martes, 25 de noviembre de 2008

UN LUGAR EN EL SOL


Hoy cualquiera de nosotros, gracias a los canales por cable y las posibilidades de Internet, se ha transformado en una rata de videoteca, o, más bien, una ratatouille laboriosa, pues la mezcla de estilos y períodos, directores y películas, estéticas y antiestéticas, amenaza con convertirnos en sampleadores de cine (como hace Godard, con resultados creativos deslumbrantes, en su monumental Histoire(s) du cinéma). Nada que objetar, por otra parte, a esta actitud más que pragmática del consumidor cinematográfico contemporáneo. Mientras los canales televisivos resistan y, sobre todo, la banda ancha lo permita, a quién le importan los desmanes de los distribuidores y las inepcias de los exhibidores...

Aunque no dé cuenta de ello en el blog por falta de tiempo, en las últimas semanas me he programado un ciclo completo de Mario Bava (gracias al que he podido redescubrir maravillas neogóticas como La frusta e il corpo, Lisa e il Diavolo y Operazione Paura, o de ciencia ficción como Diabolik o Terrore nello spazio); he revisado en detalle algunas de las grandes películas de los últimos años como Last Days, de Gus Van Sant, El jefe de todo esto, de Lars von Trier, Takeshis, de Kitano, Eyes Wide Shut, de Kubrick, The Sun, de Sokurov, Platform y The World, de Jia Zhang-ke; curioseado novedades inéditas como Diary of the Dead, de Romero, Ploy, de Penek Ratanaruang, Go Go Tales, de Ferrara, o Boarding Gate, de Assayas... Y, muy especialmente, he vuelto a sobrecogerme y pasmarme con un grandioso clásico de Hollywood como Un lugar en el sol (A Place in the Sun, George Stevens, 1951), con las estrellas traumáticas Montgomery Clift y Elizabeth Taylor encabezando el reparto: ella, la versión femenina de él, y él, la versión masculina de ella, unidos para siempre para formar la más perfecta estrella andrógina fabricada por el sistema de los estudios, como dice Steve Erickson al comienzo y al final de Zeroville (2007), su imprescindible novela sobre el mundo y las vidas del cine en la era del Nuevo Hollywood.

Y me he acordado al volver a verla de Godard. Como gran analista e historiador del cine que es también a su manera, Godard dice con razón en Histoire(s) du Cinéma que si George Stevens no hubiera entrado con la cámara en algunos de los grandes mataderos humanos de la segunda guerra mundial, filmando en color el espacio abominable de los campos nazis de concentración, no hubiera podido proporcionar a las imágenes en blanco y negro de esta tragedia americana del arribista soñador y perdedor social y la bella burguesa de alma grande e igualmente bella, a pesar de su procedencia clasista, la luz difusa que requería: esa tonalidad anímica torturada, de esmalte grisáceo, con predominio alterno de la oscuridad más absoluta y una claridad manchada o sucia, donde se sumergen por última vez, como en un agua turbia, los cuerpos de los amantes abocados a su terrible destino.

Godard dice literalmente, con su voz inimitable, sobre un fondo sublime de fotogramas de Elizabeth Taylor en traje de baño durante la secuencia del lago acoplados con ingenio a imágenes religiosas de la Magdalena del Giotto: "Si Geoge Stevens no hubiera sido el primero en utilizar la película en color de dieciséis milímetros en Auschwitz y en Ravensbruck, sin duda la felicidad de Elizabeth Taylor no habría encontrado nunca un lugar en el sol".

El filósofo francés Jacques Rancière, uno de los grandes teóricos del cine contemporáneo, comentando precisamente los efectos estéticos de las técnicas de montaje de imágenes usadas por Godard en esta singular "historia del cine", ha dado un aliciente aún mayor a nuestra praxis cotidiana de pequeños archivistas del séptimo arte: "La historia es propiamente esa relación de interioridad que pone toda imagen en relación con cualquier otra, que permite estar ahí donde no se ha estado, producir todas las conexiones que no han sido producidas, volver a contar de otro modo todas las "historias"... La historia es la promesa de una omnipresencia y de una omnipotencia que son al mismo tiempo una impotencia de actuar sobre cualquier otro presente que el de su realización" (La fable cinématographique, p. 236).

Ahí es donde la felicidad del espectador, enfrentado con los ojos desnudos a la totalidad virtual de las imágenes, como Montgomery Clift y Elizabeth Taylor antes de él, podrá encontrar (o no) un lugar en el sol.

QUANTUM OF SOLACE


Yo no sé si el nuevo artefacto Bond causa, como promete su título, altas dosis de alivio, consuelo o sólo solaz (por lo visto, muy poco salaz esta vez, a pesar de la promesa publicitaria encerrada en el esbelto cuerpo de Olga Kurylenko) a la cansada masculinidad del sujeto que ha puesto su economía libidinal y sentimental al servicio de su viciosa majestad mundial (el capitalismo omnímodo y ubicuo al que representa mejor que nadie como mercancía de promoción y venta). Y no lo sé, sencillamente, porque no la he visto aún. No soy un fan de la serie en sus últimas temporadas. La reciente revisión de la sección Connery de la misma, la época fundacional que se autodestruyó como un artilugio digno de sus divertidas tramas, sí me ha convencido de la poderosa iconografía pop que eran capaces de construir estas películas en los años sesenta al tiempo que parodiaban, quizá sin pretenderlo, los estilemas ideológicos del cine de espías (la primera Casino Royale, el gran carnaval de las parodias cinematográficas, no era sino la extrapolación lógica de sus delirantes planteamientos éticos y estéticos). No creo lo mismo de las etapas siguientes, más bien previsibles. Desde el nuevo Casino Royale la serie ha vuelto a importarme bastante, y no sólo como entretenimiento de envergadura (léase: en-verga-dura). Ya tendré tiempo de explicar por qué en cuanto vea Quantum of Solace en pantalla grande, que es para lo que ha sido diseñada al milímetro.
Entre tanto, suministro a mis visitantes la estupenda crítica de Jordi Costa (el mejor crítico de cine español en ejercicio, por si no lo sabían aún) para los que no pudieron leerla el viernes pasado en las páginas de El País. Es inteligente y sabe analizar con puntería las razones de esta actualización del mito Bond a los complejos presupuestos culturales del nuevo siglo (incluidas supuestas imitaciones que superan en nervio fílmico al original). Desde luego, la imagen que ilustra esta entrada es un condensado visual de lo que dice Costa aquí abajo sobre el tránsito de una masculinidad culpable y una feminidad en proceso de liberación a través del paisaje de ruinas culturales y vitales del siglo en curso. Ahí es nada.


Vaciado de un icono

Jordi Costa

El hecho de que Ian Fleming fuese el escritor favorito de John Fitzgerald Kennedy es un dato que, tradicionalmente, se ha utilizado para ironizar acerca de los objetables gustos literarios del malogrado presidente. La información podría aportar, no obstante, una clave para entender la estructura profunda del siglo XX: James Bond como absoluta fantasía sexual de una masculinidad limpia de culpa en un contexto cultural donde el Playboy de Hugh Heffner era, más que una publicación interesante no sólo por sus artículos, toda una filosofía de vida.
En un siglo XXI en el que los mapamundis ya no se trazan con las líneas de la guerra fría y la masculinidad parece abocada a pedir disculpas, Bond resulta un elemento problemático. No deja de resultar curioso que la refundación del mito (y su franquicia) emprendida con
Casino Royale (2006) recurriese a las fuentes literarias del personaje para descubrir que en el origen había material para reivindicar a James Bond como mito trágico. El agente 007 asumía, así, el nuevo rostro de Daniel Craig y volvía a nacer como alma herida.
La elección de un director tan poco bondiano como Marc Foster para prolongar ese discurso hacía temer lo peor -un Bond sobreexplicado, un poco a la manera del
Batman de Christopher Nolan-, pero Quantum of solace no tarda en desarticular estos prejuicios: es una película sorprendentemente concisa en sus frenéticos 106 minutos de metraje, que funcionan como constante encadenado de secuencias de acción en parajes que reformulan el atractivo turístico en pesadilla de supervivencia y venganza unidireccional.
Hay muchas cosas significativas en
Quantum of solace: por ejemplo, que el único escarceo amoroso de Bond implique a una figura muy secundaria -y no a la muy publicitada chica bond de turno: Olga Kurylenko-, que saldrá de escena a través de un muy esquinado homenaje a una poderosa imagen de James Bond contra Goldfinger (1964). Curiosa manera de decir que las señas de identidad que siempre definieron al personaje ahora funcionan sólo como inercia o eco del pasado. La silueta de Bond atraviesa un desierto en los créditos iniciales: las dunas acaban fundiéndose con los contornos de siluetas femeninas en una acaso involuntaria condensación del espíritu de Quantum of solace, donde un Bond desertizado sueña con un espejismo hedonista que ya no es posible.
Como todo mito más grande que la vida, James Bond quizás canalizó los complejos de inferioridad y los sueños de poder del hombre común del siglo XX. Ahora, es el propio 007 quien se revela víctima de su propio complejo. Aquí resulta palpable algo que ya se sugería en
Casino Royale: que la renovación de la franquicia surge a la sombra del éxito de Jason Bourne, ese héroe sin identidad que quizás defina la esencia del héroe de acción del nuevo milenio.




miércoles, 19 de noviembre de 2008

NO HAY NADIE AHÍ: Jesús Franco, Bob Dylan y Gaspard Noé


Dos comentarios circunstanciales y un triple regalo audiovisual al final del post.

-La Academia del Cine ha reconocido por fin a Jesús Franco otorgándole el Goya honorífico que tanto merecía. Habrá hecho muchas películas malas, habrá engañado a muchos productores y colaboradores con sus estrategias de supervivencia en una industria tan mezquina como la cinematográfica, pero nadie con dos dedos de luces le podría negar a una filmografía prolífica y estrambótica como la suya, por deficitaria que pueda parecer en ciertos aspectos en comparación con otras, el reconocimiento debido. Como celebración del académico premio, cuelgo más abajo un clip impagable (lleva segundas y terceras intenciones, no todas privadas) sobre una de sus mejores películas, Vampyros Lesbos. Enhorabuena, tío Jess. Ya era hora.
(He tenido la fortuna de ver no hace mucho el curioso El conde Drácula de Franco junto con el admirable Cuadecuc-Vampir de Pere Portabella y puedo afirmar que se trata de uno de los dípticos cinematográficos más originales de la historia del cine. Deberían exhibirse conjuntamente como la versión narrativa (algo negligente y fallida) y la versión experimental (de estética más centroeuropea que neoyorquina, todo sea dicho) de la misma historia inmortal: el Drácula de Stoker. Ya hubiera querido Terence Fisher, a pesar de que sus Dráculas baten sin problemas a la versión de Franco en cualquier terreno, contar con una radiografía espectral (ver foto más arriba) de tanta calidad como la de Portabella.)


-Otra prueba más de la incoherencia o el anacronismo en que duerme su siesta particular la cultura institucional española se cifra en este dato: en el país que concedió a Bob Dylan el Premio Príncipe de Asturias permanece sin estrenarse, más de un año después de su estreno americano, la más creativa biografía de su figura que quepa imaginar (aprobada por él, por cierto, a pesar de la turbulenta imagen de su personalidad que la película transmite). Me refiero a I´m not there, de Todd Haynes. Es una vergüenza para los sistemas de distribución y exhibición de este país que, mientras cualquier bodrio americano se estrena puntualmente, siga privándose al público español de la oportunidad de ver por medios normales (?) una película maravillosa como ésta, cuando todos los demás países de la eurozona ya la han disfrutado en salas. En homenaje a esta obra maestra inédita cuelgo más abajo un clip con Bob Dylan cantando la programática canción que le da título.


-Y de propina para suscriptores al blog un tercer clip magnífico: la alianza de la industria del porno francés (!) y el talento cinematográfico de Gaspard Noé (Seul contre tous, Irreversible) reunidos para hacer el videoclip de la versión francesa (Protége moi) de otra canción maravillosa, Protect me from what I want, del grupo Placebo. No tiene desperdicio. Sobre todo si consideramos la originalidad de la puesta en escena: la música sólo la oye a través de unos auriculares la sexy chica que focaliza los insinuantes movimientos de la cámara; un modo como otro cualquiera de sugerir que la orgía en que participa como invitada es fruto de las sensaciones provocadas por la estimulante canción. La magia de los dispositivos fílmicos, sobre la que no me canso de insistir. Y la magia contagiosa del cine del cuerpo: el dispositivo de la cámara al servicio del espectáculo de la carnalidad y la puesta en escena de los escenarios mentales de la carnalidad...









miércoles, 12 de noviembre de 2008

ACECHANDO LA OSCURIDAD: El ilusionismo neobarroco de Peter Greenaway



Hace unos meses escribía yo en este mismo blog este comentario:

El cine de Peter Greenaway sigue siendo, con todos sus desniveles creativos, uno de los representantes máximos de este cine del cuerpo. Al menos desde El contrato del dibujante y ZOO (una de las grandes obras de esta corriente artística en cualquier formato) hasta La ronda de noche, recién estrenada, sin olvidar El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante, El niño de Mâcon o The Pillow Book. Lo singular de su caso es que el cine del cuerpo se cruza con el cine del artificio. El resultado es tan barroco o neobarroco como cabía esperar, pero la intersección de la materialidad del cuerpo, en todas sus variantes y estados, y la seducción de la forma, con todos sus recursos y estilos, produce uno de esos agenciamientos estéticos que actúan creativamente en ambos sentidos: carnalizando el dispositivo cinematográfico hasta extremos impensables y espectacularizando la presencia de la carne en las imágenes (ya decía Shaviro, analizando precisamente el fascinante cine de Warhol, que "el artificio del simulacro y la inautenticidad son medios de afirmar la vida del cuerpo"). Y enuncio este juicio estético en contra del discurso negligente de algunos críticos de estirpe neorrealista que se pasman con un pequeño film-vídeo de Kiarostami (Ten) porque una iraní se quita el velo ante otra en el interior de un coche, como si fuera la máxima transgresión imaginable para la mentalidad occidental, y, sin embargo, permanecen indiferentes cuando la que se quita el velo, desnuda sus partes más ocultas y fornica con total promiscuidad, como sucede una y otra vez en el cine nietzscheano de Greenaway, es toda una cultura (grecolatina y judeocristiana) y los valores sagrados o degradados, según el punto de vista, que la sustentan. Ésa es toda la diferencia de Greenaway como creador de imágenes con cualquier otro cineasta actual…

Después de ver en pantalla grande, por fin, Nightwatching (La ronda nocturna) no tengo más remedio que reafirmarme en mis planteamientos y tratar de refutar a la vez a todos los que han intentado desacreditar a su director y negarse a reconocer la inmensa valía estética de una película como ésta, casi desdeñada por el sector más sectario de la crítica española e internacional, como si no fuera una de las propuestas más fascinantes y refinadas que nos ha hecho el cine reciente.

Trataré, no obstante, de desglosar una a una todas las ideas que me ha suscitado La ronda nocturna:

1. ILUSIONISMO

Existe en el mundo del cine un prejuicio arraigado en contra del ilusionismo cinematográfico. Tomando en consideración la necia escisión entre una corriente-Lumiére y una corriente-Méliès en la historia del cine, parecería que la primera facción (documental, realista, fotográfica, etc.) se hubiera apoderado del gusto y los discursos críticos más exigentes y especializados, así como de las creaciones más arriesgadas según su opinión, mientras la segunda, dado el regusto popular en las fantasías y supercherías, los espectáculos aparatosos y los trucos de barraca, habría sido relegada al cine industrial de Hollywood. De ese modo, para algunos críticos especializados la defensa del cine de Kiarostami o Hou Hsiao Hsien no es contradictoria con la aprobación del cine de Tim Burton o David Lynch. Hasta ahí, nada nuevo.
El problema comienza con la aparición de algunos grandes ilusionistas que practican lar artes mágicas de la luz y la alquimia de las imágenes desde planteamientos no sólo minoritarios sino contrarios a toda postulación (neo)realista. Demostrando, en suma, la imposibilidad de que donde haya una cámara pueda surgir una representación fidedigna de la realidad, es decir, refutando la ontología discursiva de un teórico católico como André Bazin, que muchos de sus discípulos repiten como si fuera un credo o un catecismo religioso, bendiciendo a los ortodoxos y castigando y persiguiendo a los heterodoxos de tal dogma cinematográfico. El mandamiento primero de esta doctrina reza que la cámara y la realidad establecen una relación calcada del Noli me tangere evangélico.
No es sólo que estos cineastas eleven la artificialidad del dispositivo fílmico a la más alta potencia de lo falso, como querían Nietzsche y Deleuze, en una línea encumbrada por el cine de Orson Welles y Federico Fellini, sino que su cine funda toda su fuerza en el reconocimiento de la condición artificial de toda imagen construida a partir de las posibilidades de la tecnología. Con todas sus diferencias, los cineastas adscritos a esta estética serían Serguei Paradjanov, Carmelo Bene, Alexander Sokurov, Alain Robbe-Grillet, Werner Schroeter, Daniel Schmidt, Hans Jurgen Syberberg, Manoel de Oliveira, Raoul Ruiz, Guy Maddin o Peter Greenaway, entre los más importantes. Todos ellos profesan la provocativa creencia de que el artificio del cine debe ser mostrado al desnudo (mediante trucos y artilugios que redupliquen su presencia activa y participación en la creación de imágenes que el espectador consumirá sin inocencia) y no encubierto como un secreto vergonzoso, según es costumbre en la mayoría del cine, tanto popular como minoritario (la excepción de Kiarostami en algunas de sus películas muestra que la modernidad neorrealista puede incorporar el aparato sin cuestionar los presupuestos que fundamentan su creencia inocente en la consistencia de lo que hemos dado en llamar realidad).

En el fondo, el problema es el barroco, el viejo rechazo a la estética barroca, del que Greenaway, precisamente, es uno de los más eminentes representantes de toda la historia.

2. EL MUNDO ES UN ESCENARIO

De hecho, lo que más me ha sorprendido de La ronda nocturna es reencontrarme con el Greenaway de siempre, sin duda, pero también con las innumerables innovaciones y novedades respecto de su anterior manera de narrar en imágenes.
La película es muchas cosas en una y todas excitantes y originales: una lección de historia (el siglo XVII); una lección de sociología del arte (la producción artística como conjunción de fuerzas sociales, el talento y el dinero, la arrogancia y la clase social, el interés y el sexo, etc.) tanto como de historia del arte (biografía parcial de Rembrandt y fabulación sobre la creación de uno de sus lienzos canónicos); una lección política y hasta micropolítica (con el poder de las instituciones y el género como objetivos de su análisis más bien pesimista de la vida social); y, como no podía ser de otro modo, una lección estética sobre el modo de producción cinematográfico y, en particular, sobre el cine de su director.
Una lección impresionante sobre los procesos de construcción de una imagen o un cuadro como no había vuelto a ver explorados en cine, con tanto rigor analítico como belleza plástica, desde La hipótesis del cuadro robado de Ruiz, El contrato del dibujante, del propio Greenaway, y Passion de Godard (con la que esta cinta guarda muchos puntos de contacto, por cierto, comenzando por la tentativa de escenificación cinematográfica, a la manera de los tableaux-vivants iniciada con éxito por el citado film de Ruiz, del célebre cuadro de Rembrandt). Esa lección se focaliza, ante todo, en la poderosa metáfora de la ceguera como triunfo de la oscuridad y, sobre todo, en el ojo enigmático que preside la representación del cuadro.

3. EUROCINE

La ronda nocturna constituye una reflexión alegórica, por si fuera poco, sobre el estado del cine europeo. La desconcertante abundancia, en los títulos iniciales de la película, de carátulas de fundaciones e instituciones públicas europeas (Polonia, Alemania, Francia, Holanda, Reino Unido) y no europeas (Canadá) muestra los problemas de financiación que aquejan a una película de estas características que aborda cuestiones esenciales de la identidad cultural europea. Por desgracia o por fortuna, la cultura primordial europea es arqueológica, estratificada en niveles históricos hasta extremos impensables, y La ronda nocturna es, como no podía ser menos, una arqueología audiovisual del período barroco, el contexto sociocultural de Rembrandt.
Hablando hace años de Prospero´s Books y del espléndido cortometraje en vídeo M is for Man, Music and Mozart, acuñé la idea de que Greenaway era el artista que había logrado poner en hora la tecnocultura europea, es decir, la conjunción de alta cultura canónica (pintura, literatura, escultura, arquitectura, etc.) y la más avanzada tecnología disponible, fundiendo la textualidad de Shakespeare, la visualidad pictórica de Caravaggio, Giorgione, Tintoretto, Tiziano o Velázquez, o escultórica y arquitectónica de Bernini y Borromini, y una sensibilidad postmoderna para los dilemas de la representación histórica, con el vídeo de alta definición digital entonces aún sometido a un proceso de experimentación.
Esta nueva película confirma más de una década y media después aquella temprana reflexión y la enriquece con nuevos datos: ya no es necesario el componente tecnológico experimental para producir un prodigioso artefacto audiovisual como éste donde la más alta tecnología se casa con las complejidades de la historia cultural y la espectacular belleza de su puesta en escena. La estética pictórica de Rembrandt es empleada por Greenaway para representar su tiempo en todas sus facetas y aspectos con una fidelidad tenebrista que debería avergonzar a todos los fabricantes de las películas de época que la industria nos asesta anualmente. Una fidelidad cuya autoridad emana de las propias pinturas de Rembrandt y no de una forzada reconstitución histórica. No cabe imaginar imágenes más perfectas, construidas con mayor cuidado de la luz, los tonos y colores, los contrastres, la oscuridad y las figuras, y los múltiples planos de cada escena, a semejanza de las de Rembrandt. La luz y la oscuridad, como potentes emisores de signos dramáticos: la inocencia y la maldad, la vida y la muerte, la sensualidad y la corrupción, la abundancia y la pobreza, la visión y la ceguera, la crueldad y la bondad, etc.

4. AUTOBIOGRAFÍA IMAGINARIA

He sentido en esta película que Greenaway dejaba ver más aspectos de su personalidad y de su vida que en ninguna otra de sus anteriores películas. Y no sólo como artista. Las vicisitudes sexuales, afectivas o sentimentales de la vida conyugal aparecen retratadas con una vivacidad y crudeza que no recordaba haber visto antes en una película de Greenaway. En este sentido, sus propias experiencias traumáticas han nutrido de un bagaje palpitante una biografía íntima que, en caso contrario, podría haber pecado de frigidez académica o asepsia esteticista. Todo lo contrario. Para mi sorpresa, Greenaway dota a su película de una riqueza emotiva y de una obscenidad verbal, a tono con el estilo de la época y el personaje, que resplandece aún más como complemento del despliegue espectacular de las imágenes. Y es que se atreve a afrontar cuestiones cotidianas sobre la convivencia marital y las relaciones sexuales con mucha menos inhibición formal, como si su enérgica condición de sexagenario en funciones lo habilitara para mirar sin falsas ilusiones unas situaciones existenciales tan descarnadas.

5. ESCRITURA

El guión de La ronda nocturna es extraordinario, no sólo la construcción narrativa que articula la trama, con todas sus digresiones, sino la riqueza y el ingenio de sus diálogos repletos de paradojas, silogismos, ironías, etc. de una riqueza digna del teatro isabelino o jacobeo. En una primera visión no puedo analizar todo el sustrato de conceptos que los diálogos incluyen, pero no me cabe duda de que supera en esto a otras películas suyas, con lo que no resulta arriesgado concluir que tanto por el logro de la trama como por la viveza retórica de los intercambios verbales (incluyendo las maravillosas secuencias en que Rembrandt mirando frontalmente a la cámara narra a los espectadores el modo en que conoció a cada una de sus mujeres) se trata de una de las películas más inteligentes de la década.
Sobre todo si uno hace balance de sus planteamientos: la condición patibularia y criminal de los poderosos, la violencia y la injusticia implicadas en el orden social, especialmente contra las mujeres, el horror del tiempo histórico cifrado en la enfermedad y la mortalidad, la arrogancia, vileza, hipocresía y fatuidad de las clases urbanas privilegiadas, también su vulgaridad y mal gusto, los valores canallescos del ejército y la milicia encargados de preservar el orden establecido, el filisteísmo burgués, el despotismo comercial, etc.
No es extraño, por tanto, que La ronda de noche (el cuadro) sea considerado por uno de los personajes como una sátira del orden social holandés de su siglo donde Rembrandt vendía su talento al mejor postor. Del mismo modo, La ronda nocturna (el film) es una sátira alegórica de la Europa contemporánea en la que Greenaway sobrevive como artista multimedia. Si fuera una novela, como lo fue Rosa (luego convertida en ópera), la calidad de su escritura estaría emparentada con las Vidas imaginarias de Marcel Schwob, o las metaficciones de John Barth, Carlos Fuentes, Thomas Pynchon y Peter Ackroyd.

6. MASA CRÍTICA

Irrita, por todo esto, ver a un crítico respetable para mí como Ángel Quintana arremeter desde las páginas del Cahiers español (número de mayo) en contra de esta película y de este director con razones tan insustanciales como arbitrarias, más conducidas por el turbio deseo de ajustarle las cuentas a Greenaway que por el esfuerzo exigible de pensar algo riguroso sobre todo ello. Pues no cabe duda de que esta película induce a reflexionar sobre el cine y el arte (la estética de uno y otro medio, la tecnología, el papel del público incluso), pero de un crítico de estirpe rosselliniana, que hace dos años defendió la validez de una propuesta tan afín como La dalia negra de Brian De Palma, sorprende bastante la negativa a pensar y a considerar las implicaciones de sus críticas, a veces ofensivas, contra este admirable director .

Los cargos contra Greenaway son los de siempre: maximalismo barroco, conceptualismo estético, formalismo artístico supuestamente pasado de moda, complejidad jeroglífica de sus referencias y alusiones, etcétera, etcétera. No sólo es más que discutible que el minimalismo sea la única opción estética válida de nuestro tiempo (no sé dónde funda el buen crítico tan falsa afirmación), cuando está demostrado que es la socorrida ortodoxia a la que se aferran todos los mediocres para encubrir su incompetencia y falta de talento, sino que el exceso, la exuberancia, el lujo y la obscenidad visuales, el barroco o neobarroco, en suma, que su empeño crítico trata de proscribir con fingida contundencia, es una opción tan legítima como la otra en este tiempo mutante, precisamente, siempre y cuando, por supuesto, venga apoyada por el trabajo creativo de un verdadero talento, como es el caso.

De todos modos, la modestia que todo crítico debería tener ante cualquier creador, por mucho que discrepe de sus planteamientos, debería haberle impedido a Quintana incurrir en la vulgaridad de descalificar a Greenaway comparándolo con alguien de tan poca relevancia como el pobre Rick Wakeman (sic). Por favor, señor Quintana, un poco de respeto y de honestidad profesional: no hay tantos directores en ejercicio que puedan presumir de haber aportado a la historia del cine películas tan estimulantes e innovadoras, en técnica y en contenido, como El contrato del dibujante, Zoo, El vientre de un arquitecto, Drowning by Numbers, El cocinero, el ladrón su mujer y su amante, Prospero´s Books, El niño de Macon, The Pillow Book y ahora esta Nightwatching, que nos hace olvidar el bajón parcial de Ocho mujeres y media y, sobre todo, la malograda saga de Tulse Luper.
7. MEGACINE
Si hay algo que ha quedado claro en la carrera de Peter Greenaway ha sido su capacidad para trazar al mismo tiempo varias trayectorias que, de un modo u otro, acababan convergiendo. Teatro, ópera, instalaciones, exposiciones en museos e intervenciones sobre espacios públicos, pintura, literatura, vídeo, danza, VJ, y, sobre todo, cine. Le guste o no a algunos críticos de estética pacata y conceptos mínimos (neorrománticos, neorrealistas o neoclásicos, ésta es la catadura de sus mayores enemigos), el mito estético que alimenta el cine de Greenaway es la obra de arte total (la Gesamtkunstwerk wagneriana), pero adaptado a nuestro tiempo terminal: un cine postcinematográfico para un tiempo postdemocrático, posthumanista y posthistórico, de grandes mutaciones en la cultura, la vida y la sociedad, mediatizadas por la irrupción de la tecnología digital y la conversión del pasado en una galería de espectáculos más o menos atractivos.
En este sentido, el pesimismo radical de Greenaway se emparienta con el de Rembrandt, pues ambos son artistas a los que una parte importante del público ha vuelto la espalda en vida por razones injustificables desde cualquier punto de vista, excepto si aceptamos el conformismo, la autocomplacencia o la ignorancia como causas suficientes. De modo que la carrera cinematográfica de Greenaway está seriamente amenazada, sin necesidad de que críticos oportunistas o filisteos, o ambos a la vez, vengan a sentenciar su defunción artística. Si hay un motivo de alegría se encuentra en el milagro narrativo y visual que constituye La ronda nocturna. Una de las más serias interrogaciones que conozco sobre los límites artísticos del medio cinematográfico y una de las más paradójicas celebraciones del poder subversivo del dispositivo fílmico sobre la cultura (alta o baja) de la que se nutre para poner en escena sus falsedades morales y fraudulentas mitologías.
Algún día este cuadro memorable y esta película igualmente memorable ocuparán el mismo lugar en el mismo museo, real o virtual. El cine de Greenaway es el primero en haber abolido esta falsa diferencia de un modo altamente creativo.
8. MUTILACIONES Y CENSURA
Es lamentable comprobar, por lo que se puede ver en este trailer de la película, que las labores de postproducción o las mediocres imposiciones de los productores, o razones de censura o autocensura incomprensibles, han llevado a mutilar en la versión final escenas que exploraban más en detalle las relaciones eróticas de Rembrandt (Martin Freeman).
Esta nefasta decisión afecta, sobre todo, a la secuencia en que Rembrandt consuma su relación con Ispidie (Aleksandra Lemba), la africana escultural que le “regalan” dos de los personajes más viles a cambio de aparecer favorecidos y en mejor posición en el cuadro de referencia (la razón de esta censura puede estar en la incorrección política de la situación). Y también a los planos finales de la secuencia en que Rembrandt relata la seducción de Geertje (Jodhi May), donde la segunda mujer de Rembrandt reviste su carnosa desnudez, a instancias del pintor libertino, con un abrigo de pieles, aludiendo al famoso cuadro Elena Fourment envuelta en pieles de su contemporáneo y rival Rubens. Mientras juega con el abrigo para complacer a Rembrandt, Geertje acaba ciñendo su cabeza con un provocativo sombrero y exhibiendo al desnudo las exuberantes nalgas, para rematar su ascendiente sexual sobre Rembrandt y, de paso, sobre el espectador afligido por el corte censor.

Y todas estas cesuras, desgraciadamente, en una película como Nightwatching que es una de las más eróticas y carnales del cine de su autor y, por tanto, del cine reciente (y no sólo por la poderosa sensualidad de los cuerpos desnudos de Jodhi May o Emily Holmes, que interpreta maravillosamente a Hendrickje, la tercera mujer de Rembrandt).

Otra pérdida que, con toda probabilidad, el DVD no nos permitirá reparar.

martes, 4 de noviembre de 2008

AMÉRICA SUBPRIME (4): «El futuro será mejor mañana»



En Estados Unidos cualquier ciudadano es sometido a un escrutinio tecnológico y una fiscalización estatal de tal categoría que puede llegar el momento en que sus movimientos individuales se vean paralizados no sólo por sus errores financieros sino por un exceso de seguridad. Sobre este aspecto que convierte la vida cotidiana americana en una fantasía paranoica realizada se han producido múltiples especulaciones en diversos formatos, pero una película reciente como La conspiración del pánico (Eagle Eye) eleva el motivo a la máxima potencia para producir una imagen totalitaria del sistema.

Lo que está en cuestión en este thriller high-tech firmado por DJ Caruso no es, precisamente, el delirio de hipervigilancia electrónica que se inscribe en el decurso de sus imágenes como un espectáculo suplementario. La sospecha de que cada uno de nuestros actos está siendo monitorizado a fin de controlarnos con más precisión es el señuelo narrativo con que el espectador se ve atrapado en la trama lo mismo que sus personajes. Lo fascinante de esta conspiración que amenaza con hundir el sistema es que la ejecuta la inteligencia artificial de seductora voz femenina y acrónimo musical (ARIA) que gestiona toda la información y las operaciones de vigilancia y control antiterrorista del territorio mundial al servicio de la Casa Blanca y el Pentágono.

Tan turbulenta se ha vuelto la situación americana que resulta verosímil la puesta en imágenes de una maquinación radical como ésta, donde un ordenador omnipotente se rebela contra el poder tecnológico-militar que lo creó usando la energía y la astucia de ciudadanos corrientes que hasta ese momento dormían el plácido sueño americano sin inquietarse por lo que estaba pasando en su entorno.

Una de las razones por las que el público americano le ha dado un gran respaldo en taquilla es consecuencia directa de esta ambigüedad constitutiva: de un lado, fuerza la identificación del espectador con ciudadanos que se comportan, a instancias de los designios vengativos de la máquina, como peligrosos terroristas domésticos; mientras de otro le obliga a distanciarse de los propósitos de justicia de la máquina al actuar contra el gobierno y los militares, a pesar de que la decisión humana de ejecutar una misión, entre muchas otras, con alto riesgo de causar víctimas inocentes le parezca al espectador tan repugnante como al superordenador conspirativo. Este bucle ideológico, escenificado con la trepidante fórmula de un videojuego, da una idea de la confusión reinante en la mentalidad americana.

Es una lástima, sin embargo, que la muerte del (anti)héroe de la película (Shia Labeouf) no venga a sancionar esta ambigüedad con un gesto de sacrificio que hubiera dado algo más de autenticidad a su discurso. La salvación injustificable del mismo es un intento fallido de cerrar en falso la profunda ambivalencia de la trama. Su muerte obligaría a tomar más en serio el propósito inicial de la conspiración y la manipulación total de que son objeto los protagonistas como ciudadanos vulnerables y, por tanto, exigiría enfrentarse a la paradoja de que unas autoridades desaprensivas e incompetentes sean preferibles, a pesar de todo, a una máquina que amenaza con poseer el control total sobre nuestras vidas.

Resulta irónico, finalmente, que el juicio infalible de la inteligencia cibernética sobre las acciones criminales del poder vigente quede en entredicho por su misma inhumanidad. Con lo que este blockbuster producido por Spielberg, al mismo tiempo que analiza el presente con alarmante ojo crítico, arroja una mirada también inquietante al futuro. Como lo haría un cerebro electrónico*.


*La memorable expresión "El futuro será mejor mañana" corresponde esta vez a Dan Quayle, ex vicepresidente americano, que, según Zizek mantendría con George W. Bush un pulso dialéctico por pronunciar la frase aún más estúpida dentro del estilo de discurso político bautizado por el filósofo esloveno como bushism, una perversa variante de la tautología y el pleonasmo con un sentencioso deje de idiocia. El enunciado de Quayle vendría a significar algo así: “en un futuro próximo, que puede ser lo mismo mañana que pasado mañana, el mismo futuro, nuestro futuro como nación tanto como nuestro futuro individual, nos parecerá sin duda mejor”. Con lo que el pesimismo implícito en la constatación de un mal momento histórico es conjurado con un acto de fe en una mejoría de las previsiones sobre el porvenir.

lunes, 3 de noviembre de 2008

AMÉRICA SUBPRIME (3): Un designio oscuro


Es tradicional que Hollywood complique con productos ambiguos la existencia mental del espectador en momentos delicados como éstos. El caso más flagrante es El caballero oscuro (The Dark Knight), de Christopher Nolan, el gran éxito comercial de la temporada y, quizá, la gran apología del estado de cosas. La esquizofrenia estética de su discurso estriba en la posibilidad de difundir los valores morales de Batman (el bien institucionalizado) usando los turbios manejos, piruetas retóricas y tretas criminales del Joker.
El caballeresco Bruce Wayne/Batman (Christian Bale) representa la imagen competitiva del ejecutivo capitalista de día y concienzudo vigilante nocturno. Un ciborg corporativo tan avezado en navegar los flujos financieros como en explorar las potencialidades de la tecnología de última generación para sus propios fines. La alianza de este superhéroe tecnócrata con las instituciones locales (la policía, el fiscal, etc.) es paradigmática del funcionamiento del poder americano actual: legitimación de la tortura, manipulación legal, corrupción policial y otras actividades inconfesables, realizadas al margen de la ley, con las que los agentes del bien deben cargar, como una maldición, a fin de no turbar el sueño democrático de los contribuyentes.
En este escenario, el Joker (Heath Ledger) pasa a ser el terrorista vaciado de cualquier ideología que explique sus malignas acciones. Un malo en estado puro, travieso y anarquista, enamorado del caos y el crimen, un gamberro psicópata infiltrado en el sistema para perturbar su eficiencia y conquistar protagonismo mediático, pero sin un proyecto alternativo de transformación social. Este nihilista del terror es sólo el reverso tenebroso de la sociedad del espectáculo: el que se toma al pie de la letra la invitación a la idiotez, el descerebramiento lúdico y la destrucción implícita en el funcionamiento de la máquina del capitalismo.
Y ésta es la jugada ideológica más alambicada de la película: el terrorista concebido como gran artista de la diversión patológica, contorsionista de la mueca y la risa demoníaca, es la figura que el sistema necesita fingir que reprime por todos los medios para poder funcionar sin trabas, el manipulador cuyo discurso de gratuidad y gratificación infinitas ha de ser refutado por los modélicos héroes con sus acciones, aunque sea pasando al lado oscuro de la ley y el orden, mientras la película, como el capitalismo, le debe todo su poder de seducción.

sábado, 1 de noviembre de 2008

AMÉRICA SUBPRIME (2): Hacia el Oeste el avance del Imperio continúa



1. El alma del capitalismo

Uno de los acontecimientos cinematográficos del año ha sido, sin duda, Pozos de ambición (There Will Be Blood) de P. T. Anderson. Esta obra maestra anti-épica lo es, principalmente, por ofrecer una alegoría tan negra y espesa como el petróleo sobre el capitalismo americano y su representante eximio, el magnate o potentado (interpretado por Daniel Day Lewis con una sequedad casi mineral) que funde su cuerpo con el capital y administra su expansión por todo el cuerpo social. Una narración desmitificadora que pivota sobre los dos fundamentos de la historiografía americana: el dinero y la religión.
La escena final, ese gran guiñol retórico en que el capitalista omnipotente y ateo extermina al decaído representante de la fe (Paul Dano) en una bolera que es la metáfora del espacio competitivo americano, constituye la profecía más amarga sobre la esterilidad de una cultura, un ideario fundacional y un país agotado. Ése es el final de la historia, en todos los sentidos, también de una dominante tradición narrativa y de una manera de convertir el origen mitificado de una nación en permanente justificación de los crímenes y aberraciones del presente y el futuro (el contrapié estético y moral de El nacimiento de una nación del pionero Griffith, con el que establece un agon político).

2. ¿Un país para jóvenes?

No obstante, han sido los hermanos Coen quienes han expuesto en sus dos últimas películas los comentarios más cínicos y terribles sobre la situación de la América neocon de Bush.
En No es país para viejos (No Country for old Men, basada en la novela homónima de Cormac McCarthy) fijaban una imagen demoledora del antiguo orden moral enfrentado a su negación absoluta: el inclasificable psicópata Anton Chigurh (Javier Bardem), el ángel exterminador de la novela, un asesino implacable que parece salido directamente del infierno o, en su defecto, de una pesadilla puritana, o de una danza de la muerte medieval. El “profeta viviente de la destrucción” como lo califica su antagonista en la novela y en la película, el sheriff Bell (Tommy Lee Jones), un apesadumbrado agente del bien que se comporta como un inútil en el combate contra el mal, y es finalmente derrotado por éste, aunque la derrota sólo suponga retirarse de la profesión y salvar así el pellejo, no habiendo podido frenar la matanza en curso.
Ya desde el título de la película, los Coen se atrevían a formular una sentencia inapelable contra McCain y su trasnochada mitología de veterano de todas las guerras contra el mal, como el sheriff Bell, corrigiendo con altas dosis de inteligencia coyuntural y soterrada irrisión de valores convencionales, marca de la casa desde sus comienzos, la ideología algo reaccionaria del original (una suerte de resignación fatídica ante la degradación del mundo, de pesimismo desengañado sobre la condición humana, de cansancio metafísico ante la naturaleza maligna del universo).

En cambio, en Quemar después de leer (Burn after reading), una sátira corrosiva de la América contemporánea a pesar de su intencionada levedad, han acertado plenamente al mostrar esquemas análogos a la crisis circundante. Unas vidas subprime se transforman en motivo serio de especulación, arrastradas en una espiral incontrolable de maquinaciones y malentendidos a múltiples bandas, como una partida de billar americano, para terminar desplomándose, como los mercados, en la insignificancia de la que nunca deberían haber salido.
Y todo ello observado desde la perspectiva irónica de un satélite de telecomunicaciones: un objetivo extraterrestre digno de Google Earth que va acotando el perímetro de una zona erógena del imperio (el eje geopolítico y estratégico Virginia-Washington) donde se desarrolla la trama calculada hasta el absurdo y la estupidez. El mecanismo frenético de la película, visto así, es una parodia del mecanismo financiero que ha supuesto el colapso a gran escala de los mercados mundiales, pero también el desbarajuste de las agencias de inteligencia e información, con las secuelas conspirativas del 11-S y el desastre de la invasión iraquí (del que Redacted de Brian De Palma, por cierto, ya había dado un testimonio escalofriante y escandaloso que los americanos se negaron a ver en masa).
No hay, por tanto, mejor noticia para el mundo del cine que este encumbramiento en el medio (confirmado por el impresionante plantel de talentos interpretativos que ha sabido integrar su última película como engranajes de una orfebrería mecánica impecable) de los magníficos artífices de Sangre fácil (Blood Simple), Arizona Baby, Miller´s Crossing (Muerte entre las flores), Barton Fink, The Hudsucker Proxy (El gran salto), Fargo o El gran Lebowski, por citar sólo sus cumbres y, como esta última, la cumbre entre las cumbres. El último año supone así su grandioso regreso a la vena vitriólica y cruel que, contra lo que piensan algunos de sus defensores más tibios y confirmando a la contra el juicio negativo de sus detractores, es el fundamento más enérgico de su estética creativa.