jueves, 10 de julio de 2008

PASTILLAS ROJAS (2)


1. Este año 2008 no ha producido por ahora ninguna película que supere a mis preferidas del año 2007. No exagero nada al decir que una conjunción milagrosa y muy difícil de repetir me ha dado la oportunidad de ver tantas y tan memorables películas en tan poco tiempo. Muy pocas de las películas americanas vistas en lo que llevamos de año se podrían equiparar, en ambición y logros estéticos, a Inland Empire (David Lynch), Southland Tales (Richard Kelly), Zodiac (David Fincher), I´m not there (Todd Haynes), Redacted (Brian de Palma), No es país para viejos (Joel Coen, 2007) o Death Proof (la versión larga de su contribución a la estupenda Grindhouse, ensamblaje de cine excitante y creativo realizado con la complicidad de Robert Rodríguez, cuya contribución personal, Planet Terror, supera, como buen discípulo paródico, las últimas propuestas artesanales del monopolizador de los zombis, George Romero, a pesar de contar éste con todas mis simpatías estéticas e intelectuales). De todos modos, la última película que vi en 2007 fue la magnífica Sweeney Todd de Tim Burton, ese jacobino ajuste de cuentas, sanguinario y cruel como corresponde a sus postulados, con su pasado y con los que han intentado acabar con él y con su admirable carrera.

2. Hablo sólo de cine americano, para que quede claro. El cine europeo tampoco es que ande boyante, por desgracia, pero muchas de sus propuestas más interesantes no se han estrenado aún o no coincidí con su estreno. Algunas de ellas, además, como Alexandra (Alexander Sokurov) o Boarding Gate (Olivier Assayas), no son de este año. La primera se ha estrenado hace unos meses con escaso eco, a pesar de que su director es uno de los grandes artistas del cine contemporáneo, y la segunda sigue incomprensiblemente inédita, aunque la he visto y por ello puedo decir el error que se comete al no estrenar aunque sea para un público minoritario una de las películas que más le ayudaría a comprender el mundo en el que vive y no ese simulacro amañado que los políticos y los periodistas le suministran a diario para calmar sus inquietudes ciudadanas . Assayas se ha ganado mi admiración después de realizar películas tan brillantes e imprescindibles sobre el devenir contemporáneo del formato narrativo cinematográfico y el destino de las imágenes en el mundo postmoderno como Irma Vep (1996), Demonlover (2002) y ésta última, Boarding Gate (para comprender todas las dimensiones de este neothriller sobre los entresijos afectivos y personales del capitalismo recomiendo la lectura de este inteligente post de
Shaviro). Por si fuera poco mérito, me parece sobresaliente y sintomático el modo en que Assayas consigue acoplar esta investigación estética de última generación, en una operación bastante sofisticada, a la presencia carismática de actrices de belleza y fotogenia nada convencionales como Maggie Cheung, Connie Nilsen, Chloé Sevigny, Gina Gershon o Asia Argento (la presencia de ésta en New Rose Hotel, de Abel Ferrara, y no sólo su fama de icono cinematográfico cool, debe haber influido bastante en la elección de Assayas de hacer de su cuerpo, su rostro y sus actitudes el material inflamable de este film; del mismo modo que Maggie Cheung en Irma Vep remitía a Wong Kar Wai y todo el cine de Hong Kong como correlato histórico de los seriales populares de Feuillade protagonizados por Musidora). Ellas son (y dan) la imagen del fascinante mundo de ficción descrito en las tres películas.

3. Es cierto que muchas de las películas americanas que he citado más arriba las vi en Estados Unidos, y que dos de ellas (la de Haynes y la de Kelly) al no estrenarse por aquí privan al espectador una vez más de contemplar las posibilidades del cine en la era digital, ya sea para abordar la biografía apócrifa y múltiple de una estrella musical como Bob Dylan, ya sea para comprender cómo los formatos de Internet están modificando las categorías de la narrativa audiovisual. Pues Southland Tales reconfigura los materiales con que se construye un relato empleando los formatos y plantillas de Internet y la televisión. Y además le gasta una broma pesada a la América de Bush, a la que satiriza con humor e imaginación, situando el Apocalipsis de toda una cultura en 2008. El cómic editado como precuela es también magnífico, tanto de imagen como de texto, y constituye uno de los pocos casos que yo conozca en que estos dos medios tan diferentes (el cine y el cómic) han sabido redefinir sus relaciones del modo más creativo.

4. La noche es nuestra (We own the night, el título americano, alude al lema bastante explícito de la policía neoyorquina) la vi el año pasado y me parece, sin duda, un melodrama policial notable, aunque lastrado por una estética narrativa algo neoclásica y una ideología familiarista y conservadora que no acabo de digerir (hasta el punto de que el formato genérico me parece, como tantas veces en el cine americano, un excipiente agradable para un fármaco moral intragable). No obstante, considero que esta película de James Gray (autor también de la excelente The Yards) constituye una de las grandes figuraciones narrativas en torno al pacto social de miedo que se forjó en la sociedad americana tras el 11 de septiembre y que dio el segundo mandato al execrable Bush. En el orden visual, que es donde Gray no corre muchos riesgos, la secuencia de la persecución automovilística me parece de una brillantez formal impresionante (a falta de una revisión, diría que reinventa la forma de la persecución para ajustarla a una nueva función narrativa) y una de las mejores escenas de acción de la última década.

5. De entre las películas americanas que he visto este año destacaría, por todo lo que aportan a la cuestión del lenguaje cinematográfico en plena mutación digital y a la observación de un paisaje social mutante, Cloverfield y El incidente, no por casualidad dos cintas fantásticas sobre la vivencia íntima del Apocalipsis o la catástrofe. Una (la producida por JJ Abrams y dirigida por Matt Reeves) daría lugar a una larga discusión sobre el punto de vista, la cámara como foco narrativo, el montaje como accidente, el grado de la ficción, etc., mucho más que sobre la polimorfa naturaleza del monstruo invasor. De hecho Cloverfield llega después de un año donde el triunfo de lo digital ha mostrado la superioridad reflexiva del cine americano sobre el cine europeo del momento (e incluso sobre el asiático, con la excepción quizá de Naturaleza Muerta de Jia Zhang-ke). Películas que tratan de la digitalización de la realidad, la inmersión en los mundos de la información y el espectáculo y el modo en que las nuevas tecnologías afectan a la relación privado-público, imagen y realidad, etc. Que Cloverfield, con todas sus virtudes, haya triunfado en taquilla y no lo hayan hecho estas otras propuestas metafílmicas (muchas de las mencionadas más arriba) es una prueba lamentable de que las tendencias dominantes las marcan adolescentes desinformados, o, peor aún, totalmente colonizados por la imaginería del sistema. Por su parte, El incidente (dirigida por un Shyamalan que está intentando remontar sus últimos fiascos artísticos y crematísticos, a la busca de la credibilidad perdida con esta balbuciente Serie B que se traviste de blockbuster modesto) no es una broma de su director, a pesar de la cita final a Marienbad como espacio del todo vale, sino una confusa advertencia sobre el poder de la pulsión de muerte (y su pulso contra su antagonista principal, el instinto de vida) en el tecnológico siglo XXI. Una charada postfreudiana sobre Eros y Tanatos disfrazada tras la apariencia de una parábola ecológica de ideología neutra (tan lejos de la predicación new age como de la denuncia radical). Los que hablan del humor de Shyamalan (si pienso en El sexto sentido o Señales, el humor del tímido Shy me parecería más bien funerario) se olvidan de que en la industria cinematográfica americana (incluso en la cultura americana concebida como un subproducto de la industria del entretenimiento) lo que no es divertido no es, esto es, no llega a existir (el miedo a que los propósitos serios lastren la recepción comercial de un producto obliga a los cineastas a hacer piruetas como bufones para convencer a su audiencia de que lo suyo sí que son funny games). Es un pleonasmo hablar del posible humor de Shyamalan en la medida en que su supervivencia en el seno de esa industria depende proporcionalmente de que no se le tome en serio (sobre todo si se trata de las impactantes imágenes de los suicidios en masa, que tanto recuerdan a las vírgulas negras que caían como una plaga de las torres gemelas incendiadas, como retrató tan bien, declinando el concepto de la ley de la gravedad en todos sus sentidos posibles, Don DeLillo en su última novela publicada). Quizá deberíamos empezar a leer este cine a contracorriente para no hacerle el juego a los que intentan desactivar su poder de intervención y el potencial revulsivo de su discurso (los planos de los suicidas tomados de las rodillas abajo, además de una magnífica elipsis, son una elocuente prueba del temor o el terror a las imágenes de la muerte que amedrenta al sistema del espectáculo americano). Así que el fantástico artefacto de Shyamalan, por más sobrecargado de guiños cinéfilos y bromas sardónicas que parezca, es una lúgubre meditación sobre el final del duelo por el 11 de septiembre.

6. Otra película interesante de este año: Rebobine, por favor, es un canto paradójico a la imaginación y la complicidad del espectador y me gustó bastante cuando la vi en su estreno, pero no sé por qué tiendo a olvidarla con facilidad. Y eso que las películas anteriores de Michel Gondry me entusiasmaron, desde Human Nature hasta La ciencia del sueño, pasando por mi preferida, Eternal sunshine of the spotless mind, una obra maestra por la que Charlie Kauffman, mi guionista favorito de Hollywood, mereció ganar un premio tan poco prestigioso desde un punto de vista creativo como el Oscar. En ella Gondry y Kaufman se ponían de acuerdo visual y literariamente para rendir homenaje a Alain Resnais, uno de los grandes directores franceses menos apreciados en este país a causa de su presunto formalismo estético (Coeurs, su última película estrenada, es una obra maestra de relojería, como todas las suyas, que vi hace dos años y necesito volver a ver antes de comentarla en detalle). Los parecidos entre Eternal sunshine y Je t´aime, je t´aime (1967), la única incursión literal en la ciencia-ficción del maestro de Marienbad, son tantos que casi podría hablarse con pertinencia de un remake para desmemoriados (circunstancia nada extraña en una cinta que aborda, entre otras cosas, la memoria como escenario amoroso, o, más bien, las alteraciones y perversiones de la misma por uno de los amantes con el fin de recuperar a su amor perdido). Gondry, como Chris Cunningham, que es el único que no se ha pasado todavía al cine, y Spike Jonze, el director de Being John Malkovich y Adaptation, también guionizadas por Kauffman y despreciadas por la crítica más estulta y ortodoxa, pertenecen a esa generación de artistas audiovisuales transgenéricos que atraviesan la publicidad, el videoclip (otra formato publicitario, no nos engañemos) y ahora el cine con la misma energía innovadora y radicalmente subversiva, con la diferencia de que en el cine parecerían poner en cuestión los valores estéticos a los que habrían debido subordinarse en los otros formatos en los que dieron a conocer su talento (también lo ha hecho Anton Corbijn con una estupenda película sobre Ian Curtis, el vocalista de Joy Division, titulada Control; tuve la fortuna de verla al fin no hace mucho en un vuelo de British Airways, ya que nadie se atreve a estrenarla aquí, y me conmovió y gustó más de lo esperado). Quizá por todas estas razones, y a pesar de sus cualidades visuales y narrativas, Rebobine es una obra en la que su director parecería dar un paso atrás en busca de un público virtual al que imagina ansioso por contemplar fábulas caprianas como ésta, de ideología más que dudosa, en que el poder inventivo de la máquina cinematográfica se pone al servicio de la comunidad entendida en el sentido más tradicional. Un planteamiento contradictorio con las especulaciones sobre el solipsismo sentimental o el autismo artístico esbozadas en La ciencia del sueño. Para reponerse de estas inmersiones extremas en el territorio de su ego escindido, Gondry necesita con urgencia un nuevo guión de Kaufman (y éste, dado el desastre aparente de su reciente experiencia como director, necesitaría el ojo de Gondry para visualizar sus obsesivas historias). Scorsese y Schrader saben mucho de choque de egos y podrían dedicarse a cobrar por impartir lecciones sobre cómo superar, si fuera posible, los males del egocentrismo creativo cuando llega la hora de colaborar...

7. Es muy curiosa la simetría inversa de otros dos estrenos recientes: mientras Speed Racer demuestra que para estar al día en los designios estéticos de la vanguardia comercial es necesario rebajar la edad mental del espectador hasta límites casi prenatales; el último Indiana Jones exhibe sin complejos la posibilidad de la aventura como sueño (o pesadilla) de la edad senil (en una línea ya expuesta por Spielberg en su contribución a En los límites de la realidad: la nostalgia y el anacronismo de la aventura a la antigua usanza como estimulador geriátrico). Un cine infantilizado en extremo (marcando una inquietante línea de fuga hacia lo subnormal) o un cine prematuramente avejentado (trazando una peligrosa curva declinante hacia la inercia o la petrificación del personaje y el espectador) son los dos polos entre los que se mueve, como un bucle insalvable, el blockbuster y toda la industria de Hollywood que lo produce con preferencia como máquina de hacer dinero. Los que creen que la película de Lucas/Spielberg habría mejorado con otro guión (sobre todo, proviniendo de ese fastidioso guionista llamado Frank Darabont), o que lo último de los Wachowski es un error o una metedura de pata caprichosa, se equivocan igualmente. Por lo menos éstos (no en vano los hermanos son los autores de la trilogía Matrix) intuyen y olfatean la dirección del viento (los videojuegos de última generación, la cultura japonesa del manga y el anime, etc., como recambios productivos para una narrativa agotada). Spielberg y Lucas se muestran tan perspicaces en lo comercial como desorientados en lo cultural. No hay más que recordar las debilidades flagrantes de la resurrección de la saga galáctica por parte del segundo para hacerse una idea de lo actualizadas que mantiene Lucas sus lecturas tanto de la tradición como de la modernidad. Spielberg, en cambio, parecía mostrar mejor forma y más despiertas dotes, sobre todo gracias a su reciente trilogía de ficción científica (AI, Minority Report y La guerra de los mundos, a pesar del mensaje reaccionario de esta última, le devolvían una parte del esplendor narrativo de lo setenta y comienzos de los ochenta). En el cuarto Indiana Jones, sólo el segmento del simulacro nuclear, con su clase media reducida en postizos hogares al pasivo papel de comparsa del espectáculo que planea su fulminación (una idea digna de Philip K. Dick), pone al héroe fatigado al mismo nivel de desconcierto y falta de resolución ante lo que está pasando de sus creadores (cual Bush ante una reedición de los atentados contra el WTC). El resto de la película es puro simulacro académico: aventuras simuladas, metafísica de cuarto de estar, arqueología de parque temático, ideología de museo histórico, etc. Los marcianos ya no son enemigos comunistas ni tampoco amigos interestelares de los hombres, sino entidades sobrehumanas, indiferentes a su destino histórico o al futuro cosmológico de la tierra; los comunistas son sólo eso, pobres comunistas, esto es, una pandilla de ingenuos que creen que pueden cambiar la historia sólo con invocar la tecnología necesaria; y los americanos son los destinatarios de un saber y un conocimiento milenarios que sólo les cabe atesorar inútilmente en naves de almacenamiento de las que nadie, salvo el ejército que las custodia, tiene ni tendrá noticia. Como síntoma postmoderno no está mal, como divertimento merecería un aprobado raspado, pero como cine está bajo mínimos, a pesar del derroche de medios y el éxito en taquilla. Y que conste que las dos primeras entregas me parecieron genuinas muestras de una reescritura ultratecnológica de la historia del cine (y la mentalidad) popular. Esta cuarta reitera, por desgracia, los mismos esquemas de la tercera, que ya entonces me pareció una repetición innecesaria.

8. De todos modos, la única película estrenada en 2008 que está a la altura creativa de Zodiac, Inland Empire y demás joyas de 2007 es, sin ninguna duda, There will be blood de Paul Thomas Anderson. En parte por la exhibición de talento artístico que supone para un director que siempre lo ha derrochado, a pesar de la debilidad narrativa de algunas de sus películas anteriores (en manos de cualquier otro director, incluido el Scorsese de Gangs of New York o El aviador, esta película se habría convertido en un gran relato lleno de banal (melo)dramatismo, espectacular decorativismo de época y un desenlace tan grandilocuente como inane). Pero, sobre todo, esta obra maestra anti-épica es lo que es por ofrecer una alegoría tan negra y espesa como el petróleo sobre la historia y el capitalismo americanos en el momento de su expansión definitiva y también sobre su protagonista, el hombre del capital: el hombre que hace cuerpo o funde su cuerpo con el capital (increíble, en este sentido, la encarnación del tipo por Daniel Day Lewis) y deviene el poderoso magnate que garantiza la difusión del capital, como modo de producción y como ideología de las relaciones humanas, por todo el cuerpo social. Esto convierte a la película de Anderson, como se ha dicho, en el Ciudadano Kane del siglo XXI, a pesar de todo lo que lo distancia de este modelo fílmico (que no es otra cosa que el estilo enfático y portentoso del gran Welles: la estética barroca de la planificación y el montaje, el neoexpresionismo de la fotografía y la iluminación, la teatralidad de los gestos y las interpretaciones, etc.).
Una historia bigger-than-life que pivota sobre los dos fundamentos decisivos de la historiografía americana: el dinero y la religión. Las alusiones al Kubrick de 2001 desde el primer plano, situando la acción en el árido desierto californiano o texano como una analogía de la temperatura anímica del relato y su protagonista, dan prueba de la ambición cósmica del proyecto. Y la escena final, ese gran guiñol retórico en que el capitalista omnipotente y ateo extermina al decaído representante de la fe en una bolera que es el resumen lúdico del espacio competitivo americano, es la profecía más amarga sobre la esterilidad y el agotamiento de una cultura bajo el dominio del capitalismo, una ideología fundacional en crisis y un país en tiempos de guerra. La demostración, en suma, de que el capitalismo emplea los axiomas que le son útiles para expandir su poder y prescinde de ellos en cuanto ya no los necesita. Ése es el final de la historia, en todos los sentidos de la expresión, representado por esta película terminal respecto de una tradición de contar (la del cine americano desde sus comienzos) ligada a una manera de transformar el origen mitificado de una nación en permanente justificación de los crímenes y las aberraciones del presente y el futuro (el contrapié ideológico de El nacimiento de una nación del pionero Griffith, película con la que establecería un combate ético y estético de envergadura). Un final fílmico, pues, sólo comparable al final de 2001 o El resplandor por la abrupta transmisión al espectador de un sentimiento de total desolación ante el destino humano . La hilarante culminación no de cien sino de miles de años de soledad y hastío universales.

9. Espero, con todo, que el nuevo Batman y, sobre todo, la reaparición del Joker estén a la altura de las expectativas creadas. Christopher Nolan no es tan bueno como creen algunos (basta con ver Insomnio o Batman Begins para cerciorarse de sus muchas flaquezas y langueurs), ni tan malo como creen otros (Bryan Singer, su homólogo en muchos aspectos, se llevaría la palma en este apartado escasamente honroso). El prestigio me devolvió la confianza en su limitado talento: al fin una historia sobre las relaciones entre la magia, la tecnología y la industrialización de la fantasía (uno de los aspectos ontológicos del cine) que fuera visualmente creíble. Repito: visualmente creíble, esto es, que esta idea se hiciera imagen, que las imágenes expresaran la ilusión misma de que estaban compuestas, con la que habían sido creadas, como tantas otras desde que los hermanos Lumiére, Edison y Mélies propulsaran este artilugio al pináculo del ocio moderno. Al acabar la proyección tuve la sensación de que por primera vez en una película comercial y mayoritaria había creído ver (repito: ver, esto es, captar con el sentido de la vista, absorber las ondas luminosas por la retina y transmitirlas al cerebro para su traducción a un código inteligible) un acontecimiento de envergadura mitológica: sí, había visto a la máquina cinematográfica (máquina de luz y movimiento, de cronología trucada) funcionar como una máquina del tiempo perversa y maravillosa. Sólo por esto valía la pena soportar el resto de la trama, algo redundante, por cierto, la rivalidad entre magos ambiciosos y la investigación sobre el ilusionismo cronológico (el fundamento narrativo del cine, por otra parte). Así que después de esto, han subido muchos enteros mis expectativas ante el duelo cinematográfico Batman-Joker escenificado por Nolan como un combate postexpresionista entre la luz y las tinieblas. Espero no equivocarme mucho. Aparte de esto la cartelera veraniega promete poco, por desgracia. Habrá que tirar de videoteca, o bien conformarse (es un decir) con las prodigiosas reposiciones nocturnas de series como Nip Tuck, Californication o Weeds, que suplen muy bien las carencias cinéfilas de la estación con sus excesos e invenciones.

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