viernes, 5 de septiembre de 2008

PASTILLAS ROJAS (3)



1. Tras ver o rever en los últimos meses algunos de los primeros largometrajes de Peter Weir (Los coches que devoraron París, Picnic en Hanging Rock, La última ola y esa rareza televisiva de filiciación loseyana, The Plumber) llego a una conclusión que nadie ha hecho antes, quizá por falta de perspectiva. La reevaluación de la obra de este director urgía en la medida en que la primera etapa de su cine permite considerarlo un riguroso precursor de M. Night Shyamalan. Es, en este sentido, una desgracia que su inmersión en el cine de Hollywood, a pesar de sus logros temporales, le hiciera perder progresivamente esa cualidad mental para lo inquietante, perturbador y fantástico. (¿No le pasó algo parecido a George Miller, el creador de la saga Mad Max?)

2. Una de las películas más barrocas y deslumbrantes de la historia del cine (La muerte de Maria Malibran, de Werner Schroeter) permanece condenada a la marginación por el hecho de que no existe una copia disponible en ningún formato convencional (aunque puede verse en una mala copia entre los archivos de la maravillosa
UBU Web). Una de las cualidades más sobresalientes de la extraña película de Schroeter es su adscripción a la estética camp, en lo visual y en lo musical. La fecha de su realización (1973) permitiría inscribirla en la recuperación del camp y el kitsch tradicional bávaro o aleman (también lo hicieron, a su manera, Daniel Schmid, Syberberg y Fassbinder después, sobre todo en Lola) a través de la reivindicación de esa sub-estética fomentada por Susan Sontag en sus ensayos y, muy especialmente, puesta en imágenes por Jack Smith en sus películas Normal Love y Flaming Creatures. De hecho, Flaming Creatures es el antecedente directo de La muerte de Maria Malibran, la obra inaugural de un cine sexualmente "diferente" que cruza el Atlántico e insemina a uno de los episodios más apasionantes del reciente cine europeo.
3. CINE INVISIBLE. El concepto lo ha reciclado, con buen criterio, por cierto, el número de agosto de Cahiers du Cinéma-España para definir las dificultades cada vez mayores que atraviesa el cine menos rutinario (el más ambicioso, creativo, desafiante, provocativo, exigente, difícil, o como se prefiera decir) para poder ser estrenado en nuestras pantallas. En general, coincido con sus cincuenta películas seleccionadas, aunque sólo he visto catorce de ellas (y no todas me entusiasman: Un couple parfait, por ejemplo, de Nobuhiro Suwa, como todo el cine de este director, a pesar de su interés parcial, me parece sobrevalorado en su celebración del minimalismo formal como excusa narrativa para abordar tramas anodinas o de perspectiva muy limitada). No lo considero un valor, sino una cuestión de sentido común. Lo vengo diciendo desde los primeros posts de este blog: que películas de directores que están elevando el nivel creativo o expresivo del cine contemporáneo sean sistemáticamente eludidas por la cartelera española (aunque es un mal creciente en otras carteleras, exceptuadas París y Nueva York) es un grave síntoma de regresión cultural. Por mi parte, me atrevo a completar la lista de Cahiers con algunos olvidos inexplicables de grandes películas de la última década cuyos directores no aparecen representados de ningún modo en ella: Southland Tales (Kelly), maltratada por el público y festejada por la crítica más despierta; Four (Kharzhynovski); Le temps retrouvé (Ruiz); Ichi the Killer y Gozu (Miike), disponibles en vídeo; Snake of June (Tsukamoto); Choses Secrètes y Les anges exterminateurs (Brisseau); Of Freaks and Men (Balabanov); Á ma soeur!, Anatomie de l'enfer y Une vieille maîtresse (Breillat); Tarnation (Jonathan Caouette).

4. Otro cineasta que merecería ser más recordado de lo que lo es últimamente es Paul Schrader. No es sólo uno de los grandes del Nuevo Hollywood (así lo corroboran tanto sus guiones para Taxi Driver, Fascinación, El Yakuza y Toro salvaje como sus películas Hardcore, American Gigoló, Cat People, Mishima o Patty Hearst, por citar cinco espléndidas obras de los setenta y ochenta), sino que su carrera en la última década es impecable, como atestiguan dos obras recientes de la talla de Aflicción y Auto Focus. Lástima que la segunda, a causa de su temática provocativa y escandalosa, haya sido arrinconada por críticos y espectadores, siendo una de las películas más adultas e inteligentes del cine americano de este siglo, con su combinación de falso biopic de celebridad televisiva (Bob Crane, el protagonista epónimo de Los héroes de Hogan) e intrahistoria de las relaciones entre la tecnología audiovisual y los aspectos más escandalosos de la vida íntima de los trabajadores del espectáculo. Si no estoy equivocado, sus últimas películas (The Walker y Adam Resurrected) no tienen previsto estrenarse en España. La soberanía e independencia creativas de Schrader no se merecen esta indiferencia cinéfila.
[Otros dos cineastas pendientes de reivindicación cinéfila a los que algún día dedicaré el post que se merecen por haber hecho algunas películas memorables : Nicholas Roeg (Performance, Walkabout, Don´t Look Now, El hombre que cayó del cielo, Eureka, Bad Timing, Náufrago, etc.) y Donald Cammell (Performance, Engendro mecánico, El lado salvaje). La circunstancia de haber compartido debut dirigiendo la misma película los emparejó para siempre, a pesar de la bifurcación divergente de sus respectivas carreras. Roeg sigue activo a sus ochenta años (cumplidos hace sólo un mes, por cierto) mientras Cammell se suicidó en 1996, tras tropezar una vez más con la incomprensión de productores y público.]

5. Viaje a Darjeeling muestra un cierto agotamiento de la formula cinematográfica de Wes Anderson, y parecería dar la razón a los que desde Rushmore avisan sobre la sobrevaloración del director. Reconozco que Rushmore y Los Tenenbaums se cuentan entre mis comedias predilectas de la última década (junto con los inefables Farrelly, por supuesto), pero que Life Aquatic y Darjeeling, más allá de ocasionales chispazos de brillantez visual o verbal, no me excitaron especialmente. El peligro para Anderson reside, tal vez, en que su desnivel creativo o bajada de forma o como quiera llamarse a su delicada situación, coincide con la aparición de diversos imitadores estilísticos no todos sin personalidad creativa. El más destacado, Jared Hess, cuyo Napoleón Dynamite parece un Anderson aún más freakie y corrosivo, un viaje a la América más profunda del corazón y la mente (esa misma que estará sintiendo en estos momentos que Sarah Palin, la candidata de McCain a la vicepresidencia, es una heroína doméstica y una víctima sadomasoquista como ellos de la engañosa modernidad de su país).

6. Veo al fin Retribution, de Kiyoshi Kurosawa. Desde que descubrí Cure he sentido no sólo admiración sino una intensa predisposición hacia el cine de este director japonés que merecería rebasar los límites de la cinefilia. Su talento para crear imágenes inquietantes, su concepción del trabajo de la cámara, el encuadre, la creación de planos y el ritmo del montaje lo convierten en uno de los grandes directores narrativos del momento, a pesar de ser infravalorado por cierta crítica y la mayoría de los espectadores. Por otra parte, su tendencia a adaptar escenarios policiacos excéntricos o tramas fantásticas y terroríficas, hacen de él también un director de una sensibilidad muy contemporánea. Charisma o Pulse son películas que han ampliado el arsenal de recursos visuales para la representación de lo invisible o irrepresentable. Y siempre con una perspectiva alegórica sobre las mutaciones de la sociedad japonesa que confiere a sus películas un grado de placer suplementario. Retribution, estrenada aquí sólo en DVD, no es una excepción sino una confirmación de la singularidad artística de Kurosawa. El cruce de géneros que le da origen (películas de asesinos en serie y películas de apariciones fantasmáticas o espectrales, con el referente obvio de El sexto sentido) produce una de las vueltas de tuerca más escalofriantes que el cine ha ofrecido sobre sus relaciones con la realidad y con la realidad construida de una mente enferma. El punto de vista de la película es, finalmente, el del psicópata que es también el policía encargado de descubrirlo. Y la visión de la realidad a que tiene acceso el espectador está enteramente mediatizada por las distorsiones figurativas y narrativas del asesino. Lo importante en todo caso es el modo en que se nos presenta la historia en imágenes de gran impacto con objeto de que, finalmente, la construcción de esas imágenes recaiga en la mente del psicópata. El desenlace apocalíptico (el asesino en serie es ahora un exterminador social) es la culminación de la reflexión pesimista y desengañada sobre el desarrollo tecnológico y la modernidad de la sociedad japonesa que Kurosawa lleva planteando desde Cure. (Es una vergüenza que el espectador español, dado su prejuicio algo racista contra el cine asiático, sólo pueda ver esta película cuando Hollywood decida servírsela en un formato desactivado e inofensivo.)

7. En torno a la cuestión del cine popular. Es fácil ver que la idea de cine popular debe modificarse tras el estruendoso fracaso de Grindhouse. Pues si este programa de películas creado por Tarantino y Rodríguez para uso y disfrute de una audiencia cómplice se ha estrellado con la indiferencia o el gusto normalizado del espectador mayoritario se debe a una sola causa: el concepto de cine popular que subyace a este proyecto (vulgaridad agresiva, desparpajo verbal, violencia paródica, humor festivo y carnavalesco, música estridente y excitante, figuración estereotipada o fetichista y, al mismo tiempo, explosiva de la feminidad, etc.) entra en conflicto con el gusto domesticado que las producciones seudopopulares de Hollywood han impuesto a su audiencia preferente (el público americano debe considerarse, en este sentido, el más reaccionario del mundo, esto es, el más aristotélico en cuestiones de narrativa, no en política, moral o economía, por desgracia).
Así que la defensa del programa Grindhouse (tanto Planet Terror como Death Proof, y los deliciosos cortometrajes que las acompañan, obra así mismo de Rodríguez, Zombie o Roth) se convierte en un programa activo de rechazo a la normalización del gusto impuesta por los productos made in Hollywood fundado en la idea paradójica de que la estética “popular” ya no es mayoritaria y de que lo popular hoy en la cultura de masas (condescendiente, demagógica, etc.) es un subproducto degradado del buen gusto pequeño burgués. Nada que ver con el potencial liberador o expansivo en lo afectivo y lo físico del cine popular de otras épocas o del arte carnavalesco más antiguo. Grindhouse, un gran éxito y un gran fracaso en este doble sentido, es una de las “películas” más libidinalmente divertidas, populares y explosivas de la última década. Es por eso que la distinción que han hecho tantos críticos europeos entre la magnífica propuesta de Rodríguez y la (igualmente magnífica) de Tarantino para favorecer a esta última en razón de sus mayores virtudes cinematográficas me parece un error de perspectiva descomunal. La separación de las dos películas siamesas anula brutalmente la fuerza disolvente que ambas poseían mientras se presentaban juntas ante una audiencia que debería haberlas celebrado como una burla cáustica y una propuesta de superación y renovación a partir del subgénero del (agotado) sistema narrativo y visual de Hollywood. Y digo esto a pesar de que, indudablemente, Death Proof ha ganado mucho en metraje y en poder de fascinación con su reconfiguración expansiva.

8. El buen gusto cinéfilo, en un momento de tanta y tan interesada confusión como nuestro tiempo postmoderno (es hora quizá de buscarle otras denominaciones, no precisamente de origen, pero sí originales, a nuestra cultura), se mueve, sin complejos de superioridad o inferioridad de clase intelectual, entre los extremos más altos y más bajos del consumo cultural, despreciando en general la zona intermedia, la más gris y mayoritaria (la más comercial y rentable a su vez). Entre, para entendernos, los genuinos estetas de la cultura de masas (De Palma, Lynch, Cronenberg, Tarantino, Almodóvar, Fincher, Kitano, Todd Haynes, Spike Lee, Richard Kelly, los Coen, Robert Rodríguez, Burton, Carpenter, Romero, Wong Kar Wai, Kim Ki Duk , P. T. Anderson y Wes Anderson, Bigelow, los Wachowski, los Farrelly, Takashi Miike, Kiyoshi Kurosawa, Alex Cox, Sunji Iwai, Johnny To, Park Chan Wook, Fruit Chan, Rob Zombie o Eli Roth, entre otros) y los verdaderos estetas de la cultura minoritaria (Godard, Rohmer, Assayas, Guy Maddin, Bruno Dumont, Jean-Claude Brisseau, Oliveira, Straub, Raoul Ruiz, Claire Denis, Béla Tarr, Sokurov, Jarmusch, Van Sant, Aki Kaurismaki, Kiarostami, Nuri Bilge Ceylan, Tsai Ming Liang, Greenaway, Breillat, Rivette, Desplechin, Hou Hsiao Hsien, Philippe Grandrieux, Jia Zhang Ke, Pen-Ek Ratanaruang o Apichatpong Weerasethakul, entre otros)...

9. Ahora que la Cinemateca Francesa se acaba de rendir ante el cine de Jesús Franco con
un ciclo de 69 películas (bonito número!), quizá sea el momento oportuno de recordar, en homenaje a Franco, mi pariente imaginario, esta reflexión irónica del novelista David Foster Wallace en su ómnibus narrativo La broma infinita, una de mis favoritas de las últimas décadas y una de las reflexiones más contundentes sobre la época y la cultura contemporáneas presentada en formato neonovelesco: "por qué tanto cine estéticamente ambicioso era tan aburrido y por qué tanto cine comercial y basura era tan divertido".
Precisamente, acabo de descubrir, con pasmo inesperado, El ataque de las vampiras (aka La comtesse noire, aka Female Vampire, aka Les avaleuses, aka La comtesse aux seins nus, etc.), una de las películas más desvergonzadas y sexuales de Franco, y me ha encantado la combinación de horror gótico y pornografía sadiana de una narración que intenta, en todo momento, convencer a su hipnotizado espectador de que la película sabotea con todos los recursos a su alcance (repeticiones de planos, ralentización y alargamiento de las secuencias, montaje abrupto, dislocación espaciotemporal, etc.) la posibilidad de ajustarse a los modelos clásicos del género. Con esta película (en la versión horrótica que he visto al menos), Jesús Franco superó en audacia narrativa y descaro exhibicionista no sólo a la Hammer que poco antes había ofrecido Las amantes vampiro (otra versión o perversión afrodisíaca de la Carmilla de Le Fanu a cargo de Roy Ward Baker, con la bella Ingrid Pitt como heroína maléfica), sino a Jean Rollin, especialista en injertar erotismo gótico y surrealismo icónico en historias de vampiras salaces.
En esta película de Franco el protagonismo libidinal corresponde a una vampira bisexual y explosiva (interpretada por la irresistible Lina Romay, de ojeras morbosas y pechos erguidos y puntiagudos como colmillos) que no succiona cuellos ni sangre sino coños y pollas (esmegma y esperma) hasta la consunción orgiástica de la víctima masculina o femenina previamente seducida por la sensualidad hipnótica del cuerpo de la depredadora. La secuencia final, en que el propio Jesús Franco acude a la habitación de la vampira para acabar con su poder de fascinación y la descubre, fascinado, en trance de “suicidarse” (para acabar con su estirpe maldita, otra innovación argumental) en una bañera llena de sangre, en alusión a la condesa Bathory, mientras alcanza un orgasmo terminal, es no sólo una escena del más extremo voyeurismo (donde el espectador y el actor comparten la carnalidad de la experiencia a través de la identificación con la cámara) y una de las cimas visuales del cine de Franco, sino una alegoría de la mirada obsesiva y fetichista de su director, atrapado hasta el paroxismo mutuo por el mismo poder icónico del objeto que pretende capturar con su objetivo cinematográfico. El difunto escritor y cineasta Alain Robbe-Grillet, autor de esa obra maestra del cine perverso titulada Deslizamientos progresivos del placer, estaría completamente de acuerdo hasta el punto de sentir del modo más visceral la extraña afinidad que existe entre su concepción del cine y la fantasía y la de Franco. A su manera inquisitorial, el Vaticano sancionó en 1971 el poder subversivo o revulsivo del cine de Franco, como el de Buñuel, al declararlos a ambos, sin ambages, dos de los cineastas más peligrosos en activo...
Para los que alberguen dudas aún, dos recomendaciones bibliográficas: la esclarecedora monografía de Tatjiana Pavlovic (cuyo título no tiene desperdicio: Despotic Bodies and Transgressive Bodies: Spanish Culture from Francisco Franco to Jesús Franco) y, mucho más difícil de encontrar y especializada, Immoral Tales: European Sex & Horror Movies, 1956-1984 de Cathal Tohill y Pete Tombs. En esta última, una rareza enciclopédica, sus autores llegan a afirmar lo siguiente: “Cineastas como Almodóvar, Buñuel y Franco no son exactamente la norma dentro de España. Son hombres marginales y salvajes, tipos que sienten una fascinación profana por el sexo, el exceso y el potencial onírico del cine…Como Buñuel, Franco es un transgresor nato, un hombre empeñado en crear su propia marca de cine anegado en sexo… Almodóvar, Buñuel y Franco son compañeros de cama creativos. Cada uno ha seguido una trayectoria distinta, pero todos se inclinan inexorablemente al sexo. De los tres, Franco ha seguido su ardiente reclamo de sirena más lejos y durante más tiempo, llevando el interés carnal hasta los límites de la imaginación humana”.
Quien haya visto El ataque de las vampiras (al menos en la versión más completa de las disponibles) no tendrá más remedio que reconocer la pertinencia de este juicio, más allá de las insuficiencias notorias del cine de su autor. ¿Sería posible este resultado estético sin esas carencias técnicas o narrativas? He ahí la cuestión que el cine de Franco sigue planteando a sus defensores y detractores, cada vez más polarizados, y que muchos directores ni siquiera se plantean: ¿no es acaso la calidad técnica del producto, como dicen los productores codiciosos, el espectador medio y las políticas institucionales, una trampa económica en la que naufragan tantos proyectos por falta de riesgo, ambición, imaginación, audacia o, simplemente, descaro?…



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