lunes, 7 de julio de 2008

PASTILLAS ROJAS (1)


1. Revisando hace unos meses una copia de Belle de Jour que circula por algunas televisiones de pago españolas descubrí que ésta tiene el mismo problema de metraje que una copia americana con la que me había tropezado no mucho antes, y a la que achaqué, conociendo el gusto transatlántico por la tijera castradora, cortes de censura. En la famosa escena en que Séverine se somete al rigor sexual del asiático tras enseñarle éste los misterios del placer encerrados en una enigmática caja (llena con el zumbido y la furia de un seductor insecto), faltan los planos en que la asistenta de la casa muestra ante la cámara un paño manchado de sangre, revelando así un dato fundamental del diseño del personaje: su insospechada virginidad. Estando casada, y no siendo el asiático ceremonioso el primer cliente al que se entrega, podría sorprender el detalle de la manchita delatora. Pero Buñuel, con malicia característica de sus montajes, ofrece una revelación secundaria al espectador: Séverine, en los otros encuentros sexuales que ha mantenido, no ha empleado el sexo sino otras partes u órganos para proporcionar placer a sus amantes. Sólo ahora, con el carismático oriental, se puede decir que ha conocido ella misma el placer, en grado sumo y por vía convencional, al tiempo que se libraba del engorroso estigma que paralizaba su sexualidad. Desgraciadamente, para ver esa escena íntegra (desde ese comienzo revelador hasta el momento cumbre en que Catherine Deneuve, tumbada desnuda boca abajo en la cama y ostentando una de las más perversas y maliciosas sonrisas de la historia del cine, ofrece el mejor testimonio audiovisual pensable del intenso goce que le ha producido, por primera vez, el coito con el experto oriental) es necesario recurrir a la estupenda copia francesa, editada hace no más de dos años en varios packs sin subtítulos dedicados a la producción francesa de Buñuel.
2. Esto demuestra una vez más, por si quedaba alguna duda, que Francia sigue siendo la cinematografía más libre (recomiendo el Especial del Cahiers español de junio, Paisajes del cine francés contemporáneo, como documento demostrativo). En un mundo como el de la distribución y la exhibición dominado por las multinacionales americanas y sus productos monocordes, la pequeña aldea de la Galia resiste como siempre al oligopolio del imperio americano (sólo amistoso en apariencia). En París se estrena lo mejor de cada cinematografía, el festival de Cannes es el mejor festival del mundo no sólo porque lo diga la publicidad del mismo sino porque en sus diversas secciones es posible hacerse una idea de las corrientes y las películas que aparecen año tras año en cualquier lugar del mundo, y algunas de sus revistas especializadas (Cahiers du Cinema, pero también Positif, con un solo equivalente mundial, el Film Comment neoyorquino), amenazadas una y otra vez de desaparición, ofrecen el panorama más completo del cine mundial. Sí, porque aunque en España no queremos enterarnos, tan reacios a la internacionalización siempre, el cine es ahora mundial y en la dieta de cualquier consumidor cultural debería aparecer lo mismo una película china que mexicana, tailandesa, francesa o norteamericana, por supuesto. La cartelera española es de las más pobres de la Eurozona, sin llegar a los excesos de la italiana, desde luego, pero acercándose a pasos agigantados a ese ideal sostenido por Berlusconi y garantizado por las políticas continentales: en cada país sólo ha de favorecerse la parte más convencional de la industria nacional y, por descontado, el grueso de la producción americana, única garantía de que las salas de exhibición seguirán funcionando para acoger sin problemas los productos locales. Echar un vistazo hoy a las carteleras de Madrid o Barcelona, o a la relación de estrenos semanales, es un ejercicio depresivo para alguien con una libido cinematográfica medianamente saludable: dominio incontestable de la producción americana en sus cotas más bajas de creatividad y ausencia de producción europea o asiática exigente, salvo contadas excepciones. O el público español de grandes capitales se cuenta entre los menos cosmopolitas del mundo, o los distribuidores y exhibidores (a menudo los dueños de las salas son los compradores de las películas, cosa que también se percibe en las políticas de exhibición) se muestran muy celosos de que lo siga siendo, quizá con el fin de que no pueda establecer comparaciones con la medianía nacional, bastante por debajo de la producción media internacional. La gran asignatura pendiente siguen siendo, no obstante, los productos más arriesgados del cine francés (los más conformistas llegan con facilidad) y los más creativos procedentes de Asia. Varios ejemplos a vuela pluma: ¿por qué nunca se estrenan las películas de Claire Denis o Catherine Breillat, grandes realizadoras, en un país que presume de paritario en materia sexual?¿Para no ensombrecer a nuestros presuntos talentos locales de sexo femenino? ¿Por qué no se estrena el penúltimo Assayas, o por qué directores tan importantes como Jean-Claude Brisseau, Bruno Dumont, Philippe Grandrieux o Arnaud Desplechin permanecen inéditos en nuestro país? ¿Por qué no se estrenan puntualmente los filmes de realizadores asiáticos de la importancia de Tsai Ming Liang, Apichatpong Weerasethakul, Jia Zhang-ke, Takashi Miike o Kiyoshi Kurosawa, entre otros?
3. Otro apunte sobre copias defectuosas en circulación. Juegos salvajes, la estupenda película negra de John McNaughton, tuve que verla no hace mucho en el canal Cosmopolitan en una copia censurada, y eso que era en horario nocturno, cuando yo mismo la había descubierto hace una década en otra televisión nacional en una versión sin cortes que los americanos no pudieron ver hasta que, años después de su estreno en salas y salida en vídeo, no se editó la copia no censurada en su país. Es vergonzoso, por no decir algo peor, que hasta nuestras copias de películas vengan mediatizadas por los metrajes retocados de las copias americanas. La sumisión del mercado español y, por ende, del europeo, a los dictados e intereses de las majors americanas preocupa poco a nuestros políticos e inquieta mucho menos a la mayoría del público. Unos predican la constitución de un mercado único, que desde luego en lo cultural y lo cinematográfico dista mucho de existir, mientras los otros se conforman con la falsa ración de felicidad (si acaso) que los productos yanquis supuestamente les suministran a cambio de un módico precio (¿?). Nunca ha sido más difícil que hoy ver una película europea innovadora en un país que no sea el de su producción. Menos mal que Internet y el ADSL, por más que le duela a la presidenta de la academia española del cine, nos permiten a diario romper el aislamiento y la dieta anoréxica en materia de consumo cinematográfico que entre todos los responsables del negocio se han propuesto imponernos. Esto no hay quien lo pare, y es una magnífica noticia. Cuando hablemos de una película nadie tendrá que saber por qué medios hemos conseguido verla. Como prisioneros de una estrategia cultural carcelaria, la del mercado librado a su iniciativa más opresiva, menos libre, habremos conseguido hacer más tolerables las condiciones de nuestro encierro gracias a los usos imprevistos de la tecnología. Por lo menos, hasta que los poderes confabulados no se pongan de acuerdo en restringir el ancho de banda que garantiza nuestra libertad y placer.
4. He leído por ahí reproches a la última entrega de Indiana Jones fundados en la pobreza imaginativa de recurrir a los mitos alienígenas à la Von Daniken en la resolución del film. No veo nada malo en ello. Es más, la sensibilidad pulp de que da prueba ese recurso narrativo me parece la mejor forma de contener el exceso de una de las formas que más detesto en el cine: el academicismo neoclásico, o el neoclasicismo académico, según se prefiera. A Spielberg le viene muy bien ese baño de orillo descascarillado, a pesar de la cursilería con que suele revestirse después (el detalle del sombrero en la escena de la boda sólo responde al guiño de SS a su espectador preferente, la clase media mundial, recordándole, por si a base de tanta separación y tanto divorcio y tanto maltrato se le estaba olvidando que la mayor aventura imaginable es la de la vida en común, el matrimonio, la familia, etc.; menuda moraleja para mojigatos, esto es, para los que emulan a Harry Potter hasta en la vida conyugal). Por si Spielberg y Lucas se proponen realizar una quinta entrega de las insulsas correrías del profesor Jones, les propongo esta idea, perfecta para un porno conceptual dirigido sólo a los miembros adultos de la familia: el envejecido arqueólogo, en plena crisis de vigor intelectual y vital, emprende un arriesgado viaje nupcial en compañía de su recuperada esposa en busca de las ruinas bíblicas y los secretos sexuales de las devastadas "ciudades de la llanura" (Sodoma y Gomorra). Podría titularse provisionalmente Indiana Jones and the Temple of Sodom. Esta sería la ocasión idónea para que Indiana diera el tipo del aventurero íntegro de una vez, el que corre tantos riesgos en la cama (es un decir) como fuera de ella. Modelo histórico: el aventurero británico Sir Richard Burton, traductor de las Mil y Una Noches al inglés y autor de unos procaces apéndices que aún hoy soliviantarían a nuestros clérigos culturales, tan puritanos ellos.
5. Mientras la Kultura celebra a un Kafka descafeinado como santón de la tristeza individual y la morbosidad familiar (olvidando su incomparable humor y su fino olfato sexual), se sigue hablando de las versiones cinematográficas de siempre, olvidando que Haneke hizo una adaptación espléndidamente fiel de El castillo en 1996. Fiel al estilo visual del cineasta (lacónico, sobrio, contundente) y a la letra de la novela kafkiana (igualmente lacónica, sobria y contundente). Lo que, bien visto, es una heroicidad estética que no ha merecido tantos elogios como debiera, acaso porque casi nadie la ha visto (como pasa con la espléndida Medea de Lars von Trier). Echo en falta, sin embargo, que alguien haya señalado a El exorcista de William Friedkin como lo más cerca que Hollywood ha estado de adaptar La metamorfosis de Kafka sin renunciar a sus planteamientos formales o ideológicos. Las diferencias entre las dos obras acendran aún más los parecidos existentes al llamar la atención sobre la sutil lectura del original que encierran sus impactantes imágenes. La cualidad más política de la cinta procede de la idea de que la niña Regan canaliza a través de la abominable mutación de su cuerpo y la obscenidad extrema de su lenguaje todas las libertades contraculturales, licencias inmorales y transgresiones que los años sesenta y setenta implantaron en el seno puritano de la sociedad americana. El equivalente real de la posesión diabólica de Regan sería el secuestro y posterior conversión de Patty Hearst a la ideología revolucionaria y racial de sus raptores. Con lo que los esfuerzos de la madre voluntariosa y los ministros católicos por rescatarla de las garras del mal cinematográfico hallan en el contexto histórico americano una explicación pertinaz. Sólo seis años después, el triunfo electoral de Ronald Reagan demostraría que el exorcismo practicado sobre el cuerpo voluptuoso de la niña Regan (Linda Blair se encargaría de exhibirlo desnudo cada vez que tuvo ocasión en revistas o películas para que no quedaran dudas de que el diablo no se había equivocado al poseerla) era mucho más que una ficción terrorífica. Era la realización anticipada del programa político republicano sobre el corrompido cuerpo social de América.
6. Cunde en la red la necia opinión de que Almodóvar, al parecer, sentiría envidia de Woody Allen. Comienzo por proclamar mi asombro ante la idea. No sólo no sé muy bien qué podría envidiarle Almodóvar a Allen sino que me sorprende la sobrevaloración de éste en los círculos cinéfilos hispanos. ¿Cuánto hace que no veo una película de Allen que esté a la altura de lo mejor suyo? Que me gustara Match Point (la primera película de Allen en mucho tiempo que no me daba ganas de salir de la sala a la media hora de proyección, en parte también por la presencia erótica de Scarlett Johansson) no quiere decir que la encuentre a la altura de Maridos y mujeres, Delitos y faltas, o las ya clásicas (su incontestable aportación al arte cinematográfico estrechamente entendido como narración de una historia y retrato de personajes) Annie Hall, Manhattan o Zelig, que son mis favoritas de este director en baja forma desde hace una década por lo menos (a pesar de eso algunos destellos de Deconstructing Harry o Poderosa Afrodita consiguieron convencerme como signos de una vida creativa latente en el cerebro de Allen). Volver a ver Hollywood Ending o La maldición del escorpión de jade, por poner dos ejemplos recientes, basadas en ideas originales deplorables y con una pobreza visual alarmante, me confirma esta negativa impresión con creces. Así que Almodóvar, el más creativo director de cine español de la historia después de Buñuel y, como él, con envidiable proyección internacional, tendría muy poco, hoy por hoy, que envidiarle al exhausto cineasta de Brooklyn. Su operación barcelonesa, de ridículo título, sería sonrojante para él como artista si no diera también vergüenza ajena, esto es, si no debiera abochornar a los que tuvieron la genial idea de encargarle un spot publicitario de la ciudad con un reparto desajustado y un presupuesto muy ajustado dadas las circunstancias. Decididamente, no cambiaría ninguna película de Almodóvar de la última década por ninguna de Allen. Y sigue sorprendiéndome el crédito que por estas tierras aún se le concede. Como pasa con Paul Auster, por otra parte. Otro sobrevalorado nacional. Desde luego, este país no corre el riesgo de sobrevalorar a Lynch o a Cronenberg o a Godard, pongo por caso. Y eso también dice mucho del gusto preponderante.
6. Una anécdota para terminar de una vez con el tema de las copias censuradas. Me tocó ver por primera vez Instinto básico en el canal de pago del hotel Roosevelt de Nueva York en el caluroso verano de 1992 (sí, estaba en NY justo cuando se desató el escándalo por el adulterino estupro de Allen con la hijastra oriental, y me divertía mucho leyendo a diario el linchamiento mediático a que Allen fue sometido por la opinión pública americana, así que el clima cultural estaba bastante recalentado). Precedido de una fama escandalosa, lo que más me sorprendió al ver el pornothriller de Verhoeven en la habitación donde me hospedaba fue la exageración de sus detractores ante su potencial ofensivo. No había nada especial en los fotogramas de esa película que no hubiera visto una y mil veces en cualquier psychothriller de la última década. Incluso menos, mucho menos. Y me sentí estafado y decepcionado en mis expectativas. Por supuesto, me engañaba sin sospecharlo. Para ver las sulfúreas razones del escándalo (y no me refiero sólo al freudiano cruce de piernas de la bella Stone) tuve que volver a Madrid y ver de nuevo la maldita película en una sala de VO de la capital. Entonces sí que comprendí a sus feroces enemigos de la corrección política y el sentimiento de denigración del colectivo homosexual. Aunque éstos nunca comprenderían mis carcajadas al verlos así ridiculizados no por el provocativo artefacto de Verhoeven (el lesbianismo, en mi opinión, no sólo sale robustecido como tendencia sexual de las estimulantes imágenes de esta película sino que forma parte de la estrategia de burla descarada e inteligente de las expectativas del espectador masculino asociado a la virilidad rampante y ramplona del personaje de Douglas) sino por la censura vigente en su propio país. El desgarro hipócrita de sus vestiduras, por justificado que pareciera, quedaba inmediatamente neutralizado por la potente máquina de control audiovisual imperante en la sede administrativa y militar del imperio. SOB.
7. Lo mismo había pasado una década antes con Cruising, otra obra maestra de Friedkin condenada por las previews y descuartizada por la censura (Friedkin es un gran director del Nuevo Hollywood, a reivindicar a pesar de sus desniveles creativos: French Connection, El exorcista, The sorcerer, o la muy reciente Bug, una pesadilla paranoica escalofriante que sigue sin estrenarse aquí, aunque pasó por el último Sitges, bastarían para confirmar su categoría). Parafraseando las declaraciones, de hace sólo unos meses, de un programador cinematográfico neoyorquino que participó en la campaña de denuncia contra el policíaco protagonizado por un Pacino más filogay de lo que la parroquia hubiera deseado: si hubiéramos sabido que protestar con contundencia contra la representación de la homosexualidad en Cruising iba a tener como consecuencia que productos como Will & Grace serían los únicos legitimados para tratar la temática homosexual, nos habríamos metido, con mucho gusto, la lengua en el culo (sic).

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