sábado, 9 de agosto de 2008

THE WORLD. Hacia un cine geopolítico



1. Uno de los grandes placeres cognitivos del cine desde finales de los ochenta, por lo menos, estriba en lo que podría llamar, citando a Jameson, el desarrollo de la “estética geopolítica”, o lo que más recientemente el Cahiers du Cinéma España denominaba "cine transnacional". Esta perspectiva se funda en la posibilidad de entender el cine contemporáneo, además de como un artefacto destinado al placer de los sentidos, el consumo cultural, la satisfacción intelectual, afectiva o emocional, y el entretenimiento o la diversión, por mencionar algunas funciones reconocidas del artilugio cinematográfico, como un instrumento de conocimiento del mundo, una tecnología cartográfica de las líneas de desplazamiento o fijación territorial, una reinterpretación imaginaria de los idearios nacionales, las fronteras geográficas y los ejes geopolíticos que movilizan las tensiones y los conflictos, las derivas culturales, los mestizajes e hibridaciones y las migraciones humanas, etc.
En este sentido, el viejo arsenal de estereotipos nacionales queda superado en un mundo rediseñado ahora a partir de categorías culturales aplicadas por regiones, territorios, metrópolis, archipiélagos de la realidad que se muestran en continua expansión, sin atender a lo acotado por las viejas fronteras, reales o imaginarias. Una ciudad, un barrio, una isla, una casa, una nave industrial, un paisaje fluvial, son algunos de los espacios cualesquiera por los que puede transitar una trama enhebrando un collar descriptivo-narrativo que acaba reconfigurando un modelo a escala del mundo, una imagen más o menos legible de la realidad contemporánea inscrita directamente en su dimensión espacial.
2. En una situación como la presente, en que que la gran farsa de los Juegos Olímpicos chinos tiende un velo hipócrita sobre los aspectos más crueles de la realidad de los estados y la economía mundial (¿por qué el deporte se ha terminado convirtiendo en la ideología que encubre todos los crímenes tras un manto de disciplina física y mental, competición reglada y respeto al adversario, sino porque representa la sublimación del espíritu del capitalismo postmoderno?), y el espectáculo televisivo de los cuerpos gimnásticos o atléticos compitiendo en un escenario globalizado, como en una coreografía kitsch del cineasta oficial Zhang Yimou, hacen olvidar enseguida todo el horror y la injusticia de un proceso histórico como el chino, y la complicidad del resto del mundo en él, el mejor anticuerpo que se me ocurre contra tanta falacia, tanta condescendencia y tanta mentira institucionalizada e interesada, es una revisión exhaustiva de la filmografía de Jia Zhang-ke, que es no sólo uno de los grandes cineastas actuales sino una de las miradas más penetrantes sobre una realidad en plena mutación como la china de las últimas décadas. Ya desde su primera película (Xiao Wu), donde ya planteaba la paradójica cuestión del estado chino, la relación entre lo privado y lo público, la propiedad privada y la colectiva, a través de la figura marginal del carterista profesional que es humillado por un régimen que prefiere la indistinción a la transgresión de las normas de conducta comunitarias. Platform y Unknown Pleasures son de visión obligada para quien quiera hacerse una idea de la historia reciente, la complejidad étnica y cultural de la China interior, como suele decirse, y el impacto de la subcultura americana en las vivencias de los jóvenes, entre otros motivos tratados con la cámara analítica de Jia (un gran artista del plano secuencia y la organización interna de cada plano, por no hablar del montaje milimétrico de las secuencias). O la prodigiosa The World, quizá la más compleja y lograda de todas las suyas, en la que las vivencias y conflictos de los personajes se ven retratados sobre el fondo de la globalización de un parque temático consagrado a los grandes monumentos del mundo exterior (la torre Eiffel, la Torre de Pisa, el Taj-Mahal, las Torres Gemelas, etc., reconstruidas a escala). Este horizonte de simulacros hacia el que supuestamente se dirige toda la actividad del país actúa, precisamente, como superyó estructural, cultural y económico sobre los pobres empleados que tienen que realizar la hazaña de colocar al país a esa altura descomunal y quizá inaccesible (el suicidio final de los amantes es una prueba de dicha imposibilidad y un signo de pesimismo moral). Y no me olvido de Naturaleza muerta, una película que, como los mejores productos artísticos de nuestro tiempo (pintura, fotografías, instalaciones), sabe transgredir los códigos estéticos en que se inscribe, circulando con atrevimiento crítico entre el neorrealismo, el hiperrealismo y el surrealismo para captar de un solo vistazo las cataclísmicas metamorfosis de la China actual (por desgracia no he podido ver aún ninguno de sus documentales, como Useless, Dong o su última película, presentada en Cannes, una sofisticada combinación de ficción y documental, 24 City).
3. Al mismo tiempo que los tanques rusos vuelven a erguir sus cañones para imponer la razón imperial, con o sin motivo, sobre otro territorio disidente (Osetia del Sur) como antes lo hicieron con Chechenia, el cine podría proporcionarnos algunas claves geopolíticas de lo que está pasando en Rusia y en los territorios amenazados por su poder expansivo (o el de antiguas repúblicas soviéticas como Georgia también militarizadas), si no fuera tan difícil localizar a tiempo las películas que cumplen con esa importante función geopolítica. Pienso, especialmente, en dos películas: una estrenada (Aleksandra, de Aleksandr Sokurov) y otra inédita (4 (Four), de Ilya Khrjanovski, con guión del gran novelista ruso Vladimir Sorokin). Esta última es visualmente deslumbrante ya desde su primera secuencia, en la que cuatro perros callejeros aposentados en mitad de una nocturna calle moscovita son expulsados literalmente por la irrupción alienígena de máquinas perforadoras en un combate entre inercia y actividad, regresión y progreso, que parece una alegoría política sobre la realidad de la Rusia de Putin. Por otra parte, la película de Khrjanovski tiene el atrevimiento de introducir en el relato de dicha realidad actual una temática tan incongruente como la clonación y la manipulación genética. De modo que la realidad de la película se presenta insidiosamente interferida por componentes de ciencia ficción, como la perturbadora idea de que los personajes principales (la prostituta, el ladrón, el traficante de carne) son todos clones. La conclusión de que la realidad social rusa es clónica o biopolítica en el más absoluto sentido del término, y de que el poder controla hasta la producción material de sus súbditos o sus alimentos, resulta obvia tras contemplar la película. En este sentido, la película es muy audaz, como algunas películas rusas de la última década (pienso en Khrustalyov, mi coche!, de Aleksei Guerman, y, muy especialmente, en esa joya apenas vista que es Of Freaks and Men, de Aleksei Balabanov) y no ha merecido el reconocimiento que el nivel creativo de sus imágenes y el riesgo de su propuesta hubieran merecido.
En el caso de Sokurov, como en el de Kusturica, la alianza espiritual y sanguínea con la Madre Patria sella todas y cada una de sus imágenes (así como el sentimiento casi (homo)sexual y el apego visceral al orden patriarcal aparece sellado en el ceremonial fúnebre de
El segundo círculo y, sobre todo, en los rituales de iniciación cuerpo a cuerpo de Padre e hijo). Y no sólo en Aleksandra, una parábola matriarcal sobre la guerra de Chechenia vista desde una (comprensiva) óptica filorrusa, completando la perspectiva tradicional y militar de Padre e hijo. En su última película, el nombre del personaje que le da título (el de la última zarina, Alexandra Feodorovna Romanova) y la condición de la actriz que lo encarna (la viuda de Rostropovich, Galina Vishnevskaya) son indicios suficientes de la intención alegórica nacional que subtiende la trama. Pero ya Madre e hijo era una contundente declaración de principios en este sentido: el ritual de la madre agonizante (Rusia) y el hijo devoto y esteta (Sokurov) que buscaba en la naturaleza idealizada y la belleza artificial de las imágenes un sucedáneo anímico de la madre moribunda (o ya muerta) constituye el núcleo ideológico de su cine, la alegoría de su misión como artista. Posteriormente, El arca rusa supuso la fascinante confirmación, a otro nivel, del mismo ideario estético expresado con medios técnicos ultrasofisticados. Lo que no quita que ambas obras me parezcan cinematográficamente admirables, a pesar de su reaccionario planteamiento geopolítico y cultural. Y es que todo el interés y toda la ambigua fascinación que suscita el cine de Sokurov (toda su ejemplaridad, si se quiere también) radica en este conflicto irresuelto entre una supuesta intención discursiva de ideología regresiva y un avanzado esteticismo y formalismo tecnológico. En la medida, precisamente, en que esa nostalgia por una patria perdida o muerta, o ese deseo de resurrección de una cultura enterrada por la historia, que puede estar detrás de todas sus estrategias narrativas y visuales, sólo se puede dar así, como esteticismo, como imagen deliberadamente trucada o artificializada, en cierto modo deformada y distorsionada; y en la medida, además, en que ese esteticismo nostálgico y ese imaginario aberrante sólo pueden producirse a través del más refinado uso de los medios tecnológicos, de las técnicas cinematográficas más avanzadas. Esa misma tecnología que, en su esencia, sería la negación radical de los valores contenidos en las imágenes, se convierte por las manipulaciones artísticas de Sokurov en la garantía de la belleza y la espiritualidad cuya pervivencia motiva su creación vocacional. Como ya sucedía con el cine del gran Tarkovski, esta contradicción aparente, esta confrontación de sus componentes, constituye el dinamismo interno del cine de Sokurov y, al mismo tiempo, suspende la eficacia y el alcance del discurso ideológico (indudablemente reaccionario) enunciado a su través. Por otro lado, este aspecto polémico no deja de ser extraordinariamente relevante a todos los efectos en un contexto tan turbulento para las identidades nacionales europeas como el actual. En cierto modo, esta tensión paradójica de su cine, además de reflejar los conflictos de su autor o su cultura, corresponde a la problemática coyuntura política rusa de preservar y reactivar los valores pretéritos de su cultura imperial sin renunciar a las ventajas acreditadas de la alta tecnología capitalista, en una síntesis de tradición y modernidad, regresión y progreso, que explica el formalismo estético de Sokurov tanto como su perspectiva anticuada (con El arca rusa como paradigma extremo en ambos sentidos).
Y éste es, precisamente, un rasgo destacado del cine geopolítico que no debe pasarse por alto: la ideología que conduce la reflexión legitimada por las imágenes no es un obstáculo sino un incentivo al pensamiento y el análisis, ya que además de los conflictos o tensiones regionales revela las ideas con las que son abordadas in situ, o con las cuales se les ha querido conferir una explicación, por errónea que ésta resulte desde otra perspectiva, que también debe considerarse.
4. Algunas zonas especialmente productivas del cine geopolítico:

-California: el cine de Hollywood entendido como muestrario de cine californiano con prolongaciones narrativas en ciudades como Nueva York, Philadelphia, Chicago, Miami o Boston, entre otras, o en diálogo con territorios más "salvajes" como Texas, Nuevo México, el Deep South o Arizona; pienso en Miami Vice, Infiltrados, No es país para viejos, Death Proof o El incidente como paradigmas recientes que oponer a los grandes logros de Inland Empire, La dalia negra, Zodiac, There will be blood, I´m not there o Southland Tales
(estas dos últimas, por cierto, escandalosamente inéditas en nuestras pantallas) como prototipos de un cine geopolítico de estirpe californiana y ramificaciones rizomáticas por todo el territorio americano;
-Hong Kong, Pekín, Shanghai y Taipei como núcleos hiperurbanos de un eje en perpetua rotación constitutivo de la problemática y compleja realidad china;
-Japón y Filipinas como singularidades insulares: una abocada a una cinematografía generalista (géneros potentes y cine de autor pujante) y la otra como foco de resistencia multicultural;
-Corea del Sur, como espacio continental doblemente conflictivo: por la secesión que lo constituye internamente y la situación geográfica que lo empareda entre la supernova china y la enana roja japonesa;
-El sureste asiático (Tailandia, sobre todo, con Apichatpong Weerasethakul y Penek Ratanaruang como intersección no sintética de la cultura local con la cultura global, pero también Malasia o Vietnam);
-Rusia, como analicé más arriba, y todos los territorios anejos de las antiguas repúblicas soviéticas en su tensión centrífuga respecto de ella.
(Como se ve, África y Oceanía, como continentes cinematográficos, han desaparecido del escenario mundial más candente; el mundo árabe sólo ofrece alegorías nacionales de escaso eco, mientras el cine iraní, antaño tan importante, es aplastado por los imperativos categóricos de los ayatollah; Canadá no ofrece nada nuevo después de Cronenberg y Egoyan; y Latino América brilla sólo por las producciones de nivel internacional de talentos como Carlos Reygadas, Lucía Martel o Lisandro Alonso, entre otros, y el cine (mal) globalizado de los mexicanos González Iñárritu y Alfonso Cuarón, que merecerían un capítulo aparte por ofrecer algunos destellos de lo mejor y, sobre todo, de lo peor de una estética cinematográfica concebida al modo geopolítico.)
(En este mapa provisional de posibilidades estéticas, queda claro que al cine independiente americano (de la Costa Este, sobre todo) sólo le resta dar cuenta de la problemática más estrechamente nacional, o regional en el sentido más limitado (con toda su grandeza, por supuesto, como en el caso de Gus Van Sant, Larry Clark o Jim Jarmusch). Por si alguien albergaba dudas, éste es el destino mayoritario de la factoría Sundance y su sello más bien gris de producciones de bajo vuelo. Si exceptúo Shortbus, que ha sabido convertir, con mucha gracia y picardía, una alegoría neoyorkina en una reflexión transnacional sobre la supervivencia del deseo en un contexto dominado por el miedo y la parálisis de la dinámica utópica, son muy escasas las cintas dignas de reseña en este apartado. Este cine funcionaría así como el reflejo del segundo o el tercermundo en el primer mundo, como también lo hace una parte residual de la producción europea.)

5. Por su parte, el problema europeo, en este momento, es que aunque cuenta con un cine del cuerpo potente (sobre todo en Francia), carece de una perspectiva geopolítica igualmente convincente, con la notable excepción de Olivier Assayas: Irma Vep, Demonlover y Boarding Gate constituyen un poderoso triptico sobre la geopolítica mundial catografiada desde un territorio progresivamente marginal como la Eurozona (un tríptico fílmico en el que, por cierto, el cine geopolítico produce muy hermosas intersecciones con el cine del cuerpo, como pasaba también en L´Intrus de Denis y Twentynine Palms y Flandres de Dumont). En el caso de Boarding Gate, bastaría con reinscribir su trama como una cartografía personificada de las relaciones entre Europa, Asia y los Estados Unidos en clave catastrófica (de caos e indefinición tanto como de voluntad de poder y lucha para conseguir el control de la situación) para comprender de inmediato el alcance crítico de su propuesta y la inestable imagen del gran mercado del mundo que es capaz de producir una película menospreciada por la crítica mayoritaria (la más obtusa y conservadora, la que sigue buscando en el cine consuelo moral, visiones edificantes, historias conmovedoras o emociones prefabricadas).
El hecho de que el proceso de reconversión de la antigua Europa en un poderoso superestado económico apenas esté produciendo un cine que dé cuenta de sus progresos efectivos y secuelas sociales es una ironía que obligaría, como poco, a reflexionar seriamente sobre la cuestión. El peso de los estados nacionales y las culturas locales en la artificial o abstracta nueva identidad europea quizá sea el único dato relevante arrojado por una observación superficial de sus estructuras cambiantes y vivencias cotidianas. La idea inconsciente de que la identidad europea no es que carezca de sentido sino de contenido, de sustancia reconocible por los ciudadanos, no puede sino favorecer el hecho de que las antiguas adscripciones nacionales, los nacionalismos y los arraigos en el terruño o el pequeño territorio proliferen tanto en la periferia de los estados como en las zonas urbanas. Jameson llegó a considerar en los años ochenta al film Passion de Godard (y por extensión al cine de ese período de su autor, desde Sauve qui peut hasta, pongamos, Hélas pour moi, antes de que se convirtiera en el gran archivero borgiano de una historia del arte cinematográfico entendida como colección de ruinas amnésicas) un “mapa cognitivo” del superestado europeo definido bajo la etiqueta “colectivos de alta tecnología”, pero quizá no sea ya éste el mejor concepto para definir esa identidad en perpetuo cambio y acomodación a las nuevas circunstancias mundiales del mismo modo que el cine de Godard perdió hace tiempo ese valor prospectivo.
Rohmer adaptando (de manera memorable) a D´Urfé, Rivette a Balzac, Breillat a Barbey D´Aurevilly, Garrel refugiándose en la evocación simulada del espíritu del 68, Winterbottom narrando la imposibilidad de adaptar Tristram Shandy como imposibilidad de la cultura europea para estar a la altura de su pasado, Greenaway reinventando a Rembrandt y Ruiz a Klimt, u Oliveira cumpliendo cien años como gran padre de la alta cultura cinematográfica del siglo pasado, etc., dan una imagen preocupante del presente creativo del continente. Por brillantes que sean estas obras o directores, en toda su diversidad y originalidad, constituyen síntomas agravados año tras año de un impasse creativo, de un desfase cultural o un ensimismamiento patológicamente europeo. El elocuente fracaso de Winterbottom (Nine Songs) al adaptar un texto tan geopolítico como Plataforma de Houellebecq, por imposibilidad financiera esta vez, y reducirlo a un escenario seuoderótico localizado en un piso londinense y puntuado por canciones ruidosas y desgarradoras es otro indicio, bastante negativo, de la disfunción productiva de que hablo. El cine europeo (¿la vida europea?) padece serios problemas de conciencia que le impiden la creación de fábulas geopolíticas o tramas globalizadas de la misma talla que las de otras regiones del mundo. Arnaud Desplechin se encierra en los dilemas familiares o conyugales de la clase media de sus orígenes del mismo modo que los Dardenne se dedican a interrogar una y otra vez, con mayor o menor éxito artístico, los modos de supervivencia de las clases desfavorecidas, o Pedro Costa visita las barriadas de inmigrantes como zonas de reacción, territorios de intersección y resistencia, de fricción entre las culturas subordinadas y las dominantes. Mientras Lars Von Trier, otro curioso disidente que no parece gozar del aprecio unánime de la crítica a pesar de contar con una trayectoria admirable, se muestra recalcitrante en la puesta en imágenes de una ideología antiamericana tan saludable como ambigua. Cambia la época, el estilo, la fotografía, los actores, la historia, el género o la técnica, pero Von Trier siempre nos cuenta, desde El elemento del crimen hasta El jefe de todo esto, la urgente necesidad que tiene Europa (es, precisamente, la magistral película del mismo título la que describe el origen histórico y la genealogía del "mal") de definir una política (y una política económica, si se quiere) contraria al colonialismo cultural americano, pero sin recaer en los fantasmas del fascismo o el estalinismo. El jefe de todo esto, su última travesura dialéctica, ha sido ninguneada por la crítica una vez más por razones inexplicables, a pesar de tratarse de un modelo inteligentísimo de comedia europea sobre un tema tan áspero como la mentalidad corporativa capitalista y el poder empresarial que habría hecho reír a a carcajadas a Karl Marx, a Bertolt Brecht y a Groucho Marx.
Otra excepción notable es Michael Haneke, uno de los puntales más sólidos del cine europeo de las últimas décadas (71 fragmentos de una cronología del azar y El vídeo de Benny me siguen pareciendo dos obras maestras demasiado desconocidas a pesar de la envergadura de su apuesta estética y la importancia de sus motivos para la problemática redefinición contemporánea de una identidad europea acorde con los tiempos). La estrategia geopolítica de su remake de Funny Games, analizada en otro post en toda su complejidad, no deja de representar una abierta confrontación entre el dominio narrativo del cine americano y la supervivencia creativa de un cine formateado a la europea trasladada al corazón mismo de la industria americana en un momento de gran vitalidad artística y comercial de ésta.
Hace unos años Slavoj Zizek planteaba que el desafío vital al que Europa se enfrentaba en la actualidad era el de ser capaz de trazar una línea sociopolítica que pudiera competir en el futuro con los modelos asiáticos de organización de la producción o con el capitalismo neoliberal estadounidense. El cine europeo debería plantearse al menos ese desafío y no enclaustrarse, como hace, en la ignorancia o indiferencia hacia su pasado esplendor, la explotación mediocre de modelos narrativos importados o el narcisismo estrecho del bienestar o el malestar, lo mismo da, más condescendiente (en el cine español, en particular, esta dinámica geopolítica es casi inexistente, lo que da una idea del ensimismamiento contemporáneo de la cultura española).
6. En cualquier caso, como se comprueba aquí una vez más, otro rasgo a tomar en cuenta de cualquier estética geopolítica que se quiera formular para el cine es la necesidad de una permanente redefinición y actualización tanto de sus métodos como de sus observaciones de la realidad . Y, por tanto, un reconocimiento constante de la provisionalidad de sus resultados y conclusiones, síntesis efímeras de sus procesos intelectivos y cognitivos, en perpetua reconsideración y cuestionamiento. Un ejemplo de esta actitud crítica de revisión necesaria podría representarlo la obligación de reinterpretar una película como Días de eclipse, de Sokurov, a una luz totalmente distinta de la que fue pionera a través de la espléndida lectura de Jameson a comienzos de los noventa: ya no como una alegoría de la imposibilidad de la Unión Soviética para incorporarse al sistema mundial capitalista, sino una alegoría sobre la imposibilidad de supervivencia de la Unión Soviética, en primer lugar, sobre la disgregación brutal de sus estructuras y, sobre todo, sobre la imposibilidad de que Rusia pudiera ponerse al nivel de las naciones más desarrolladas cargando con el lastre tercermundista de sus repúblicas asiáticas).
El mundo contemporáneo del capitalismo tardío ya no conoce sólo movimientos de rotación y traslación en la historia o la geografía, sino toda una nueva geofísica de la inmanencia de las relaciones, los acontecimientos, los flujos y los intercambios que el aparato del cine, por toda su avanzada tecnología y sus medios de producción cada vez más internacionalizados, está en mejores condiciones que ningún otro arte para mostrar en sincronía con su irrupción en la realidad, sin olvidar todo lo que esta misma tiene de construcción.
En cualquier caso, todo esto sirve para expresar por qué la conjunción de un cine "biopolítico" (un cine del cuerpo, como analicé en otro post anterior) y un cine geopolítico (o transnacional) me parece una de las grandes virtualidades creativas del cine contemporáneo.
(Para disipar las posibles ambigüedades a que daría lugar el uso de conceptos como local y global, nacional y transnacional, etc., y proyectarlas a una dimensión suplementaria del análisis, ofrezco esta reflexión algo especiosa de Jonathan Beller: “Lo así llamado local viene a existir en un espacio globalizado y, por tanto, adquiere una circulación global que desplaza la idea misma de localidad, mientras que lo global que irrumpe en varias localidades es menos un indicio geográfico (como en la guerra global) que el nombre para las nuevas capacidades tecno-económicas de acceso espacial y corporal”.)

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