arqueología de parque temático, ideología de museo histórico, etc. Los marcianos ya no son enemigos comunistas ni tampoco amigos interestelares de los hombres, sino entidades sobrehumanas, indiferentes a su destino histórico o al futuro cosmológico de la tierra; los comunistas son sólo eso, pobres comunistas, esto es, una pandilla de ingenuos que creen que pueden cambiar la historia sólo con invocar la tecnología necesaria; y los americanos son los destinatarios de un saber y un conocimiento milenarios que sólo les cabe atesorar inútilmente en naves de almacenamiento de las que nadie, salvo el ejército que las custodia, tiene ni tendrá noticia. Como síntoma postmoderno no está mal, como divertimento merecería un aprobado raspado, pero como cine está bajo mínimos, a pesar del derroche de medios y el éxito en taquilla. Y que conste que las dos primeras entregas me parecieron genuinas muestras de una reescritura ultratecnológica de la historia del cine (y la mentalidad) popular. Esta cuarta reitera, por desgracia, los mismos esquemas de la tercera, que ya entonces me pareció una repetición innecesaria.

8. De todos modos, la única película estrenada en 2008 que está a la altura creativa de Zodiac, Inland Empire y demás joyas de 2007 es, sin ninguna duda, There will be blood de Paul Thomas Anderson. En parte por la exhibición de talento artístico que supone para un director que siempre lo ha derrochado, a pesar de la debilidad narrativa de algunas de sus películas anteriores (en manos de cualquier otro director, incluido el Scorsese de Gangs of New York o El aviador, esta película se habría convertido en un gran relato lleno de banal (melo)dramatismo, espectacular decorativismo de época y un desenlace tan grandilocuente como inane). Pero, sobre todo, esta obra maestra anti-épica es lo que es por ofrecer una alegoría tan negra y espesa como el petróleo sobre la historia y el capitalismo americanos en el momento de su expansión definitiva y también sobre su protagonista, el hombre del capital: el hombre que hace cuerpo o funde su cuerpo con el capital (increíble, en este sentido, la encarnación del tipo por Daniel Day Lewis) y deviene el poderoso magnate que garantiza la difusión del capital, como modo de producción y como ideología de las relaciones humanas, por todo el cuerpo social. Esto convierte a la película de Anderson, como se ha dicho, en el Ciudadano Kane del siglo XXI, a pesar de todo lo que lo distancia de este modelo fílmico (que no es otra cosa que el estilo enfático y portentoso del gran Welles: la estética barroca de la planificación y el montaje, el neoexpresionismo de la fotografía y la iluminación, la teatralidad de los gestos y las interpretaciones, etc.).
Una historia bigger-than-life que pivota sobre los dos fundamentos decisivos de la historiografía americana: el dinero y la religión. Las alusiones al Kubrick de 2001 desde el primer plano, situando la acción en el árido desierto californiano o texano como una analogía de la temperatura anímica del relato y su protagonista, dan prueba de la ambición cósmica del proyecto. Y la escena final, ese gran guiñol retórico en que el capitalista omnipotente y ateo extermina al decaído representante de la fe en una bolera que es el resumen lúdico del espacio competitivo americano, es la profecía más amarga sobre la esterilidad y el agotamiento de una cultura bajo el dominio del capitalismo, una ideología fundacional en crisis y un país en tiempos de guerra. La demostración, en suma, de que el capitalismo emplea los axiomas que le son útiles para expandir su poder y prescinde de ellos en cuanto ya no los necesita. Ése es el final de la historia, en todos los sentidos de la expresión, representado por esta película terminal respecto de una tradición de contar (la del cine americano desde sus comienzos) ligada a una manera de transformar el origen mitificado de una nación en permanente justificación de los crímenes y las aberraciones del presente y el futuro (el contrapié ideológico de El nacimiento de una nación del pionero Griffith, película con la que establecería un combate ético y estético de envergadura). Un final fílmico, pues, sólo comparable al final de 2001 o El resplandor por la abrupta transmisión al espectador de un sentimiento de total desolación ante el destino humano . La hilarante culminación no de cien sino de miles de años de soledad y hastío universales.

9. Espero, con todo, que el nuevo Batman y, sobre todo, la reaparición del Joker estén a la altura de las expectativas creadas. Christopher Nolan no es tan bueno como creen algunos (basta con ver Insomnio o Batman Begins para cerciorarse de sus muchas flaquezas y langueurs), ni tan malo como creen otros (Bryan Singer, su homólogo en muchos aspectos, se llevaría la palma en este apartado escasamente honroso). El prestigio me devolvió la confianza en su limitado talento: al fin una historia sobre las relaciones entre la magia, la tecnología y la industrialización de la fantasía (uno de los aspectos ontológicos del cine) que fuera visualmente creíble. Repito: visualmente creíble, esto es, que esta idea se hiciera imagen, que las imágenes expresaran la ilusión misma de que estaban compuestas, con la que habían sido creadas, como tantas otras desde que los hermanos Lumiére, Edison y Mélies propulsaran este artilugio al pináculo del ocio moderno. Al acabar la proyección tuve la sensación de que por primera vez en una película comercial y mayoritaria había creído ver (repito: ver, esto es, captar con el sentido de la vista, absorber las ondas luminosas por la retina y transmitirlas al cerebro para su traducción a un código inteligible) un acontecimiento de envergadura mitológica: sí, había visto a la máquina cinematográfica (máquina de luz y movimiento, de cronología trucada) funcionar como una máquina del tiempo perversa y maravillosa. Sólo por esto valía la pena soportar el resto de la trama, algo redundante, por cierto, la rivalidad entre magos ambiciosos y la investigación sobre el ilusionismo cronológico (el fundamento narrativo del cine, por otra parte). Así que después de esto, han subido muchos enteros mis expectativas ante el duelo cinematográfico Batman-Joker escenificado por Nolan como un combate postexpresionista entre la luz y las tinieblas. Espero no equivocarme mucho. Aparte de esto la cartelera veraniega promete poco, por desgracia. Habrá que tirar de videoteca, o bien conformarse (es un decir) con las prodigiosas reposiciones nocturnas de series como Nip Tuck, Californication o Weeds, que suplen muy bien las carencias cinéfilas de la estación con sus excesos e invenciones.

lunes, 7 de julio de 2008

PASTILLAS ROJAS (1)


1. Revisando hace unos meses una copia de Belle de Jour que circula por algunas televisiones de pago españolas descubrí que ésta tiene el mismo problema de metraje que una copia americana con la que me había tropezado no mucho antes, y a la que achaqué, conociendo el gusto transatlántico por la tijera castradora, cortes de censura. En la famosa escena en que Séverine se somete al rigor sexual del asiático tras enseñarle éste los misterios del placer encerrados en una enigmática caja (llena con el zumbido y la furia de un seductor insecto), faltan los planos en que la asistenta de la casa muestra ante la cámara un paño manchado de sangre, revelando así un dato fundamental del diseño del personaje: su insospechada virginidad. Estando casada, y no siendo el asiático ceremonioso el primer cliente al que se entrega, podría sorprender el detalle de la manchita delatora. Pero Buñuel, con malicia característica de sus montajes, ofrece una revelación secundaria al espectador: Séverine, en los otros encuentros sexuales que ha mantenido, no ha empleado el sexo sino otras partes u órganos para proporcionar placer a sus amantes. Sólo ahora, con el carismático oriental, se puede decir que ha conocido ella misma el placer, en grado sumo y por vía convencional, al tiempo que se libraba del engorroso estigma que paralizaba su sexualidad. Desgraciadamente, para ver esa escena íntegra (desde ese comienzo revelador hasta el momento cumbre en que Catherine Deneuve, tumbada desnuda boca abajo en la cama y ostentando una de las más perversas y maliciosas sonrisas de la historia del cine, ofrece el mejor testimonio audiovisual pensable del intenso goce que le ha producido, por primera vez, el coito con el experto oriental) es necesario recurrir a la estupenda copia francesa, editada hace no más de dos años en varios packs sin subtítulos dedicados a la producción francesa de Buñuel.
2. Esto demuestra una vez más, por si quedaba alguna duda, que Francia sigue siendo la cinematografía más libre (recomiendo el Especial del Cahiers español de junio, Paisajes del cine francés contemporáneo, como documento demostrativo). En un mundo como el de la distribución y la exhibición dominado por las multinacionales americanas y sus productos monocordes, la pequeña aldea de la Galia resiste como siempre al oligopolio del imperio americano (sólo amistoso en apariencia). En París se estrena lo mejor de cada cinematografía, el festival de Cannes es el mejor festival del mundo no sólo porque lo diga la publicidad del mismo sino porque en sus diversas secciones es posible hacerse una idea de las corrientes y las películas que aparecen año tras año en cualquier lugar del mundo, y algunas de sus revistas especializadas (Cahiers du Cinema, pero también Positif, con un solo equivalente mundial, el Film Comment neoyorquino), amenazadas una y otra vez de desaparición, ofrecen el panorama más completo del cine mundial. Sí, porque aunque en España no queremos enterarnos, tan reacios a la internacionalización siempre, el cine es ahora mundial y en la dieta de cualquier consumidor cultural debería aparecer lo mismo una película china que mexicana, tailandesa, francesa o norteamericana, por supuesto. La cartelera española es de las más pobres de la Eurozona, sin llegar a los excesos de la italiana, desde luego, pero acercándose a pasos agigantados a ese ideal sostenido por Berlusconi y garantizado por las políticas continentales: en cada país sólo ha de favorecerse la parte más convencional de la industria nacional y, por descontado, el grueso de la producción americana, única garantía de que las salas de exhibición seguirán funcionando para acoger sin problemas los productos locales. Echar un vistazo hoy a las carteleras de Madrid o Barcelona, o a la relación de estrenos semanales, es un ejercicio depresivo para alguien con una libido cinematográfica medianamente saludable: dominio incontestable de la producción americana en sus cotas más bajas de creatividad y ausencia de producción europea o asiática exigente, salvo contadas excepciones. O el público español de grandes capitales se cuenta entre los menos cosmopolitas del mundo, o los distribuidores y exhibidores (a menudo los dueños de las salas son los compradores de las películas, cosa que también se percibe en las políticas de exhibición) se muestran muy celosos de que lo siga siendo, quizá con el fin de que no pueda establecer comparaciones con la medianía nacional, bastante por debajo de la producción media internacional. La gran asignatura pendiente siguen siendo, no obstante, los productos más arriesgados del cine francés (los más conformistas llegan con facilidad) y los más creativos procedentes de Asia. Varios ejemplos a vuela pluma: ¿por qué nunca se estrenan las películas de Claire Denis o Catherine Breillat, grandes realizadoras, en un país que presume de paritario en materia sexual?¿Para no ensombrecer a nuestros presuntos talentos locales de sexo femenino? ¿Por qué no se estrena el penúltimo Assayas, o por qué directores tan importantes como Jean-Claude Brisseau, Bruno Dumont, Philippe Grandrieux o Arnaud Desplechin permanecen inéditos en nuestro país? ¿Por qué no se estrenan puntualmente los filmes de realizadores asiáticos de la importancia de Tsai Ming Liang, Apichatpong Weerasethakul, Jia Zhang-ke, Takashi Miike o Kiyoshi Kurosawa, entre otros?
3. Otro apunte sobre copias defectuosas en circulación. Juegos salvajes, la estupenda película negra de John McNaughton, tuve que verla no hace mucho en el canal Cosmopolitan en una copia censurada, y eso que era en horario nocturno, cuando yo mismo la había descubierto hace una década en otra televisión nacional en una versión sin cortes que los americanos no pudieron ver hasta que, años después de su estreno en salas y salida en vídeo, no se editó la copia no censurada en su país. Es vergonzoso, por no decir algo peor, que hasta nuestras copias de películas vengan mediatizadas por los metrajes retocados de las copias americanas. La sumisión del mercado español y, por ende, del europeo, a los dictados e intereses de las majors americanas preocupa poco a nuestros políticos e inquieta mucho menos a la mayoría del público. Unos predican la constitución de un mercado único, que desde luego en lo cultural y lo cinematográfico dista mucho de existir, mientras los otros se conforman con la falsa ración de felicidad (si acaso) que los productos yanquis supuestamente les suministran a cambio de un módico precio (¿?). Nunca ha sido más difícil que hoy ver una película europea innovadora en un país que no sea el de su producción. Menos mal que Internet y el ADSL, por más que le duela a la presidenta de la academia española del cine, nos permiten a diario romper el aislamiento y la dieta anoréxica en materia de consumo cinematográfico que entre todos los responsables del negocio se han propuesto imponernos. Esto no hay quien lo pare, y es una magnífica noticia. Cuando hablemos de una película nadie tendrá que saber por qué medios hemos conseguido verla. Como prisioneros de una estrategia cultural carcelaria, la del mercado librado a su iniciativa más opresiva, menos libre, habremos conseguido hacer más tolerables las condiciones de nuestro encierro gracias a los usos imprevistos de la tecnología. Por lo menos, hasta que los poderes confabulados no se pongan de acuerdo en restringir el ancho de banda que garantiza nuestra libertad y placer.
4. He leído por ahí reproches a la última entrega de Indiana Jones fundados en la pobreza imaginativa de recurrir a los mitos alienígenas à la Von Daniken en la resolución del film. No veo nada malo en ello. Es más, la sensibilidad pulp de que da prueba ese recurso narrativo me parece la mejor forma de contener el exceso de una de las formas que más detesto en el cine: el academicismo neoclásico, o el neoclasicismo académico, según se prefiera. A Spielberg le viene muy bien ese baño de orillo descascarillado, a pesar de la cursilería con que suele revestirse después (el detalle del sombrero en la escena de la boda sólo responde al guiño de SS a su espectador preferente, la clase media mundial, recordándole, por si a base de tanta separación y tanto divorcio y tanto maltrato se le estaba olvidando que la mayor aventura imaginable es la de la vida en común, el matrimonio, la familia, etc.; menuda moraleja para mojigatos, esto es, para los que emulan a Harry Potter hasta en la vida conyugal). Por si Spielberg y Lucas se proponen realizar una quinta entrega de las insulsas correrías del profesor Jones, les propongo esta idea, perfecta para un porno conceptual dirigido sólo a los miembros adultos de la familia: el envejecido arqueólogo, en plena crisis de vigor intelectual y vital, emprende un arriesgado viaje nupcial en compañía de su recuperada esposa en busca de las ruinas bíblicas y los secretos sexuales de las devastadas "ciudades de la llanura" (Sodoma y Gomorra). Podría titularse provisionalmente Indiana Jones and the Temple of Sodom. Esta sería la ocasión idónea para que Indiana diera el tipo del aventurero íntegro de una vez, el que corre tantos riesgos en la cama (es un decir) como fuera de ella. Modelo histórico: el aventurero británico Sir Richard Burton, traductor de las Mil y Una Noches al inglés y autor de unos procaces apéndices que aún hoy soliviantarían a nuestros clérigos culturales, tan puritanos ellos.
5. Mientras la Kultura celebra a un Kafka descafeinado como santón de la tristeza individual y la morbosidad familiar (olvidando su incomparable humor y su fino olfato sexual), se sigue hablando de las versiones cinematográficas de siempre, olvidando que Haneke hizo una adaptación espléndidamente fiel de El castillo en 1996. Fiel al estilo visual del cineasta (lacónico, sobrio, contundente) y a la letra de la novela kafkiana (igualmente lacónica, sobria y contundente). Lo que, bien visto, es una heroicidad estética que no ha merecido tantos elogios como debiera, acaso porque casi nadie la ha visto (como pasa con la espléndida Medea de Lars von Trier). Echo en falta, sin embargo, que alguien haya señalado a El exorcista de William Friedkin como lo más cerca que Hollywood ha estado de adaptar La metamorfosis de Kafka sin renunciar a sus planteamientos formales o ideológicos. Las diferencias entre las dos obras acendran aún más los parecidos existentes al llamar la atención sobre la sutil lectura del original que encierran sus impactantes imágenes. La cualidad más política de la cinta procede de la idea de que la niña Regan canaliza a través de la abominable mutación de su cuerpo y la obscenidad extrema de su lenguaje todas las libertades contraculturales, licencias inmorales y transgresiones que los años sesenta y setenta implantaron en el seno puritano de la sociedad americana. El equivalente real de la posesión diabólica de Regan sería el secuestro y posterior conversión de Patty Hearst a la ideología revolucionaria y racial de sus raptores. Con lo que los esfuerzos de la madre voluntariosa y los ministros católicos por rescatarla de las garras del mal cinematográfico hallan en el contexto histórico americano una explicación pertinaz. Sólo seis años después, el triunfo electoral de Ronald Reagan demostraría que el exorcismo practicado sobre el cuerpo voluptuoso de la niña Regan (Linda Blair se encargaría de exhibirlo desnudo cada vez que tuvo ocasión en revistas o películas para que no quedaran dudas de que el diablo no se había equivocado al poseerla) era mucho más que una ficción terrorífica. Era la realización anticipada del programa político republicano sobre el corrompido cuerpo social de América.
6. Cunde en la red la necia opinión de que Almodóvar, al parecer, sentiría envidia de Woody Allen. Comienzo por proclamar mi asombro ante la idea. No sólo no sé muy bien qué podría envidiarle Almodóvar a Allen sino que me sorprende la sobrevaloración de éste en los círculos cinéfilos hispanos. ¿Cuánto hace que no veo una película de Allen que esté a la altura de lo mejor suyo? Que me gustara Match Point (la primera película de Allen en mucho tiempo que no me daba ganas de salir de la sala a la media hora de proyección, en parte también por la presencia erótica de Scarlett Johansson) no quiere decir que la encuentre a la altura de Maridos y mujeres, Delitos y faltas, o las ya clásicas (su incontestable aportación al arte cinematográfico estrechamente entendido como narración de una historia y retrato de personajes) Annie Hall, Manhattan o Zelig, que son mis favoritas de este director en baja forma desde hace una década por lo menos (a pesar de eso algunos destellos de Deconstructing Harry o Poderosa Afrodita consiguieron convencerme como signos de una vida creativa latente en el cerebro de Allen). Volver a ver Hollywood Ending o La maldición del escorpión de jade, por poner dos ejemplos recientes, basadas en ideas originales deplorables y con una pobreza visual alarmante, me confirma esta negativa impresión con creces. Así que Almodóvar, el más creativo director de cine español de la historia después de Buñuel y, como él, con envidiable proyección internacional, tendría muy poco, hoy por hoy, que envidiarle al exhausto cineasta de Brooklyn. Su operación barcelonesa, de ridículo título, sería sonrojante para él como artista si no diera también vergüenza ajena, esto es, si no debiera abochornar a los que tuvieron la genial idea de encargarle un spot publicitario de la ciudad con un reparto desajustado y un presupuesto muy ajustado dadas las circunstancias. Decididamente, no cambiaría ninguna película de Almodóvar de la última década por ninguna de Allen. Y sigue sorprendiéndome el crédito que por estas tierras aún se le concede. Como pasa con Paul Auster, por otra parte. Otro sobrevalorado nacional. Desde luego, este país no corre el riesgo de sobrevalorar a Lynch o a Cronenberg o a Godard, pongo por caso. Y eso también dice mucho del gusto preponderante.
6. Una anécdota para terminar de una vez con el tema de las copias censuradas. Me tocó ver por primera vez Instinto básico en el canal de pago del hotel Roosevelt de Nueva York en el caluroso verano de 1992 (sí, estaba en NY justo cuando se desató el escándalo por el adulterino estupro de Allen con la hijastra oriental, y me divertía mucho leyendo a diario el linchamiento mediático a que Allen fue sometido por la opinión pública americana, así que el clima cultural estaba bastante recalentado). Precedido de una fama escandalosa, lo que más me sorprendió al ver el pornothriller de Verhoeven en la habitación donde me hospedaba fue la exageración de sus detractores ante su potencial ofensivo. No había nada especial en los fotogramas de esa película que no hubiera visto una y mil veces en cualquier psychothriller de la última década. Incluso menos, mucho menos. Y me sentí estafado y decepcionado en mis expectativas. Por supuesto, me engañaba sin sospecharlo. Para ver las sulfúreas razones del escándalo (y no me refiero sólo al freudiano cruce de piernas de la bella Stone) tuve que volver a Madrid y ver de nuevo la maldita película en una sala de VO de la capital. Entonces sí que comprendí a sus feroces enemigos de la corrección política y el sentimiento de denigración del colectivo homosexual. Aunque éstos nunca comprenderían mis carcajadas al verlos así ridiculizados no por el provocativo artefacto de Verhoeven (el lesbianismo, en mi opinión, no sólo sale robustecido como tendencia sexual de las estimulantes imágenes de esta película sino que forma parte de la estrategia de burla descarada e inteligente de las expectativas del espectador masculino asociado a la virilidad rampante y ramplona del personaje de Douglas) sino por la censura vigente en su propio país. El desgarro hipócrita de sus vestiduras, por justificado que pareciera, quedaba inmediatamente neutralizado por la potente máquina de control audiovisual imperante en la sede administrativa y militar del imperio. SOB.
7. Lo mismo había pasado una década antes con Cruising, otra obra maestra de Friedkin condenada por las previews y descuartizada por la censura (Friedkin es un gran director del Nuevo Hollywood, a reivindicar a pesar de sus desniveles creativos: French Connection, El exorcista, The sorcerer, o la muy reciente Bug, una pesadilla paranoica escalofriante que sigue sin estrenarse aquí, aunque pasó por el último Sitges, bastarían para confirmar su categoría). Parafraseando las declaraciones, de hace sólo unos meses, de un programador cinematográfico neoyorquino que participó en la campaña de denuncia contra el policíaco protagonizado por un Pacino más filogay de lo que la parroquia hubiera deseado: si hubiéramos sabido que protestar con contundencia contra la representación de la homosexualidad en Cruising iba a tener como consecuencia que productos como Will & Grace serían los únicos legitimados para tratar la temática homosexual, nos habríamos metido, con mucho gusto, la lengua en el culo (sic).

sábado, 5 de julio de 2008

Pensamientos interruptos (1)


No pienso ver el nuevo Funny Games de Michael Haneke. Y no porque tenga nada en contra de este director o de su anterior versión de la historia, mucho menos del hecho de que haya decidido rehacerla fotocopiándola plano a plano, en una línea aún más atrevida que la exhibida por Gus Van Sant en su estupenda copia de Psycho. No, la razón es muy otra. No aguanto que sean las majors americanas (y sus secuaces nacionales de la distribución y la exhibición) las que, del modo más colonial imaginable, sigan decidiendo qué películas puede ver o no el público mayoritario de cualquier país. Hace una década Funny games era el plato exquisito que sólo se servía en unas pocas salas (a ser posible mal climatizadas y aún peor dotadas para la proyección) para disgusto del público habitual de las salas de VO o festivales más o menos prestigiosos. Hoy, sin cambiar una coma si exceptuamos a los actores (por lo visto en el tráiler hasta la fotografía tiene ese tono desleído y mortecino, a punto de calcinación, del original), es el McMenú que se sirve en todos los Multiplex del mundo para disgusto (profundo) de un público que no sabe ni quién es Haneke (uno de los grandes agitadores fílmicos de la conciencia europea contemporánea) ni cómo diferenciar este producto perverso de la masa de subproductos descerebrados con envoltorio psicopatológico que ha consumido hasta el hartazgo sin enterarse de sus efectos tóxicos.
No pienso verla, pero felicito a Haneke por haberse burlado del poder cinematográfico americano sin arriesgar su prestigio ni perder el aplomo intelectual. Su hazaña supera con mucho la de otros provocadores que vendieron su alma al diablo para luego recuperarla con creces en otro nivel del juego. Entre tanto, me distraeré revisando la versión original: especialmente los momentos metafílmicos, que son los que, sin duda, más nervioso pondrán al espectador medio que entre desinformado a ver la película y se encuentre con que en ella los asesinos son los dueños absolutos del mando a distancia (se mire como se mire, ésta es la gran innovación del film en cualquiera de sus versiones) y pueden interpelar al pasivo (tele)espectador y, sobre todo, rebobinar a gusto el metraje para imponer con crueldad inhumana el peor de los destinos (la abyección moral y el exterminio físico) a sus múltiples víctimas, a uno y otro lado de la pantalla.
El vídeo de Benny fue el primer paso en 1994; la primera Funny Games el segundo en 1997; y Caché, de 2005, la culminación de esta revulsiva reflexión (en el doble sentido del término) sobre la maldad social y los mecanismos tecnológicos que la controlan y alimentan: la cámara de vigilancia que explora y explota en esta magistral película las vidas de sus protagonistas con fines de denuncia política no difiere sustancialmente de la cámara con que se rueda el resto de las secuencias. Es el ojo de la conciencia pública, un ojo que se pretende intachable, en cierto modo, a pesar de su voyeurismo incuestionable y su alianza malsana con el tecno y el biopoder. ¿Puede ir Haneke aún más lejos en esta vía especular y especulativa? Dentro de la industria de Hollywood, desde luego, ha ido todo lo lejos que se podía ir (hace una década hubiera parecido impensable que una película de esta naturaleza contara con el apoyo promocional reservado a los productos mayoritarios más anodinos o inofensivos). ¿Qué pueden pensar Tarantino o Eli Roth del perverso dispositivo de esta película? Los dos Hostel, con todo, marcaban la máxima proximidad a la violencia y la crueldad extremas y al horror más pornográfico que el cine mayoritario y sus mecanismos de recepción podían soportar sin poner en riesgo la inversión económica y el dominio sobre la taquilla. Hasta ahora...
No, no pienso pasar por taquilla, precisamente, para ver esta nueva versión del infierno menos decorativo.