domingo, 20 de julio de 2008

NOLI ME TANGERE. Hacia un cine del cuerpo



1. Una prueba añadida de la singularidad estética del cine francés sobre el resto de cinematografías mundiales es la importancia cualitativa que atribuye a la presencia del cuerpo en una parte importante de sus producciones. Como espectador implicado, esta tendencia representa una de las más apasionantes del cine postmoderno, y se da con preferencia en el cine francés por razones que no necesito analizar de nuevo. Como escribió Steven Shaviro en The Cinematic Body, una monografía fundamental sobre estas cuestiones: “El aparato cinemático es un nuevo modo de corporeidad; es una tecnología para contener y controlar a los cuerpos, pero también para afirmarlos, perpetuarlos y multiplicarlos, captándolos en la terrible e inquietante inmediatez de sus imágenes”. Estas ideas proceden de Deleuze, desde luego, y, sobre todo, del modo en que el pensamiento fílmico de Deleuze canaliza a Spinoza, a Nietzsche y a otros pensadores, escritores y filósofos que han reflexionado sobre el poder del cuerpo y su interacción con el pensamiento. El cine concebido, según Shaviro,"como una tecnología para intensificar la sensación corpórea, para afectar y transformar el cuerpo, para desestabilizar y multiplicar a la vez los efectos de la subjetividad". (Entre los que más creyeron en este poder transformador del cine, y luego abjuraron de esa creencia, citaría al admirable Antonin Artaud.)

2. Algunas películas francesas de la última década (sólo mencionaré las que he visto, aunque sé que hay muchas más, como la reciente Un vieille maîtresse, de Breillat, a partir del diabólico Barbey D´Aurevilly) que han permitido, con gran éxito artístico, el prodigioso acoplamiento de la cámara y el cuerpo (masculino o femenino) en la ficción cinematográfica:

-Romance X, À ma soeur!, Sex is Comedy, Anatomie de l´enfer (Catherine Breillat).
-Beau travail, Trouble Every Day, Vendredi soir, L´intrus (Claire Denis).
-L´Ennui (Cedric Kahn).
-Irma Vep, Demonlover, Boarding gate (Olivier Assayas).
-Sombre (Philippe Grandrieux).
-Choses secrètes, Les anges exterminateurs (Jean-Claude Brisseau).
-Sitcom, Los amantes criminales, Gotas de agua sobre piedras calientes, Swimming Pool (François Ozon).
-Fóllame (Virginie Despentes).
-L´humanité, Twentynine palms, Flandres (Bruno Dumont).

3. La variedad de estilos y registros es enorme, desde el naturalismo fotográfico y el realismo psicológico hasta el postmodernismo visual y la narrativa pornográfica. No todas me parecen igualmente estimulantes o conseguidas, pero en todas el cuerpo ocupa con su presencia problemática, pasional y fascinante el lugar central de la representación. Los más obsesivos exploradores serían Breillat, Denis y Brisseau, el más lúdico Ozon y los más ásperos Dumont y Grandrieux. Más de la mitad de estas películas siguen inéditas en España, lo que no dice mucho de nuestra curiosidad o de nuestra afinidad con las búsquedas de algunos cineastas franceses. Nos interesa su ñoñería, su sensiblería, su sentimentalismo exasperante, cualidades en las que también abunda su cine o su literatura reciente, pero no aquello en lo que son excepcionales al menos desde el siglo dieciocho: sus investigaciones intelectuales en torno del conocimiento de la carne y el sexo, y un arte libertino donde se conjugan, del modo menos cartesiano, la inteligencia y el placer, las ideas y los sentidos, la mente y el cuerpo.
Es sorprendente que en una cinematografía como la española donde la facilidad para el desnudo (sobre todo si es femenino) constituye la norma, quién sabe si como imposición de una industria que usa la carne fresca para atraer a la maltrecha audiencia con la promesa de poder escrutar impunemente los encantos más secretos de las actrices, el cine del cuerpo sea tan poco representativo. La única excepción, tan brillante que satisface él solo las expectativas de la categoría, es como siempre Pedro Almodóvar. Una de sus grandes virtudes, desde sus imperfectos comienzos, ha sido su desaforada carnalidad. No importa si el amor que transporta el cuerpo de sus actores y actrices es heterosexual, homosexual o transexual. El sexo, en todos los sentidos de la palabra, es siempre el fuerte de Almodóvar: una fuerza gravitacional que afecta al sexo fuerte como al débil, el sexo como fuerza o debilidad de sus personajes, e invierte las relaciones de poder que normalmente malogran las relaciones humanas. El deseo y la producción de deseo es el fundamento libidinal de su cine: la comedia urbana de los sexos inconfesables, los extravíos del deseo y la atracción y las pasiones erógenas. La cima de este cine del cuerpo almodovariano es, sin duda, Carne trémula: la alegoría política sobre las flaquezas, potencias e impotencias de la transición y la democracia españolas encerrada en sus imágenes (con los fastos mediáticos y deportivos del año 92 como momento de balance provisional) encarna plenamente en el forcejeo erótico y las peripecias carnales de los cuerpos masculinos y femeninos que la protagonizan.

4. Entre los asiáticos se me ocurren sobre la marcha dos directores, no por casualidad entre los más innovadores (como si el cuerpo violentara con sus pulsiones los formatos narrativos tradicionales para acomodarlos a sus deseos más inconfesables), el tailandés Apichatpong Weerasethakul (Blissfully yours, Tropical Malady) y, muy especialmente, el malayo Tsai Ming Liang (arraigado en el cine taiwanés), el más carnal de los orientales, con esa cima absoluta del cine del cuerpo que es El sabor de la sandía (la
impresionante secuencia final de esta película, al rubricar una intersección de lo sublime y lo abyecto, el afecto amoroso y la pornografía descarnada, es alegórico respecto de los planteamientos conceptuales del cine del cuerpo). Sin duda, el coreano Kim Ki-Duk también merece una mención de honor por sus conquistas expresivas en esta materia: La isla, Bad Guy, Samaritan Girl o Dirección desconocida, a pesar del moralismo que tiñe parcialmente sus propósitos, son muestras logradas de un cine físico altamente perturbador y revulsivo. En cambio, los chinos (no importa su procedencia geográfica o cinematográfica) y los indios se muestran demasiado respetuosos con la tradición del pudor y la discreción como para esperar de ellos que destapen sus secretos a través del cuerpo. Las metamorfosis del cuerpo social de la China continental podrían alegorizarse con los movimientos y agitaciones de otros cuerpos más tangibles, pero el férreo aparato de censura no lo permitiría (el paradigma podría ser The World de Jia Zhang-ke a poco que se le añadiera una sexualidad o un erotismo más en consonancia con el refinamiento de los clásicos chinos del género, prohibidos desde la revolución cultural). Y en el cine de Hong Kong, la corrosiva Dumplings (Fruit Chan) es lo más cerca que esa cinematografía, tan masculina y patriarcal, puede estar de la obscenidad, la indecencia y la abyección de la vida corpórea. Los japoneses, por el contrario, son los más provocativos y audaces, con el terrorista Takashi Miike (Audition, Visitor Q, Ichi The Killer) y el subversivo Shinya Tsukamoto (Snake of June, a pesar de sus excesos culturales, es una de las películas más literalmente eróticas del cine reciente; sus atrevidas imágenes de una sexualidad femenina desenfrenada no habrían dejado indiferentes a erotómanos occidentales de la envergadura de Georges Bataille, Pierre Klossowski o Jacques Lacan) situados en la vanguardia oriental de este cine del cuerpo, siguiendo a sus maestros precursores Oshima, Yoshida o Imamura, entre otros.

5. Los americanos, por su parte, en general no saben, o no pueden llegar tan lejos en el cine mayoritario (sí, en cambio, en algunas series de televisión difundidas por cable). Nunca ha sido su fuerte, desde luego, tampoco en literatura, excepto en autores periféricos, tan alejados del mainstream de la industria como de los planteamientos de sus homólogos europeos (el cine de Paul Verhoeven, por su eclecticismo, merecería un capítulo aparte). El género que marca la irrupción del cuerpo transgresor en el cine americano es el gore de los años setenta y ochenta (con ese precedente seminal de finales de los sesenta que es La noche de los muertos vivientes, del gran Romero), con el declive de los noventa como gran represión política del mismo y su reciclado actual en los remakes de los clásicos del pasado (La matanza de Texas, Las colinas tienen ojos, etc.) o su renovación en el cine de Eli Roth, Zack Snyder y Rob Zombie. Es una irrupción grotesca, carnavalesca (splatter-fest), en la que el cuerpo monstruoso regresa como lo abominable y lo reprimido para aterrorizar y divertir a partes iguales con sus excesos festivos, sus metamorfosis escatológicas y sus excreciones y flujos repulsivos. Es la visión puritana de lo orgánico: la deformidad corporal como anatomía de la mirada reprimida y represora, el cadáver insepulto como cuerpo ambiguo del consumidor, incapaz de gozar pero rebosante de apetitos insaciables. Obras representativas del género en el pasado: Reanimator (Stuart Gordon); la serie Basket Case y Frankenhooker (Frank Henenlotter); Society, La novia de Reanimator y Mortal Zombi (Brian Yuzna, el más carnal de todos). Obras recientes recomendables: Cabin Fever y los dos Hostel (Roth), Halloween (Zombie), Amanecer de los muertos (Snyder).
(La apasionante trayectoria de Kathryn Bigelow es una demostración de los límites impuestos a la presentación y representación de la vida del cuerpo en el cine mayoritario: su redefinición carnal del cine de vampiros (Near dark); su juguetona inversión de roles fálicos (en consonancia con el forcejeo estético con los estilemas masculinos del género para afirmar la idiosincrasia de su estilo), el despliegue erotizado de la violencia y la exhibición de cuerpos equívocos bajo uniformes oficiales (Acero azul); la revitalización homofílica, con fuerte tirón muscular, del género viril de policías y ladrones (Point break); o su desentumecimiento de la ciencia ficción post-Blade Runner a partir de las experiencias adrenalínicas ligadas a la violencia extrema y el sexo mórbido (Días extraños), se vieron truncadas por la falta de complicidad de espectadores y productores y lo transgresivo de sus propuestas.)

6. Grandes excepciones norteamericanas (no por casualidad todos los directores citados son sexagenarios y, sin embargo, no parecerían contar con discípulos de relevancia):

a) El cine de horror libidinal de David Cronenberg, desde Stereo, Crimes of the Future y Shivers hasta Inseparables, Crash y Existenz. Cómo la carne deviene monstruosa y transgresora para liberarse de las represiones y tabúes sexuales. El deseo se hace masa informe, carne tecnológica y tecnología cárnica, como modo de trascender los límites impuestos al cuerpo por el orden social y los dispositivos de control de la cultura, la historia, etc. Como han visto sus detractores, no hay, sin embargo, director menos utópico que Cronenberg. La inmanencia, con todas sus limitaciones y obstáculos (algunos invencibles como la enfermedad o la muerte), es el territorio preferente de todas sus ficciones. Entre las más corpóreas y tangibles de la historia del cine. (El encuentro de Cronenberg con el vigoroso cuerpo de Viggo Mortensen le ha permitido en los últimos años explorar con mayor dedicación la veta "homosexual" de su cine, presente ya en sus comienzos, convirtiendo al cuerpo masculino (la política asociada a su construcción, sus procesos sociales y su eventual destrucción) en materia prima de la ficción, en consonancia con los desarrollos de la estética publicitaria.)
b) El cine de acoso voyeurista de Brian de Palma, sobre todo en Hermanas, Vestida para matar, Body Double y Femme Fatale. La apoteosis del cine glory-hole: un dispositivo de culpabilidad sostenida a priori como medio para permitir en la narrativa mayoritaria la (gloriosa) aparición del cuerpo femenino, doméstico o espectacularizado pero desnudo o en trance de desnudarse. En este cine nada contemplativo, el fantasma de la castración libidinal es conjurado en beneficio de sus sufridas heroínas, no de sus penalizados voyeurs. Por eso Body Double y Femme Fatale son la meseta más alta y el simulacro más logrado, respectivamente, de su atrevida metodología fílmica para desnudar al que mira tanto como al que es mirado. (Un adicto inconstante a esta vena creativa es Abel Ferrara: sobre todo en sus más puros comienzos, Ms. 45 y Fear City, con el suplemento ecléctico de The addiction; quizá Go Go Tales, de la que sólo he visto el
trailer y algún clip estimulante como el strip-tease de Asia Argento, revitalice esta tendencia de su autor a enfatizar la vulgaridad de sus escenarios visuales tras sus innumerables merodeos y errancias por los territorios (autobiográficos) de una cierta masculinidad a la deriva, con Bad Liutenant, The Black Out y New Rose Hotel como sus muestras consumadas.)
d) El cine perverso y sensual de David Lynch: Terciopelo azul, Twin Peaks (la serie y la película, tanto monta), Carretera perdida y Mulholland Drive. Nadie ha escenificado con tanta sensualidad y fuerza plástica en una pantalla (da igual el material con que esté fabricada la pantalla) los fantasmas libidinales que una mente masculina más o menos trastornada (¿y no es éste uno de sus hallazgos básicos, que la mente del hombre no es más que un gran trastorno, un pozo de abyección?) suele proyectar en un rectángulo de sábanas revueltas. (En este sentido, Inland Empire sería la menos carnal en la medida en que representa la misma historia de abusos, dominación y maltrato que Carretera perdida, pero esta vez desde el punto de vista antagónico, la perspectiva de la mujer víctima, atrapada en el laberinto mental de los roles sociales, los maridos y los amantes, reales o ficcionales, con el medio cinematográfico como telón de fondo.)
e) El cine paranoico o psicótico de William Friedkin, cuya raíz enferma se exhibe en cintas como El exorcista o Bug: las patologías, psicosis, terrores, fantasmas, traumas, conflictos o crisis del cuerpo social se inscriben directamente sobre el cuerpo individual de los personajes (la niña Regan; el ex-soldado de la guerra del Golfo y la camarera que lo acoge en su habitación del motel, respectivamente), se funden brutalmente y hacen carne con ellos o, más bien, los males diagnosticados invaden la carne (como intrusos y parásitos) y la poseen íntegramente (piel, vísceras, órganos, sangre) a fin de escenificar, en el ámbito de la privacidad, una suerte de "teatro" animado de la crueldad americana.
f) El cine sobre cuerpos y vidas adolescentes de Larry Clark: no tanto Kids como Bully y, sobre todo, la excitante y provocativa Ken Park, otra vez con espléndido guión de Harmony Korine, donde las fricciones sexuales de los cuerpos adolescentes (desordenados, promiscuos, incontrolables) y de éstos con el cuerpo adulto (normalizado, dominante, insatisfecho) producen una película tan subversiva o disolvente de los vínculos y las relaciones sociales y familiares que aún sigue prohibida en USA.

7. La vertiente queer o gay, sin embargo, parece atravesar un mal momento, quizá por motivaciones políticas tras su época de esplendor a comienzos de los noventa, cuando las micropolíticas asociadas al SIDA actuaron como detonante creativo (Zero Patience, la delirante comedia musical de John Greyson, me parece junto con The Living End, de Gregg Araki, las obras más representativas del período). Un síntoma de este desfallecimiento momentáneo: la insuperable obra maestra de la categoría, veinticinco años después de su realización, sigue siendo Querelle de Fassbinder (y el Pasolini cineasta, con su "empirismo herético" aplicado a la física de los cuerpos y los objetos de la realidad, se erige como precursor carnal difícil de superar). En este panorama, los brillantes logros de Hedwig and the angry inch y Shortbus, ambas de John Cameron Mitchell, o de La mala educación (la película de Almodóvar donde la presencia de los cuerpos, la atracción y el deseo eróticos se ponían al servicio del deseo de hacer cine, creando uno de los dispositivos narrativos más complejos que ha producido el cine europeo de las últimas décadas), constituirían la feliz y parcial excepción. Mientras tanto, directores representativos como Todd Haynes, Gregg Araki, Gus van Sant, Tom Kalin, John Greyson o Rose Troche, entre otros, han decidido dar un paso atrás y realizar un cine igualmente fascinante, sobre todo en los tres primeros, pero bastante alejado de las temáticas inmediatas del cuerpo: un cine centrado más bien en los espejismos mentales, los dilemas sociales, las fabulaciones y parábolas de la condición homosexual, o las abstracciones líricas del deseo y la diferencia. Por fortuna, una serie televisiva como The L Word habría asumido con atrevimiento y desenvoltura esta exigencia estética de visibilidad carnal de la experiencia homosexual (en este caso, lesbiana, la menos visible hasta ahora) en competencia con modelos tan rotundos (y masculinos) como las escenas sexuales de Mulholland Drive o Choses secrètes y Les anges exterminateurs, las dos espléndidas películas recientes del inédito Brisseau. Y es que quizá el cine de temática homosexual padezca hoy como una aporía, mucho más agudamente que el heterosexual y mayoritario, la esquizofrenia artística entre el polo experimental, minoritario y excesivo (Lonesome cowboys, de Andy Warhol; Flaming Creatures, de Jack Smith) y el polo narrativo, rentable y sentimental (Brokeback Mountain, de Ang Lee).
(En esta línea de crítica transgenérica también es interesante el caso de Mary Harron (que ha dirigido algún episodio de The L word). Con la complicidad de su guionista habitual Guinevere Turner creó una excelente adaptación de American Psycho, donde la relación criminal entre el cuerpo masculino y el cuerpo femenino era escenificada con sensibilidad feminista como un conflicto de poder muscular, de fuerza física y forma atlética, cultivadas en el gimnasio, y no sólo de poder simbólico. Y, sin embargo, desperdició la oportunidad que le brindaba el biopic de la célebre pin-up Bettie Page (The notorius Bettie Page, 2005) para abordar la cuestión del exhibicionismo femenino como sostén irónico del orden heteropatriarcal. A pesar de la exuberante belleza de Gretchen Mol y los apuntes descriptivos sobre el mundo de la pornografía, la película dista de ser tan lograda como su antecesora a causa principalmente de la frigidez narrativa y la decidida distancia física de las imágenes.)

8. Un excelente ejemplo mexicano: Batalla en el cielo, de Carlos Reygadas. El amateurismo amatorio de los actores (Marcos Hernández y Anapola Mushkadiz) acoplado al dispositivo implacable de la cámara produce un film de un vértigo moral y una fuerza estética deslumbrantes. La cruda lección de anatomía de sus imágenes remite, a pesar de sus enormes diferencias, al mismo principio del cine de Friedkin: la grotesca parada de cuerpos y actos alegoriza los traumas sociales mexicanos y los conflictos de poder, raza y clase que los atraviesan. La secuencia en que la cámara se alza al ritmo de una saeta andaluza sobre los cuerpos tendidos de los amantes (sentenciándolos a la muerte y el dolor tras compartir furtivamente el lecho del placer) es de una belleza escalofriante.

9. Momento paradójico made in Hollywood: Innocent Blood, de John Landis. El cuerpo concebido a la francesa (Anne Parillaud) irrumpe con todos sus apetitos y deseos voraces en los códigos simbólicos del sistema de géneros americano (gángsteres, terror, comedia urbana sentimental, etc.) para corromper sus categorías morales y narrativas y destruirlo desde dentro. Un paso más allá en esa dirección y estaríamos ya instalados en pleno territorio de la belleza revulsiva de Trouble Every Day, la magnífica película de Claire Denis que ha sido tan mal entendida y, sobre todo, tan infravalorada y despreciada por una crítica incapaz de hacer bien su trabajo de discernimiento sobre el (hipersensible) cuerpo cinematográfico del presente.

10. Una excepción francesa reciente: Los amantes habituales, de Philippe Garrel, tan celebrada en algunos círculos cinéfilos, tiene para mí, además de incontables virtudes, dos serias pegas y una, precisamente, afecta a la vida del cuerpo. Por un lado, parece un simulacro del cine de la época, con lo que a un espectador desinformado podría pasarle con esta película lo que sucedió a Baudrillard, según cuenta, viendo Luna de papel de Bogdanovich. La tomó, con razón, por un film antiguo. Pero aún más relevante es el hecho de haber prescindido del aspecto más destacado de Mayo del 68: la explosión del cuerpo y sus demandas de libertad carnal, la primera revolución sexual de la historia, el primer alzamiento “popular” en contra del orden establecido en el que los discursos políticos pudieron servir de glorioso pretexto para un estallido libidinal que habría complacido a Sade, por una vez, tanto como al utopista Fourier, por no hablar de Marcuse o Reich, gurus culturales de la época. Que el film de Garrel opte por el ascetismo narrativo y visual y, además, prescinda absolutamente de este elemento iconoclasta e insurgente en su evocación de la revuelta al tiempo que reivindica como modelo el cine de su colega Eustache (La maman et la putain, su obra maestra, al contrario que Los amantes habituales, tiene mucho más que decir sobre la vida y los estados del cuerpo) es un argumento decisivo en contra de lo que hoy algunos críticos y espectadores más o menos especializados todavía celebran, por error, como epítome del cine más libre: un extracto inofensivo y neutro de las lecciones más abstractas de la vieja “Nouvelle Vague”.

11. El cine de Peter Greenaway sigue siendo, con todos sus desniveles creativos, uno de los representantes máximos de este cine del cuerpo. Al menos desde El contrato del dibujante y ZOO (una de las grandes obras de esta corriente artística en cualquier formato) hasta La ronda de noche, recién estrenada, sin olvidar El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante, El niño de Mâcon o The Pillow Book. Lo singular de su caso es que el cine del cuerpo se cruza con el cine del artificio. El resultado es tan barroco o neobarroco como cabía esperar, pero la intersección de la materialidad del cuerpo, en todas sus variantes y estados, y la seducción de la forma, con todos sus recursos y estilos, produce uno de esos agenciamientos estéticos que actúan creativamente en ambos sentidos: carnalizando el dispositivo cinematográfico hasta extremos impensables y espectacularizando la presencia de la carne en las imágenes (ya decía Shaviro, analizando precisamente el fascinante cine de Warhol, que "el artificio del simulacro y la inautenticidad son medios de afirmar la vida del cuerpo"). Y enuncio este juicio estético en contra del discurso negligente de algunos críticos de estirpe neorrealista que se pasman con un pequeño film-vídeo de Kiarostami (Ten) porque una iraní se quita el velo ante otra en el interior de un coche, como si fuera la máxima transgresión imaginable para la mentalidad occidental, y, sin embargo, permanecen indiferentes cuando la que se quita el velo, desnuda sus partes más ocultas y fornica con total promiscuidad, como sucede una y otra vez en el cine nietzscheano de Greenaway, es toda una cultura (grecolatina y judeocristiana) y los valores sagrados o degradados, según el punto de vista, que la sustentan. Ésa es toda la diferencia de Greenaway como creador de imágenes con cualquier otro cineasta actual…

12. En suma, el cine del cuerpo, como toda forma de representación que se quite el corsé de los prejuicios y la represión, los formatos narrativos convencionales y el montaje invisible de los pacatos, es el antídoto perfecto contra el ascetismo, el puritanismo, la idealización, la sublimación, la cursilería, el sentimentalismo, y todo lo que se quiera, pero sobre todo es el campo de exploración privilegiado de las mutaciones de la vida contemporánea. Y este cine suele incluir, entre sus aberrantes fotogramas, un vistoso manual de instrucciones para modificar las condiciones del pensamiento al tiempo que obliga a éste a sumergirse, sin escrúpulos ni tapujos, en la escandalosa vida de la carne.

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