viernes, 3 de octubre de 2008

SIEMPRE GREENAWAY, NUNCA OLMI


La celebración cinéfila de la última película de Ermanno Olmi no sólo me deja frío como una estatua de hielo en el ártico sino que me obliga a seguir preocupándome por las vinculaciones entre un vago o difuso cristianismo de seudoizquierdas (el de derechas es consustancial a la causa) y el sentido del cine que tienen algunos críticos sindicados o simples comentaristas del montón, necesitados de cuentos de hadas espirituales en una era tan descreída (thank God!) como la nuestra. Postura fundada ya por el más que discutible André Bazin, cuyas teorías cinematográficas eran una aplicación contradictoria de los preceptos del catecismo católico de raíz molinista a un medio tecnológico que los destripaba sin piedad con la navaja nominalista y atea de sus recursos (nunca fue uno de mis héroes intelectuales, desde luego).
Lo más estúpido que he leído últimamente es esta frase, defendiendo precisamente los patéticos postulados seudopolíticos y seudoestéticos de Olmi, en el Cahiers-España de septiembre: “siempre Straub, nunca Greenaway”. Con este puritanismo casposo de bajo nivel, exhibido urbi et orbi como si fuera un santo sacramento de virtuosa cinefilia, así nos va en este pacato país (y en otro cercanos, por cierto, igualmente contaminados de beatería cultural). Repitiendo como papagayos la consigna antibarroca y antipostmoderna de tanto cinéfilo de mediopelo. Ya Daney, con su puritanismo demodé, marcó la pauta en los ochenta señalando la mitología del combate: Straub contra Greenaway (Crónica de Anna Magdalena Bach, por poner un ejemplo, contra El contrato del dibujante). O lo que viene a ser lo mismo: la dialéctica materialista del aguerrido padre del desierto contra las tentaciones del demonio postmoderno. ¿Es necesario insistir en el error ideológico que subyace a este falso antagonismo?
No tengo nada contra Straub, mucho menos contra su colaboradora la difunta Danièle Huillet (excepto quizá su mal humor constante), a pesar de que a veces el cine distanciado y ascético del alsaciano y su consorte me pueda exasperar o impacientar más de lo habitual, por su encorsetamiento deliberado del artificio cinematográfico (análogo al acto de ponerse un preservativo para negar la dimensión hedonista del arte y la vida). Aquí, entre nosotros, lo venera una minoría muy minoritaria con convicción (cuestionable, pero convicción al cabo) y otros sólo por emulación, por rancia emulación, el mal cinéfilo por excelencia. La incapacidad para pensar por su cuenta de tanto supuesto "amante" del cine (el culto donde las credenciales de sus practicantes suelen ser las más bajas, como todo el mundo sabe).
Cualquiera que haya visto la infumable La leyenda del santo bebedor (por no hablar de otros engendros de este meapilas incensado por los monaguillos de la cinefilia de parroquia de barrio) debería saber de sobra de qué hablamos cuando hablamos del cine de Olmi. De visiones religiosas cargantes, de soporíferas narrativas de redención milagrosa, de hagiografías anodinas, de sufridos heroísmos rurales y pobrezas ejemplares, de estampitas creyentes bastante ridículas: ver al replicante supremo de Blade Runner encarnar la figura paradójica del santo pecador me desata, como poco, carcajadas satánicas y ardores viscerales. Si por lo menos tuviera la valentía moral de un Pasolini al postular su mensaje seudoevangélico (la elección del superhombre del futuro, por supuesto, para practicar su operación religiosa de mediocre salvación no debería escapar a los ideólogos más perspicaces como prueba de sus dudosas intenciones)…
Exigiría un poco de modestia, por tanto, un poco de rigor también y de respeto intelectual, a quien pretenda tomar la palabra para defender lo indefendible: por lo menos Greenaway no ha insultado nunca la inteligencia de nadie, como el bobo de Olmi (un avatar franciscano de los que tanto “molan” en el festival vallisoletano de marras) hace película tras película, camuflando su discurso piadoso y beato tras un manto virginal de falso radicalismo político o moral.
Que en su última película crucifique libros de una biblioteca, obras sagradas de la cultura universal, en nombre de una supuesta recuperación de los valores humanos más esenciales, esos mismos que la condición contemporánea estaría poniendo en peligro con su desaprensiva organización social y económica, como alerta cada domingo el bendito inquilino del mausoleo vaticano (por no hablar del eximio presidente de la franquicia local), da la medida de lo que representa todo el cine pretendidamente humanista de Olmi: la homilía dominical de un cura pueblerino y rústico.
Menos mal que Greenaway, el Bernini de la era postmoderna, a pesar de recibir golpes de una bajeza ofensiva, ha sobrevivido a todos estos nostálgicos de la internacional cristiana, estos fieles de poca entidad teológica y menos conocimiento histórico, partidarios de misa diaria de la salvación por el tedio, la mansedumbre primitiva y la espiritualidad más inocua y gregaria.
Lo diré aún con más claridad: Prefiero ver por enésima vez las maravillosas transgresiones y provocaciones de The Baby of Mâcon, por limitarme a un ejemplo magistral de los suyos, antes que cualquier bodrio paulino de Olmi.

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