viernes, 1 de agosto de 2008

POSTDATA. En defensa de la grandeza del cine europeo

Contemplar de nuevo La aventura hace pensar en todo lo que esta película excepcional inauguraba: la gran época del cine europeo, el insuperable período en que la heterogénea cinematografía del viejo continente iba a barrer del mapa los adocenados formatos narrativos americanos e iba a obligar a éstos a aprender unas cuantas lecciones importantes, de las que saldría por cierto su mejor cine en los sesenta y setenta (Kubrick, Altman, Peckinpah, De Palma, Coppola, Pakula, Scorsese, Schrader, Friedkin, Allen, Penn, Lumet, Cimino, Cassavettes, Nichols, Boorman, incluso Pollack: por poner sólo algunos ejemplos fáciles, la influencia estética de Antonioni en el tratamiento del espacio y la inscripción de los personajes en el mismo es notoria en filmes tan americanos como Klute, El último testigo y Los tres días del cóndor).
De modo que al volver a ver La aventura en un contexto muy distinto uno piensa, inevitablemente, en todo lo que aún estaba por llegar: el Buñuel posterior a Viridiana; la "nueva ola" de Godard, Truffaut, Rohmer, Demy, Malle, Varda, Chabrol y Rivette; algunos de los mejores Bergman y el magnífico cine del exilio de Joseph Losey a partir de El criminal; todo el Resnais posterior a Hiroshima, mon amour, con El año pasado en Marienbad y Muriel como grandes hitos de los sesenta, y todo el influyente cine de Alain Robbe-Grillet, Jean-Marie Straub, Jean Rouch y Chris Marker; Fellini dejando atrás el patetismo neorrealista de La Strada y Las noches de Cabiria y adentrándose en la gran aventura artística inaugurada con La Dolce Vita, o Rossellini consagrándose al cine didáctico a partir de El general de la Rovere; todo el cine de Ferreri, Pasolini, Bertolucci y Bellochio, o el Visconti posterior a Rocco y sus hermanos; todo el Bresson posterior a Pickpocket, quizá mi preferido de toda su filmografía, el Bresson de Mouchette y Au Hasard Baltasar; incluso Gertrud de Dreyer o, salvando las distancias, Plácido y El verdugo de Berlanga; el excéntrico cine de Georges Franju desde Los ojos sin rostro y el de Alain Tanner y André Delvaux; el gran cine centroeuropeo de Miklós Jancsó, Andrezj Wajda, Milos Forman, Vera Chytilová, Jerzy Skolimovski, Dusan Makavejev o Roman Polanski (antes de ser tentado por la semilla del diablo americana, o de volver a Europa con el rabo entre las piernas acusado de estupro para realizar otra obra maestra, The Tenant) y la singularidad estética de los soviéticos disidentes Serguei Paradjanov y Andrei Tarkovsky. Manifestaciones indiscutibles de la superioridad artística del cine europeo a uno y otro lado del "telón de acero" durante los turbulentos años sesenta.
Este predominio creativo se mantendría sobre la escena mundial hasta fines de los setenta y comienzos de los ochenta (con todos estos directores citados aún en pleno ejercicio de sus facultades, a pesar de las dificultades crecientes de recepción y financiación, y, además, el nuevo cine alemán de Fassbinder, Syberberg, Herzog, Schroeter, Schmid o Wenders, la renovación francófona de Garrel, Duras, Eustache, Akerman, Doillon, Jacquot y Techiné, el cine de Erice, Saura y Angelopoulos, o las fascinantes extrapolaciones de Carmelo Bene, Manoel de Oliveira, Otar Iosseliani y Raúl Ruiz, entre otros). Y esta reflexión, introducida al hilo de mi renovada admiración por la “aventura” estética de Antonioni, no puede sino producir una enorme tristeza y una inmensa rabia, sobre todo si uno piensa en todos los esfuerzos que desde los ochenta en adelante la mezquina conspiración de políticos analfabetos, productores, exhibidores, espectadores y periodistas de medio pelo ha fraguado a fin de acabar con la prodigiosa creatividad improductiva del cine europeo. Si, con todo, este cine creativo ha logrado sobrevivir es gracias al talento de muchos directores aún en ejercicio, veteranos o recién llegados, y al apoyo de algunos productores heroicos, críticos inteligentes a uno y otro lado del Atlántico y ese espacio de libertad incondicional que son los grandes festivales (Cannes, pero también Venecia y Berlín, San Sebastián y Nueva York, Rotterdam y Locarno). Pero debería darnos vergüenza pensar en la limitada circulación que tiene hoy cualquier película europea que no responda a los parámetros mayoritarios. O que resulte más fácil ver una película europea en cualquier viaje a Estados Unidos que en la propia Europa. Y, por supuesto, todo ello en beneficio del cine americano, que es el único que se ha ganado el derecho a ser exhibido en todas las pantallas como modelo único de una narrativa audiovisual aceptable por toda clase de públicos.
Todo esto, repito, adquiere una nueva pertinencia tras la contemplación de una película tan impopular y minoritaria, tan hermosa en la estética de sus imágenes como estimulante en sus propuestas intelectuales, como La aventura, de Michelangelo Antonioni. Una rareza, además, por su capacidad para describir el mundo contemporáneo a su creación, una cualidad que escasea incluso en el mejor cine europeo actual.
Postdata: Por si fuera poco, demostrando que el cine europeo no es sólo sinónimo de cine intelectual o artístico, desde finales de los cincuenta y casi hasta finales de los setenta, el cine de género europeo (la ciencia ficción, el terror, el fantástico, el policiaco, etc.) gozaba de una excelente salud económica y creativa, en muchos casos notoriamente superior a sus colegas americanos (Roger Corman, vgr.). Con directores de la envergadura imaginativa y visual de Terence Fisher, Mario Bava, Sergio Leone, Jean-Pierre Melville, o Dario Argento, entre los grandes maestros, y, además, Roy Ward Baker, Jimmy Sangster, John Gilling, Riccardo Freda, Terence Young, Lucio Fulci, Sergio Corbucci, Jesús Franco, Michel Reeves, Jean Rollin, entre muchos otros (tanto directores con una carrera más que solvente como filmes memorables de directores sin trayectoria reseñable como The Wicker Man o Pánico en el Transiberiano).

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