martes, 28 de octubre de 2008

¿EL CHE O SLAVOJ ŽIŽEK?



Me han preguntado por qué no he escrito sobre Che, la ultima película de Steven Soderbergh. Hay muchas razones. Una de ellas es que Soderbergh me parece un director sobrevalorado, desde siempre. Sexo, mentiras y cintas de vídeo, por más que he vuelto a verla varias veces desde su estreno, no me parece mucho más que una peliculita bien hecha con un punto puritano, un puro producto del cine independiente americano, esto es, del espíritu Sundance más ortodoxo y constipado. De los directores surgidos en esta escuela supuestamente alternativa sólo admiro de verdad a Todd Haynes, el único gran talento del grupo .
Con Soderbergh me pasa como con Hal Hartley (de Kevin Smith prefiero no hablar), que nunca tuvo otra cosa que un talento limitado y muchas ganas de triunfar, pronto decepcionadas por culpa del primero. Con todo hace poco me divertí viendo A Girl from Monday, una prueba de que la inteligencia de un planteamiento y una cierta audacia estética, en un panorama desolador como el actual, pueden producir estímulos hasta en un cadáver.
En cuanto a Soderbergh, ninguna de sus películas, ni sus experimentos seudoalucinógenos (Kafka, Schizopolis, etc.) ni sus narrativas pretendidamente innovadoras dentro del mainstream más convencional (Erin Brockovich, Traffic, etc.), ni mucho menos sus divertimentos cínicos y descarados (la saga algebraica de los Ocean), me han impresionado nunca demasiado (sus tentativas adscritas al neonoir funcionan a medias: mejor The Limey, peor The Underneath). Sus películas mantienen un nivel de corrección técnica y de ambición formal que las salvan de la mediocridad, pero no mucho más. Bubble, descubierta no hace mucho, me pareció más honesta respecto del talento de su director (éste es el cine que sabe y puede hacer, no cabe duda, pequeñas películas con falsa temática sociológica) y, por tanto, más contundente, a pesar de algunas falacias patéticas que lastran su discurso y en las que, por lo visto, Soderbergh no puede evitar incurrir sin traicionarse. Bastaría compararlo con colegas de su misma generación dotados de un grandísimo talento, como Quentin Tarantino o David Fincher, para ver fácilmente cuáles son sus limitaciones (estéticas, culturales y hasta técnicas) y comprender por qué no ha logrado, ni es previsible que lo haga nunca, una película memorable.
Con el Che me pasa más de lo mismo. La coyuntura política es propicia, la situación latinoamericana abre esperanzas (con la Venezuela de Chávez a la cabeza) en un país esquilmado moralmente por la ominosa década republicana, y un judío inteligente como Soderbergh se siente inspirado para afrontar un fresco histórico-biográfico que es toda una provocación al estado de cosas, sin duda. Hasta aquí sus buenas intenciones artísticas y sus motivaciones políticas tienen toda mi simpatía y complicidad (y mucho más viendo que tiene serios problemas para estrenarla completa en Estados Unidos fuera del circuito de festivales, como si su visión pudiera escocerles en la conciencia, si la mantienen aún).
Pero la razón fundamental por la que no he escrito antes sobre la primera parte del Che (que es la única que se ha estrenado en España, por cierto, hasta ahora) es muy fácil de explicar. Con cuatro horas de película Soderbergh no tiene la inteligencia sintética para retratar con acierto a una figura de la complejidad carismática del Che Guevara (aunque me quito el sombrero ante la actuación de Benicio del Toro: él es el Che) como sí lo hace en cambio una simple nota a pie de página (repito: ¡una simple nota a pie de página!) de un tipo siempre tan estimulante y (anti)cinéfilo como el filósofo esloveno Slavoj Žižek.
En uno de sus libros menos leídos, pero absolutamente imprescindible por muchos motivos (Órganos sin cuerpo), Žižek nos ofrece este apunte agudísimo sobre el Che, que deja al desnudo las pretensiones grandilocuentes de Soderbergh y quizá también el rancio modo espectacular de plantearse los biopics en la industria a la que, le guste o no, Soderbergh pertenece con todas las consecuencias:

“¿Fue el abandono por Che Guevara de todas las funciones oficiales en 1963, incluso de la ciudadanía cubana, para dedicarse a la revolución mundial –este gesto suicida de cortar todos los lazos con el universo institucional- realmente un acto? ¿O bien fue una huida de la tarea imposible de la construcción positiva del socialismo, de permanecer fiel a la revolución, es decir, una admisión implícita de fracaso?”.

No se puede decir más con menos.

[Abro con esta nota una serie de breves reflexiones sobre cine americano reciente y política coyuntural que, con el título provocativo de AMÉRICA SUBPRIME, iré publicando en pequeñas entregas de aquí hasta el día de las elecciones americanas como conjuro intelectual contra la estupidez que vuelve a amenazar con triunfar en el imperio.]

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