martes, 25 de noviembre de 2008

QUANTUM OF SOLACE


Yo no sé si el nuevo artefacto Bond causa, como promete su título, altas dosis de alivio, consuelo o sólo solaz (por lo visto, muy poco salaz esta vez, a pesar de la promesa publicitaria encerrada en el esbelto cuerpo de Olga Kurylenko) a la cansada masculinidad del sujeto que ha puesto su economía libidinal y sentimental al servicio de su viciosa majestad mundial (el capitalismo omnímodo y ubicuo al que representa mejor que nadie como mercancía de promoción y venta). Y no lo sé, sencillamente, porque no la he visto aún. No soy un fan de la serie en sus últimas temporadas. La reciente revisión de la sección Connery de la misma, la época fundacional que se autodestruyó como un artilugio digno de sus divertidas tramas, sí me ha convencido de la poderosa iconografía pop que eran capaces de construir estas películas en los años sesenta al tiempo que parodiaban, quizá sin pretenderlo, los estilemas ideológicos del cine de espías (la primera Casino Royale, el gran carnaval de las parodias cinematográficas, no era sino la extrapolación lógica de sus delirantes planteamientos éticos y estéticos). No creo lo mismo de las etapas siguientes, más bien previsibles. Desde el nuevo Casino Royale la serie ha vuelto a importarme bastante, y no sólo como entretenimiento de envergadura (léase: en-verga-dura). Ya tendré tiempo de explicar por qué en cuanto vea Quantum of Solace en pantalla grande, que es para lo que ha sido diseñada al milímetro.
Entre tanto, suministro a mis visitantes la estupenda crítica de Jordi Costa (el mejor crítico de cine español en ejercicio, por si no lo sabían aún) para los que no pudieron leerla el viernes pasado en las páginas de El País. Es inteligente y sabe analizar con puntería las razones de esta actualización del mito Bond a los complejos presupuestos culturales del nuevo siglo (incluidas supuestas imitaciones que superan en nervio fílmico al original). Desde luego, la imagen que ilustra esta entrada es un condensado visual de lo que dice Costa aquí abajo sobre el tránsito de una masculinidad culpable y una feminidad en proceso de liberación a través del paisaje de ruinas culturales y vitales del siglo en curso. Ahí es nada.


Vaciado de un icono

Jordi Costa

El hecho de que Ian Fleming fuese el escritor favorito de John Fitzgerald Kennedy es un dato que, tradicionalmente, se ha utilizado para ironizar acerca de los objetables gustos literarios del malogrado presidente. La información podría aportar, no obstante, una clave para entender la estructura profunda del siglo XX: James Bond como absoluta fantasía sexual de una masculinidad limpia de culpa en un contexto cultural donde el Playboy de Hugh Heffner era, más que una publicación interesante no sólo por sus artículos, toda una filosofía de vida.
En un siglo XXI en el que los mapamundis ya no se trazan con las líneas de la guerra fría y la masculinidad parece abocada a pedir disculpas, Bond resulta un elemento problemático. No deja de resultar curioso que la refundación del mito (y su franquicia) emprendida con
Casino Royale (2006) recurriese a las fuentes literarias del personaje para descubrir que en el origen había material para reivindicar a James Bond como mito trágico. El agente 007 asumía, así, el nuevo rostro de Daniel Craig y volvía a nacer como alma herida.
La elección de un director tan poco bondiano como Marc Foster para prolongar ese discurso hacía temer lo peor -un Bond sobreexplicado, un poco a la manera del
Batman de Christopher Nolan-, pero Quantum of solace no tarda en desarticular estos prejuicios: es una película sorprendentemente concisa en sus frenéticos 106 minutos de metraje, que funcionan como constante encadenado de secuencias de acción en parajes que reformulan el atractivo turístico en pesadilla de supervivencia y venganza unidireccional.
Hay muchas cosas significativas en
Quantum of solace: por ejemplo, que el único escarceo amoroso de Bond implique a una figura muy secundaria -y no a la muy publicitada chica bond de turno: Olga Kurylenko-, que saldrá de escena a través de un muy esquinado homenaje a una poderosa imagen de James Bond contra Goldfinger (1964). Curiosa manera de decir que las señas de identidad que siempre definieron al personaje ahora funcionan sólo como inercia o eco del pasado. La silueta de Bond atraviesa un desierto en los créditos iniciales: las dunas acaban fundiéndose con los contornos de siluetas femeninas en una acaso involuntaria condensación del espíritu de Quantum of solace, donde un Bond desertizado sueña con un espejismo hedonista que ya no es posible.
Como todo mito más grande que la vida, James Bond quizás canalizó los complejos de inferioridad y los sueños de poder del hombre común del siglo XX. Ahora, es el propio 007 quien se revela víctima de su propio complejo. Aquí resulta palpable algo que ya se sugería en
Casino Royale: que la renovación de la franquicia surge a la sombra del éxito de Jason Bourne, ese héroe sin identidad que quizás defina la esencia del héroe de acción del nuevo milenio.




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