sábado, 5 de julio de 2008

Pensamientos interruptos (1)


No pienso ver el nuevo Funny Games de Michael Haneke. Y no porque tenga nada en contra de este director o de su anterior versión de la historia, mucho menos del hecho de que haya decidido rehacerla fotocopiándola plano a plano, en una línea aún más atrevida que la exhibida por Gus Van Sant en su estupenda copia de Psycho. No, la razón es muy otra. No aguanto que sean las majors americanas (y sus secuaces nacionales de la distribución y la exhibición) las que, del modo más colonial imaginable, sigan decidiendo qué películas puede ver o no el público mayoritario de cualquier país. Hace una década Funny games era el plato exquisito que sólo se servía en unas pocas salas (a ser posible mal climatizadas y aún peor dotadas para la proyección) para disgusto del público habitual de las salas de VO o festivales más o menos prestigiosos. Hoy, sin cambiar una coma si exceptuamos a los actores (por lo visto en el tráiler hasta la fotografía tiene ese tono desleído y mortecino, a punto de calcinación, del original), es el McMenú que se sirve en todos los Multiplex del mundo para disgusto (profundo) de un público que no sabe ni quién es Haneke (uno de los grandes agitadores fílmicos de la conciencia europea contemporánea) ni cómo diferenciar este producto perverso de la masa de subproductos descerebrados con envoltorio psicopatológico que ha consumido hasta el hartazgo sin enterarse de sus efectos tóxicos.
No pienso verla, pero felicito a Haneke por haberse burlado del poder cinematográfico americano sin arriesgar su prestigio ni perder el aplomo intelectual. Su hazaña supera con mucho la de otros provocadores que vendieron su alma al diablo para luego recuperarla con creces en otro nivel del juego. Entre tanto, me distraeré revisando la versión original: especialmente los momentos metafílmicos, que son los que, sin duda, más nervioso pondrán al espectador medio que entre desinformado a ver la película y se encuentre con que en ella los asesinos son los dueños absolutos del mando a distancia (se mire como se mire, ésta es la gran innovación del film en cualquiera de sus versiones) y pueden interpelar al pasivo (tele)espectador y, sobre todo, rebobinar a gusto el metraje para imponer con crueldad inhumana el peor de los destinos (la abyección moral y el exterminio físico) a sus múltiples víctimas, a uno y otro lado de la pantalla.
El vídeo de Benny fue el primer paso en 1994; la primera Funny Games el segundo en 1997; y Caché, de 2005, la culminación de esta revulsiva reflexión (en el doble sentido del término) sobre la maldad social y los mecanismos tecnológicos que la controlan y alimentan: la cámara de vigilancia que explora y explota en esta magistral película las vidas de sus protagonistas con fines de denuncia política no difiere sustancialmente de la cámara con que se rueda el resto de las secuencias. Es el ojo de la conciencia pública, un ojo que se pretende intachable, en cierto modo, a pesar de su voyeurismo incuestionable y su alianza malsana con el tecno y el biopoder. ¿Puede ir Haneke aún más lejos en esta vía especular y especulativa? Dentro de la industria de Hollywood, desde luego, ha ido todo lo lejos que se podía ir (hace una década hubiera parecido impensable que una película de esta naturaleza contara con el apoyo promocional reservado a los productos mayoritarios más anodinos o inofensivos). ¿Qué pueden pensar Tarantino o Eli Roth del perverso dispositivo de esta película? Los dos Hostel, con todo, marcaban la máxima proximidad a la violencia y la crueldad extremas y al horror más pornográfico que el cine mayoritario y sus mecanismos de recepción podían soportar sin poner en riesgo la inversión económica y el dominio sobre la taquilla. Hasta ahora...
No, no pienso pasar por taquilla, precisamente, para ver esta nueva versión del infierno menos decorativo.

No hay comentarios: