miércoles, 27 de agosto de 2008

¿PERDIDOS?


Termino de ver la 4ª temporada de Lost (Perdidos). Una de las series más portentosas y adictivas de la historia, sin ninguna duda, tanto por su sentido de la narrativa, la ambición de su trama, el sentido y la gradación del misterio, el contraste entre la vida exterior y la vida de los supervivientes en la isla, la redefinición contemporánea de la tradición de los relatos de naufragios en islas (con el contraste entre la vida urbana anterior o posterior y la vida silvestre comunicándose a través de la tecnología) como por la multitud de personajes implicados en la historia y la capacidad para manejarlos y darles vida individualmente (sus actores principales, especialmente los intérpretes de Locke/Bentham (Terry O´Quinn) y Ben Linus (Michael Emerson), superan a la mayoría de sus homólogos cinematográficos), etc. No es sorprendente saber que detrás de la creación de la serie está J. J. Abrams, quien ya había llamado mi atención hace dos años al reinventar Misión Imposible en la clave estética y narrativa (planificación, montaje, fotografía, diseño de los personajes, etc.) de las mejores teleseries de acción high-tech del siglo XXI (Alias, 24 horas, etc.).

El experimento humano colectivo realizado en la isla a través del accidente aéreo y la supervivencia conflictiva de los diferentes grupos que la pueblan es otro motivo de fascinación narrativa, sin duda, con independencia de que los factores de raza o etnia, reconocidos en los personajes, no intervengan de ningún modo en la acción. También resulta intrigante la eliminación de cualquier presencia o forma de vida animal (por lo menos en esta cuarta temporada), otro aspecto digno de análisis, contribuyendo al misterio que envuelve al entorno biotecnológico y la plataforma científico-experimental que configuran la así llamada “isla”. En realidad se trata de un campo electromagnético autónomo, de proporciones inimaginables, uno de cuyos más asombrosos componentes, además de la rueda que controla el núcleo de energía que permite desplazar la "isla" en el espacio-tiempo y los monolitos inscritos con petroglifos que cifran probablemente las instrucciones de uso del mecanismo, confiriéndole una “falsa” antigüedad, es el Monstruo, esa nube destructiva (¿nanotecnológica?) que es para sus enemigos como el ángel exterminador de la Biblia. En este sentido, la serie guarda también algunas afinidades con el inquietante cine de Shyamalan (El bosque, El sexto sentido, Señales, La joven del agua, El protegido, El incidente), si exceptúamos la ingenuidad o el infantilismo, por no hablar del conservadurismo moral, con que Shyamalan suele lastrar sus propuestas. Por otra parte, el regreso de los “seis del Oceanic”, narrado a través de espléndidos flash-forwards, constituye una descripción extraordinariamente incisiva del duelo, el dolor y la pérdida traumática tanto como del sentimiento de irrealidad, deriva y confusión mental que se apoderó de los americanos tras el 11 de septiembre…

Con todo, reconozco que lo que más me seduce de los múltiples atractivos de la serie es su vinculación al mundo literario de Philip K. Dick, y no sólo porque en un episodio de esta temporada veamos a Ben absorbido en la lectura de Valis. Muchos de los componentes de la trama proceden de Dick, o de lecturas de Dick, el autor que más ha acentuado el componente ontológico de la ciencia-ficción: experimentos colectivos con el tiempo, a veces con resultado catastrófico, telepatía y percepción extrasensorial, diferentes niveles de realidad, mundos encastrados y presencias espectrales, personajes instalados entre la vida y la muerte, o en dimensiones paralelas de la existencia, sofisticadas conspiraciones corporativas, vidas aparentemente normales que revelan su inestabilidad, fundadas en espejismos colectivos o simulacros tecnológicos, alucinaciones y experiencias paranormales, realidades artificiales, etc. Todos los motivos que los creadores de Perdidos podrían haber extraído de novelas como Tiempo de Marte, Un ojo en el cielo, Ubik, Los tres estigmas de Palmer Eldritch, Valis, Tiempo desarticulado, Un laberinto de muerte, El hombre en el castillo, Radio Libre Albemuth o Una mirada a la oscuridad, entre otras. Sólo por esta asimilación y reciclado de memas dickianos implantados en nuestra cultura como microchips inteligentes, Perdidos podría ser considerada una teleserie absolutamente contemporánea (como Nip Tuck, pero en un sentido totalmente distinto y, sin embargo, complementario). Algo mucho más excepcional de lo que parece en un medio tan conservador como el televisivo...

Una de las hipótesis provisionales sobre el designio último de Perdidos que ha ido cobrando cada vez más fuerza para mí durante el desarrollo de esta cuarta temporada podría formularse del modo siguiente. Es obvio que la trama de la serie ha excluido el azar en su construcción y los juegos con el tiempo, los anacronismos y prolepsis que (des)organizan la narración, favorecen la comprensión de que lo que está sucediendo en la isla está determinado por algún fin, forma parte desde el principio de una “conspiración” organizada a distintos niveles, de un experimento con pasado, presente y futuro. Llegado a este punto, ni siquiera me parecería improbable pensar que Ben Linus sea, a su manera, un “androide” carismático encargado por una corporación tecnocrática de conducir desde dentro este complejo experimento relacionado con la conciencia, en el sentido cognitivo del término: una puesta a prueba de las aptitudes (mentales y físicas) de los humanos en una interacción problemática de lo natural y lo tecnológico, lo vital y lo artificial, lo afectivo y lo racional tan extrema como el entorno de la isla del Pacífico donde tiene lugar (sin que esto implique, más bien todo lo contrario, que la isla tenga un lugar, suponga la existencia de una localización fija, un espacio cartografiado, ya que su condición podría definirse en términos de zona temporal autónoma). Una experiencia terminal que redefina de un modo productivo para el sistema esas mismas aptitudes y capacidades humanas, comenzando por las emociones que favorecen la formación de comunidades y el liderazgo moral de éstas…

En una de las imágenes con que se ha publicitado la serie figura la doblez o bifurcación del mundo en que habitan los personajes. Entre de un lado, la isla, con su vegetación lujuriante y frondosa, su estereotipada apariencia de paraíso ecológico; y de otro, reflejándose en el agua que rodea el contorno de la isla, la silueta arquitectónica de los rascacielos de Los Ángeles, la megalópolis donde tienen principio y fin sus peripecias. El interés de la imagen reside en que el skyline parecería reflejar, en otra dimensión de la realidad, los rasgos más visibles de la isla, dando a entender el bucle espaciotemporal en que viven atrapadas las mentes de los distintos personajes de la serie. La distorsión categórica (tiempo, espacio, identidad, etc.) que afecta a sus vivencias y percepción de la realidad.
En cualquier caso, la "isla" encarna la definición más precisa que la narrativa audiovisual ha producido de lo que en la teoría del caos y la complejidad, y también en la física de última generación, se conoce como una "singularidad". Según Ray Kurzweil, investigador en el campo de la Inteligencia Artificial, una "singularidad" en matemáticas implica infinitud y, de un modo u otro, en física se refiere a "un acontecimiento o una localización de infinito poder". Un estado de acumulación de materia y energía análogo al que se produce en un agujero negro (paradigma de la "singularidad"). Por tanto, la narrativa de Perdidos se muestra contaminada por las secuelas del "horizonte de acontecimientos" en que la "isla" se encuentra ubicada. Como una "ruptura de la fábrica del espacio y el tiempo" (Kurzweil).
Postdata: Revisando algunos episodios sueltos de la cuarta temporada se me ha hecho más evidente aún la filiación narrativa de Perdidos con La tempestad de Shakespeare y con la estupenda adaptación al mundo de la ciencia ficción de su argumento que supuso Planeta prohibido de Fred Wilcox (en este caso, además, la coincidencia entre la presencia de un monstruo asesino, incontrolable, en la película, y la presencia de una nube agresiva pero controlable por Ben, es una muestra de la reelaboración de antecedentes que constituye uno de los aspectos más ricos de la serie, como había pasado también con el Julio Verne de La isla misteriosa, por poner un ejemplo fácil). Así, Ben sería una suerte de Próspero, dueño de su isla a través de la magia de la tecnología, y todos los demás personajes serían sus ayudantes o sus antagonistas en la resolución de su conflicto. Incluso tendría una hija, del mismo modo que Próspero tenía a Miranda. Cada vez me parece más evidente que la vida en la isla es una plataforma de observación extraordinaria de la vida anterior y posterior de los personajes. Una suerte de utopía involuntaria, de estadio de existencia intermedio, de purgatorio vital, si se quiere. Con estas consideraciones sólo trato de apuntar algunas direcciones posibles de lo que veremos en las restantes temporadas, aunque espero que los nuevos episodios consigan sorprenderme aún más con novedades y giros argumentales imprevistos.

viernes, 15 de agosto de 2008

BATMAN ENDS: Vol. 2


1. Christopher Nolan, con esta película, ha tomado partido, dentro y fuera de la industria. Ha quedado claro de qué lado está, como cineasta y como ciudadano. Como cineasta, sus dotes quedan bastante en entredicho, pues tampoco es El caballero oscuro una película que rebose talento visual o narrativo, a pesar de su aparatoso montaje. Como ciudadano de una potencia aliada de Estados Unidos en la guerra de Irak, sólo demuestra su alineamiento indudable con la mentira y la manipulación. Por tanto, como cineasta y como ciudadano estaría del mismo lado. La mentira y la manipulación son su medio y su fin (algo así como una aplicación estética de la espléndida secuencia inicial del atraco). Un astuto tahúr que sabe barajar con mediana habilidad, pero indudable eficacia, gracias a que sus cartas están todas marcadas. Mientras Nolan finge, por conveniencia, alinearse con Batman, no deja de explotar hasta la extenuación los recursos del Joker.
2. Su reaccionaria reinvención de Batman como superhéroe al servicio del bien institucionalizado, tras la tibia recepción de la primera entrega, persigue una obvia finalidad política que sólo ahora la audiencia ha refrendado comercialmente por coincidir con sus preocupaciones políticas del momento: ¿cómo seguir votando republicano sabiendo todo lo que sé sobre Bush y la administración Bush? ¿Cómo evitar que un negro demócrata se apodere de la maquinaria política del país por el desgaste de años de desgobierno e ineficacia pública? ¿Cómo acabar con esta posibilidad, la peor secuela del 11 de septiembre imaginable, sin sentirme culpable por apoyar la política de la actual administración republicana?, etc. O como dice, abundando en la misma idea, el novelista David Foster Wallace, autor de un largo ensayo sobre McCain: “La verdad, tal como la veo, es que los siete años y cuatro meses de la administración Bush han supuesto tal desenfrenado espectáculo de horror, rapacidad, provocación, incompetencia, mendacidad, corrupción, cinismo y desprecio por el electorado que resulta muy difícil imaginar cómo alguien que se identifique como republicano pueda pasar por populista”. Hasta que llegó El caballero oscuro, con su fatuidad popular de alta escuela de negocios, a resolver esta aporía de la política americana.
3. Bruce Wayne es la imagen competitiva del capitalista high-tech de día (con su vena American Psycho aportada por Christian Bale y alguna escena equívoca que lo retrata como un vividor libertino a falta del único amor de su vida) y el concienzudo vigilante nocturno. Un cyborg ultracapitalista, tan avezado en navegar los flujos financieros como en explorar las potencialidades de la tecnología de última generación para sus propios fines de control y explotación del mercado y la bulliciosa vida de la calle. La alianza de este superhéroe capitalista con los representantes del poder local (el policía honrado, pero mañoso; el fiscal heroico, pero violento y ambicioso; etc.) para proteger a los ciudadanos (la “buena gente” de Gotham, amenazada por la delincuencia organizada y la locura terrorista) es paradigmática del funcionamiento del poder en la sociedad postmoderna, incluida la legitimación de la tortura, las manipulaciones legales, la corrupción policial, los pactos delictivos y las actividades inconfesables, realizadas al margen de la ley, con la que sus figuras emblemáticas deben cargar, como una maldición, a fin de no turbar el sueño democrático de los ciudadanos.
4. El Joker (interpretado por Heath Ledger como un cruce de roquero provocativo, artista mimado por las galerías de moda, psicópata de circo y algunos “locos” carismáticos interpretados por Marlon Brando, como el coronel Kurtz o el cazador de recompensas de Missouri) pasa a ser el terrorista concebido a la manera (banal) americana, vaciado de cualquier ideología que justifique sus crímenes y acciones. Un malo en estado puro, travieso y anarquista, enamorado del caos y el crimen, pero sin un proyecto definido de transformación o vindicación social. Lo que, obviamente, desactiva su potencial revolucionario y lo convierte en un mero pretexto para reafirmar la valía y los valores de los héroes de la película. Hoy por hoy, el terrorismo combatido por Bush y los suyos con tanto ahínco como ineficacia se parece a la definición de este nuevo Joker en esto: si admitimos que tiene una idea, nos derrotaría; si sólo reconociéramos que cada uno de sus atentados persigue un objetivo realmente, responde a un ideario sólido, nace de unas convicciones que ni siquiera estamos en condiciones de entender, entonces ya nos habría ganado. Lo mejor es neutralizar esa posibilidad, transformar su figura en la de un gamberro psicópata, un demonio infiltrado en el sistema para perturbar su funcionamiento y conquistar protagonismo mediático, pero no para cambiarlo. Es mucho más fácil enfrentarse a él convencidos de que sus actos son la manifestación de su odio desquiciado a nuestro maravilloso sistema de vida que aceptar que representa con sus gestos algún modelo de vida alternativo.
5. De ahí el lema inequívoco con que se publicita en algunos carteles la película: ¿Por qué tan serio? ("Why so serious?"). Pregunta que en teoría el Joker debería plantear a su adversario Batman haciéndole entender que para ser ambos consumadas figuras del mundo del espectáculo no adoptan ni el mismo comportamiento ni la misma actitud ante sus respectivas posiciones. Y todo porque el segundo, el hombre murciélago, el sombrío representante del bien, habría interiorizado un modelo de seriedad impropio de su papel, habría quizá creído en la existencia de su alma más de lo que corresponde a un cómico. Mientras él, el Joker, el representante del mal, sería sólo la expresión pura del sistema del espectáculo en toda su desnudez y obscenidad: desalmado, vacío, superficial, amoral más que inmoral, juguetón y divertido, como expresa el atributo de su carcajada constante como respuesta a todo lo que (le) ocurre.
6. Así que el sujeto postmoderno, encarnado por el Joker en toda su peligrosa frivolidad, es el gran enemigo moral de Batman, pero también su otro lado, aquél que le permite conocer quién es en realidad y no quien finge ser ante los otros, un héroe modernista encerrado en los dilemas de su animalidad brutal oculta tras una mascarada de negocios, tecnología y redención social. El terrorista, en esta reinterpretación, es sólo el reverso más tenebroso del sistema, el que se toma al pie de la letra la invitación a la idiotez, el descerebramiento lúdico y la destrucción implícita en el funcionamiento de la máquina del capitalismo. El monstruo o el mutante generados por la cultura del consumo y la vida líquida con su promesa de satisfacción total del deseo. Y ésta es la jugada ideológica más astuta del sistema expuesta en esta película como una operación de matemática recreativa: el terrorista reinventado como gran artista de la diversión patológica, como contorsionista de la mueca retorcida y la risa demoníaca, es la figura que el sistema necesita negar y reprimir para funcionar sin trabas, el manipulador cuyo discurso de gratuidad y gratificación infinitas ha de ser refutado por los modélicos héroes con sus acciones, aunque sea pasando al lado oscuro de la ley y el orden. Y es que la película tiene dos caras como la moneda trucada del fiscal de doble cara, el Jano de moral bifronte, pero el azar convocado por los agentes del orden logra imponer siempre la misma como si fuera la única opción posible.
7. El éxito público de El caballero oscuro dice más, en este sentido, sobre las inquietudes, miedos y cobardías que atenazan al cuerpo social (y al poder que trata de controlarlo) que ningún estudio sociológico reciente (como resultaban significativos el éxito de No es país para viejos o el fracaso estrepitoso de Redacted o Southland Tales; el público americano sabe muy bien lo que le conviene o no oír y ver para engañarse en un período tan crítico como el actual). Y es una prueba más de que las representaciones, en tanto mitologías y mixtificaciones sobre la realidad realizadas por el "inconsciente político" de la colectividad, son la materia prima con que sigue trabajando fundamentalmente el discurso cultural. Y, en este sentido, restituyen todo su poder y su designio a la crítica, aunque ésta demuestre su impotencia frente al aplastante poder mediático de películas como éstas, que conectan con las masas como nunca lo hará ningún discurso crítico, por acertado que sea.
8. No sé qué sucederá en noviembre, en las elecciones presidenciales americanas, pero sí sé que esta película supone una intervención en el debate electoral quizá más importante que ninguna de las que las televisiones americanas están preparando para el otoño. En cualquier caso, el aplauso unánime del público mayoritario americano (y el extraño silencio de una parte de la crítica más atenta, allí y aquí, como Jordi Costa hoy mismo en su crítica de El País, obviando los aspectos ideológicos por razones inexplicables) es una prueba más de que las secuelas conscientes e inconscientes del 11 de septiembre son irreversibles y dejarán huella a todo lo largo del siglo.
9. Por supuesto que el mero hecho de comentar El caballero oscuro en estos términos tan rotundos parecería atraparme en el bucle descrito con anterioridad: ¿Por qué ser tan serio, como proclama el Joker, y no abandonarse sin más al placer superficial de la visión de este complejo artefacto? ¿Por qué mostrarse tan serio con un film concebido en apariencia sólo para entretener, excitar y fascinar a la masa de sus espectadores con una trama maniquea convencional, un despliegue tecnológico impresionante y unos personajes planos como cartas de la baraja? Es verdad, por qué mostrarse tan serio como Batman cuando uno debería reírse a carcajadas como el Joker. ¿O era al revés?...
10. Como se ve al analizar los factores implicados en el incontestable éxito de El caballero oscuro (también en un país como España donde su discurso debía dejar indiferente, o ser rechazado sin complejos, y, sin embargo se está sancionando sólo porque el público americano lo sacralizó primero, como objeto de consumo y como postulado sociopolíticamente regresivo), no es fácil escapar a las aporías de la cultura de masas sin enredarse aún más en ellas. Sobre todo si uno reconoce su pertenencia (problemática) a la masa y su reconocimiento (paradójico) a esa cultura, tan compleja y ambigua como el tiempo o destiempo que vivimos...

BATMAN ENDS: Vol. 1


HABLA EL JOKER:

Hacía tiempo que un blockbuster como El caballero oscuro no movilizaba una ideología con tanta obscenidad.
Hacía tiempo que la maquinaria cinematográfica no ofrecía un espectáculo tan desoladoramente siniestro a favor del status quo.
Hacía tiempo que el espectador americano no encontraba tantos motivos para expiar sus culpas y sentir legitimadas toda su cobardía e indiferencia ante el cinismo y la criminalidad de sus gobernantes.
Hacía tiempo que un espectáculo grandilocuente no comunicaba con tanta eficacia a las masas el mensaje dominante del poder que las gobierna.
Hacía tiempo que una película de Hollywood no desnudaba con tanto descaro sus opciones políticas.
Hacía tiempo que la industria del espectáculo no intervenía en un proceso político, con las elecciones en el horizonte inmediato, con tan inequívoca intención.
Hacía tiempo que un director (y su equipo de guionistas) no me parecía tan corrupto en sus planteamientos y burdo en sus postulados.
Hacía tiempo que no veía a un derechista extremo gozar con tanta impunidad como a Gary Oldman en los planos finales ofreciendo una coartada perfecta para Bush.
Hacía tiempo que no veía representada con tanta evidencia la perversa alianza del capitalismo, la tecnología, la policía y las instituciones políticas. Y el pacto con las masas que las preserva de cualquier instancia crítica.
Hacía tiempo que no veía a una superproducción concebida para el entretenimiento mostrar su condición de cebo para las masas a fin de vender, con mayor cinismo, la mejor justificación y la mayor coartada a la política gubernamental de los Estados Unidos desde el 11 de septiembre.
Hacía tiempo que una película de esta naturaleza no me permitía imaginar al presidente de la corporación militar y económica más poderosa del mundo (USA) debatiéndose con creciente placer antes de poder decidir con qué personaje de la triple alianza del bien se identifica más (¿El hombre murciélago? ¿El fiscal de doble cara? ¿El poli intachable?). A menos que, en su fuero interno, se identifique con las maniobras del Joker...
Hacía tiempo que una trama de ficción cinematográfica no enhebraba con tanta prosopopeya como incoherencia todos los dilemas de la sociedad y el poder americanos.
Hacía tiempo que el cine de masas no producía una película de este calibre presupuestario con la intención no de forrarse, que es la finalidad habitual de este tipo de subproductos, sino de lavar la conciencia moral de su público (las culpas ocultas del americano medio; los juicios negativos y el desprestigio del extranjero respecto de éste).
Hacía tiempo que no veía tanto cinismo sociopolítico exhibido en una pantalla de cine ante un público tan entusiasta.
Hacía tiempo que no veía una aplicación tan chapucera de la “paradoja del prisionero” para demostrar la bondad moral e ingenuidad política de los ciudadanos como en las secuencias paralelas de la fallida (auto)voladura de los
ferries. Esa bondad e ingenuidad mismas, como virtudes públicas, son la justificación final de la necesidad de preservar la discreción sobre las actividades clandestinas del poder (torturas, detenciones, violencia, asesinatos, etc.).
Hacía tiempo que en esto el cine no contradecía tanto a la realidad. Todo el mundo sabe que para el poder que controla todos y cada uno de nuestros pasos en cuanto ingresamos en los espacios vulnerables (aeropuertos, estaciones, edificios oficiales, etc.) somos un terrorista en potencia, sin distinción, y eso legitima cualquier acción que se realice sobre nosotros para forzar nuestra confesión o reconocimiento.
Hacía tiempo que no veía a un superhéroe encarnar a un líder corporativo con tanta convicción.
Hacía tiempo que no me reía tanto viendo al capitalismo americano exhibiendo sus "superpoderes" para derrotar en su propio territorio a la pujante economía asiática.
Hacía tiempo que no me reía tan poco viendo a la mafia reducida al papel de comparsa de los poderes locales.
Hacía tiempo que no veía un triángulo amoroso tan anodino representar una alianza política tan decisiva.
Hacía tiempo que no veía representado con tanto desparpajo como indiferencia qué poco cuentan los personajes femeninos en las tramas que más interesan al público mayoritario.
Hacía tiempo que no me reía tanto viendo cómo una película se atiene a los criterios de la corrección política (mediática y académica) para refrendar la política de los supuestos enemigos de la corrección política (republicanos y neocons).
Hacía tiempo que no veía el rostro del mal retratado con tanta eficacia como instrumento del bien.
Hacía tiempo que la cultura de masas no daba una imagen de servidumbre política tan elocuente y desoladora.
Hacía tiempo que el público español, como súbdito del imperio, no me parecía tan gregario, consumiendo un producto sacralizado por el público americano con una reverencia digna de mejor causa...

Postdata: Si El caballero oscuro (The Dark Knight), en vez de ser una aparatosa fantasía sobre el orden establecido y los mecanismos de su constitución concebida por los más obscenos servidores del mismo, fuera un referéndum sobre política coyuntural (dado que, en sólo dos semanas, ya ocupa el # 3 del ránking de popularidad de IMDB), Obama en Estados Unidos y, como secuela local irrelevante, Zapatero en España, serían vapuleados en intención de voto por las huestes masivas que avalan la política de Bush y los neocons y sus diversos aliados transatlánticos al aplaudir el discurso propagandístico (políticamente execrable y estéticamente fascinante, si se quiere) de esta siniestra película. Probablemente la más siniestra fábula filmada a mayor gloria del "bien" absoluto.

sábado, 9 de agosto de 2008

THE WORLD. Hacia un cine geopolítico



1. Uno de los grandes placeres cognitivos del cine desde finales de los ochenta, por lo menos, estriba en lo que podría llamar, citando a Jameson, el desarrollo de la “estética geopolítica”, o lo que más recientemente el Cahiers du Cinéma España denominaba "cine transnacional". Esta perspectiva se funda en la posibilidad de entender el cine contemporáneo, además de como un artefacto destinado al placer de los sentidos, el consumo cultural, la satisfacción intelectual, afectiva o emocional, y el entretenimiento o la diversión, por mencionar algunas funciones reconocidas del artilugio cinematográfico, como un instrumento de conocimiento del mundo, una tecnología cartográfica de las líneas de desplazamiento o fijación territorial, una reinterpretación imaginaria de los idearios nacionales, las fronteras geográficas y los ejes geopolíticos que movilizan las tensiones y los conflictos, las derivas culturales, los mestizajes e hibridaciones y las migraciones humanas, etc.
En este sentido, el viejo arsenal de estereotipos nacionales queda superado en un mundo rediseñado ahora a partir de categorías culturales aplicadas por regiones, territorios, metrópolis, archipiélagos de la realidad que se muestran en continua expansión, sin atender a lo acotado por las viejas fronteras, reales o imaginarias. Una ciudad, un barrio, una isla, una casa, una nave industrial, un paisaje fluvial, son algunos de los espacios cualesquiera por los que puede transitar una trama enhebrando un collar descriptivo-narrativo que acaba reconfigurando un modelo a escala del mundo, una imagen más o menos legible de la realidad contemporánea inscrita directamente en su dimensión espacial.
2. En una situación como la presente, en que que la gran farsa de los Juegos Olímpicos chinos tiende un velo hipócrita sobre los aspectos más crueles de la realidad de los estados y la economía mundial (¿por qué el deporte se ha terminado convirtiendo en la ideología que encubre todos los crímenes tras un manto de disciplina física y mental, competición reglada y respeto al adversario, sino porque representa la sublimación del espíritu del capitalismo postmoderno?), y el espectáculo televisivo de los cuerpos gimnásticos o atléticos compitiendo en un escenario globalizado, como en una coreografía kitsch del cineasta oficial Zhang Yimou, hacen olvidar enseguida todo el horror y la injusticia de un proceso histórico como el chino, y la complicidad del resto del mundo en él, el mejor anticuerpo que se me ocurre contra tanta falacia, tanta condescendencia y tanta mentira institucionalizada e interesada, es una revisión exhaustiva de la filmografía de Jia Zhang-ke, que es no sólo uno de los grandes cineastas actuales sino una de las miradas más penetrantes sobre una realidad en plena mutación como la china de las últimas décadas. Ya desde su primera película (Xiao Wu), donde ya planteaba la paradójica cuestión del estado chino, la relación entre lo privado y lo público, la propiedad privada y la colectiva, a través de la figura marginal del carterista profesional que es humillado por un régimen que prefiere la indistinción a la transgresión de las normas de conducta comunitarias. Platform y Unknown Pleasures son de visión obligada para quien quiera hacerse una idea de la historia reciente, la complejidad étnica y cultural de la China interior, como suele decirse, y el impacto de la subcultura americana en las vivencias de los jóvenes, entre otros motivos tratados con la cámara analítica de Jia (un gran artista del plano secuencia y la organización interna de cada plano, por no hablar del montaje milimétrico de las secuencias). O la prodigiosa The World, quizá la más compleja y lograda de todas las suyas, en la que las vivencias y conflictos de los personajes se ven retratados sobre el fondo de la globalización de un parque temático consagrado a los grandes monumentos del mundo exterior (la torre Eiffel, la Torre de Pisa, el Taj-Mahal, las Torres Gemelas, etc., reconstruidas a escala). Este horizonte de simulacros hacia el que supuestamente se dirige toda la actividad del país actúa, precisamente, como superyó estructural, cultural y económico sobre los pobres empleados que tienen que realizar la hazaña de colocar al país a esa altura descomunal y quizá inaccesible (el suicidio final de los amantes es una prueba de dicha imposibilidad y un signo de pesimismo moral). Y no me olvido de Naturaleza muerta, una película que, como los mejores productos artísticos de nuestro tiempo (pintura, fotografías, instalaciones), sabe transgredir los códigos estéticos en que se inscribe, circulando con atrevimiento crítico entre el neorrealismo, el hiperrealismo y el surrealismo para captar de un solo vistazo las cataclísmicas metamorfosis de la China actual (por desgracia no he podido ver aún ninguno de sus documentales, como Useless, Dong o su última película, presentada en Cannes, una sofisticada combinación de ficción y documental, 24 City).
3. Al mismo tiempo que los tanques rusos vuelven a erguir sus cañones para imponer la razón imperial, con o sin motivo, sobre otro territorio disidente (Osetia del Sur) como antes lo hicieron con Chechenia, el cine podría proporcionarnos algunas claves geopolíticas de lo que está pasando en Rusia y en los territorios amenazados por su poder expansivo (o el de antiguas repúblicas soviéticas como Georgia también militarizadas), si no fuera tan difícil localizar a tiempo las películas que cumplen con esa importante función geopolítica. Pienso, especialmente, en dos películas: una estrenada (Aleksandra, de Aleksandr Sokurov) y otra inédita (4 (Four), de Ilya Khrjanovski, con guión del gran novelista ruso Vladimir Sorokin). Esta última es visualmente deslumbrante ya desde su primera secuencia, en la que cuatro perros callejeros aposentados en mitad de una nocturna calle moscovita son expulsados literalmente por la irrupción alienígena de máquinas perforadoras en un combate entre inercia y actividad, regresión y progreso, que parece una alegoría política sobre la realidad de la Rusia de Putin. Por otra parte, la película de Khrjanovski tiene el atrevimiento de introducir en el relato de dicha realidad actual una temática tan incongruente como la clonación y la manipulación genética. De modo que la realidad de la película se presenta insidiosamente interferida por componentes de ciencia ficción, como la perturbadora idea de que los personajes principales (la prostituta, el ladrón, el traficante de carne) son todos clones. La conclusión de que la realidad social rusa es clónica o biopolítica en el más absoluto sentido del término, y de que el poder controla hasta la producción material de sus súbditos o sus alimentos, resulta obvia tras contemplar la película. En este sentido, la película es muy audaz, como algunas películas rusas de la última década (pienso en Khrustalyov, mi coche!, de Aleksei Guerman, y, muy especialmente, en esa joya apenas vista que es Of Freaks and Men, de Aleksei Balabanov) y no ha merecido el reconocimiento que el nivel creativo de sus imágenes y el riesgo de su propuesta hubieran merecido.
En el caso de Sokurov, como en el de Kusturica, la alianza espiritual y sanguínea con la Madre Patria sella todas y cada una de sus imágenes (así como el sentimiento casi (homo)sexual y el apego visceral al orden patriarcal aparece sellado en el ceremonial fúnebre de
El segundo círculo y, sobre todo, en los rituales de iniciación cuerpo a cuerpo de Padre e hijo). Y no sólo en Aleksandra, una parábola matriarcal sobre la guerra de Chechenia vista desde una (comprensiva) óptica filorrusa, completando la perspectiva tradicional y militar de Padre e hijo. En su última película, el nombre del personaje que le da título (el de la última zarina, Alexandra Feodorovna Romanova) y la condición de la actriz que lo encarna (la viuda de Rostropovich, Galina Vishnevskaya) son indicios suficientes de la intención alegórica nacional que subtiende la trama. Pero ya Madre e hijo era una contundente declaración de principios en este sentido: el ritual de la madre agonizante (Rusia) y el hijo devoto y esteta (Sokurov) que buscaba en la naturaleza idealizada y la belleza artificial de las imágenes un sucedáneo anímico de la madre moribunda (o ya muerta) constituye el núcleo ideológico de su cine, la alegoría de su misión como artista. Posteriormente, El arca rusa supuso la fascinante confirmación, a otro nivel, del mismo ideario estético expresado con medios técnicos ultrasofisticados. Lo que no quita que ambas obras me parezcan cinematográficamente admirables, a pesar de su reaccionario planteamiento geopolítico y cultural. Y es que todo el interés y toda la ambigua fascinación que suscita el cine de Sokurov (toda su ejemplaridad, si se quiere también) radica en este conflicto irresuelto entre una supuesta intención discursiva de ideología regresiva y un avanzado esteticismo y formalismo tecnológico. En la medida, precisamente, en que esa nostalgia por una patria perdida o muerta, o ese deseo de resurrección de una cultura enterrada por la historia, que puede estar detrás de todas sus estrategias narrativas y visuales, sólo se puede dar así, como esteticismo, como imagen deliberadamente trucada o artificializada, en cierto modo deformada y distorsionada; y en la medida, además, en que ese esteticismo nostálgico y ese imaginario aberrante sólo pueden producirse a través del más refinado uso de los medios tecnológicos, de las técnicas cinematográficas más avanzadas. Esa misma tecnología que, en su esencia, sería la negación radical de los valores contenidos en las imágenes, se convierte por las manipulaciones artísticas de Sokurov en la garantía de la belleza y la espiritualidad cuya pervivencia motiva su creación vocacional. Como ya sucedía con el cine del gran Tarkovski, esta contradicción aparente, esta confrontación de sus componentes, constituye el dinamismo interno del cine de Sokurov y, al mismo tiempo, suspende la eficacia y el alcance del discurso ideológico (indudablemente reaccionario) enunciado a su través. Por otro lado, este aspecto polémico no deja de ser extraordinariamente relevante a todos los efectos en un contexto tan turbulento para las identidades nacionales europeas como el actual. En cierto modo, esta tensión paradójica de su cine, además de reflejar los conflictos de su autor o su cultura, corresponde a la problemática coyuntura política rusa de preservar y reactivar los valores pretéritos de su cultura imperial sin renunciar a las ventajas acreditadas de la alta tecnología capitalista, en una síntesis de tradición y modernidad, regresión y progreso, que explica el formalismo estético de Sokurov tanto como su perspectiva anticuada (con El arca rusa como paradigma extremo en ambos sentidos).
Y éste es, precisamente, un rasgo destacado del cine geopolítico que no debe pasarse por alto: la ideología que conduce la reflexión legitimada por las imágenes no es un obstáculo sino un incentivo al pensamiento y el análisis, ya que además de los conflictos o tensiones regionales revela las ideas con las que son abordadas in situ, o con las cuales se les ha querido conferir una explicación, por errónea que ésta resulte desde otra perspectiva, que también debe considerarse.
4. Algunas zonas especialmente productivas del cine geopolítico:

-California: el cine de Hollywood entendido como muestrario de cine californiano con prolongaciones narrativas en ciudades como Nueva York, Philadelphia, Chicago, Miami o Boston, entre otras, o en diálogo con territorios más "salvajes" como Texas, Nuevo México, el Deep South o Arizona; pienso en Miami Vice, Infiltrados, No es país para viejos, Death Proof o El incidente como paradigmas recientes que oponer a los grandes logros de Inland Empire, La dalia negra, Zodiac, There will be blood, I´m not there o Southland Tales
(estas dos últimas, por cierto, escandalosamente inéditas en nuestras pantallas) como prototipos de un cine geopolítico de estirpe californiana y ramificaciones rizomáticas por todo el territorio americano;
-Hong Kong, Pekín, Shanghai y Taipei como núcleos hiperurbanos de un eje en perpetua rotación constitutivo de la problemática y compleja realidad china;
-Japón y Filipinas como singularidades insulares: una abocada a una cinematografía generalista (géneros potentes y cine de autor pujante) y la otra como foco de resistencia multicultural;
-Corea del Sur, como espacio continental doblemente conflictivo: por la secesión que lo constituye internamente y la situación geográfica que lo empareda entre la supernova china y la enana roja japonesa;
-El sureste asiático (Tailandia, sobre todo, con Apichatpong Weerasethakul y Penek Ratanaruang como intersección no sintética de la cultura local con la cultura global, pero también Malasia o Vietnam);
-Rusia, como analicé más arriba, y todos los territorios anejos de las antiguas repúblicas soviéticas en su tensión centrífuga respecto de ella.
(Como se ve, África y Oceanía, como continentes cinematográficos, han desaparecido del escenario mundial más candente; el mundo árabe sólo ofrece alegorías nacionales de escaso eco, mientras el cine iraní, antaño tan importante, es aplastado por los imperativos categóricos de los ayatollah; Canadá no ofrece nada nuevo después de Cronenberg y Egoyan; y Latino América brilla sólo por las producciones de nivel internacional de talentos como Carlos Reygadas, Lucía Martel o Lisandro Alonso, entre otros, y el cine (mal) globalizado de los mexicanos González Iñárritu y Alfonso Cuarón, que merecerían un capítulo aparte por ofrecer algunos destellos de lo mejor y, sobre todo, de lo peor de una estética cinematográfica concebida al modo geopolítico.)
(En este mapa provisional de posibilidades estéticas, queda claro que al cine independiente americano (de la Costa Este, sobre todo) sólo le resta dar cuenta de la problemática más estrechamente nacional, o regional en el sentido más limitado (con toda su grandeza, por supuesto, como en el caso de Gus Van Sant, Larry Clark o Jim Jarmusch). Por si alguien albergaba dudas, éste es el destino mayoritario de la factoría Sundance y su sello más bien gris de producciones de bajo vuelo. Si exceptúo Shortbus, que ha sabido convertir, con mucha gracia y picardía, una alegoría neoyorkina en una reflexión transnacional sobre la supervivencia del deseo en un contexto dominado por el miedo y la parálisis de la dinámica utópica, son muy escasas las cintas dignas de reseña en este apartado. Este cine funcionaría así como el reflejo del segundo o el tercermundo en el primer mundo, como también lo hace una parte residual de la producción europea.)

5. Por su parte, el problema europeo, en este momento, es que aunque cuenta con un cine del cuerpo potente (sobre todo en Francia), carece de una perspectiva geopolítica igualmente convincente, con la notable excepción de Olivier Assayas: Irma Vep, Demonlover y Boarding Gate constituyen un poderoso triptico sobre la geopolítica mundial catografiada desde un territorio progresivamente marginal como la Eurozona (un tríptico fílmico en el que, por cierto, el cine geopolítico produce muy hermosas intersecciones con el cine del cuerpo, como pasaba también en L´Intrus de Denis y Twentynine Palms y Flandres de Dumont). En el caso de Boarding Gate, bastaría con reinscribir su trama como una cartografía personificada de las relaciones entre Europa, Asia y los Estados Unidos en clave catastrófica (de caos e indefinición tanto como de voluntad de poder y lucha para conseguir el control de la situación) para comprender de inmediato el alcance crítico de su propuesta y la inestable imagen del gran mercado del mundo que es capaz de producir una película menospreciada por la crítica mayoritaria (la más obtusa y conservadora, la que sigue buscando en el cine consuelo moral, visiones edificantes, historias conmovedoras o emociones prefabricadas).
El hecho de que el proceso de reconversión de la antigua Europa en un poderoso superestado económico apenas esté produciendo un cine que dé cuenta de sus progresos efectivos y secuelas sociales es una ironía que obligaría, como poco, a reflexionar seriamente sobre la cuestión. El peso de los estados nacionales y las culturas locales en la artificial o abstracta nueva identidad europea quizá sea el único dato relevante arrojado por una observación superficial de sus estructuras cambiantes y vivencias cotidianas. La idea inconsciente de que la identidad europea no es que carezca de sentido sino de contenido, de sustancia reconocible por los ciudadanos, no puede sino favorecer el hecho de que las antiguas adscripciones nacionales, los nacionalismos y los arraigos en el terruño o el pequeño territorio proliferen tanto en la periferia de los estados como en las zonas urbanas. Jameson llegó a considerar en los años ochenta al film Passion de Godard (y por extensión al cine de ese período de su autor, desde Sauve qui peut hasta, pongamos, Hélas pour moi, antes de que se convirtiera en el gran archivero borgiano de una historia del arte cinematográfico entendida como colección de ruinas amnésicas) un “mapa cognitivo” del superestado europeo definido bajo la etiqueta “colectivos de alta tecnología”, pero quizá no sea ya éste el mejor concepto para definir esa identidad en perpetuo cambio y acomodación a las nuevas circunstancias mundiales del mismo modo que el cine de Godard perdió hace tiempo ese valor prospectivo.
Rohmer adaptando (de manera memorable) a D´Urfé, Rivette a Balzac, Breillat a Barbey D´Aurevilly, Garrel refugiándose en la evocación simulada del espíritu del 68, Winterbottom narrando la imposibilidad de adaptar Tristram Shandy como imposibilidad de la cultura europea para estar a la altura de su pasado, Greenaway reinventando a Rembrandt y Ruiz a Klimt, u Oliveira cumpliendo cien años como gran padre de la alta cultura cinematográfica del siglo pasado, etc., dan una imagen preocupante del presente creativo del continente. Por brillantes que sean estas obras o directores, en toda su diversidad y originalidad, constituyen síntomas agravados año tras año de un impasse creativo, de un desfase cultural o un ensimismamiento patológicamente europeo. El elocuente fracaso de Winterbottom (Nine Songs) al adaptar un texto tan geopolítico como Plataforma de Houellebecq, por imposibilidad financiera esta vez, y reducirlo a un escenario seuoderótico localizado en un piso londinense y puntuado por canciones ruidosas y desgarradoras es otro indicio, bastante negativo, de la disfunción productiva de que hablo. El cine europeo (¿la vida europea?) padece serios problemas de conciencia que le impiden la creación de fábulas geopolíticas o tramas globalizadas de la misma talla que las de otras regiones del mundo. Arnaud Desplechin se encierra en los dilemas familiares o conyugales de la clase media de sus orígenes del mismo modo que los Dardenne se dedican a interrogar una y otra vez, con mayor o menor éxito artístico, los modos de supervivencia de las clases desfavorecidas, o Pedro Costa visita las barriadas de inmigrantes como zonas de reacción, territorios de intersección y resistencia, de fricción entre las culturas subordinadas y las dominantes. Mientras Lars Von Trier, otro curioso disidente que no parece gozar del aprecio unánime de la crítica a pesar de contar con una trayectoria admirable, se muestra recalcitrante en la puesta en imágenes de una ideología antiamericana tan saludable como ambigua. Cambia la época, el estilo, la fotografía, los actores, la historia, el género o la técnica, pero Von Trier siempre nos cuenta, desde El elemento del crimen hasta El jefe de todo esto, la urgente necesidad que tiene Europa (es, precisamente, la magistral película del mismo título la que describe el origen histórico y la genealogía del "mal") de definir una política (y una política económica, si se quiere) contraria al colonialismo cultural americano, pero sin recaer en los fantasmas del fascismo o el estalinismo. El jefe de todo esto, su última travesura dialéctica, ha sido ninguneada por la crítica una vez más por razones inexplicables, a pesar de tratarse de un modelo inteligentísimo de comedia europea sobre un tema tan áspero como la mentalidad corporativa capitalista y el poder empresarial que habría hecho reír a a carcajadas a Karl Marx, a Bertolt Brecht y a Groucho Marx.
Otra excepción notable es Michael Haneke, uno de los puntales más sólidos del cine europeo de las últimas décadas (71 fragmentos de una cronología del azar y El vídeo de Benny me siguen pareciendo dos obras maestras demasiado desconocidas a pesar de la envergadura de su apuesta estética y la importancia de sus motivos para la problemática redefinición contemporánea de una identidad europea acorde con los tiempos). La estrategia geopolítica de su remake de Funny Games, analizada en otro post en toda su complejidad, no deja de representar una abierta confrontación entre el dominio narrativo del cine americano y la supervivencia creativa de un cine formateado a la europea trasladada al corazón mismo de la industria americana en un momento de gran vitalidad artística y comercial de ésta.
Hace unos años Slavoj Zizek planteaba que el desafío vital al que Europa se enfrentaba en la actualidad era el de ser capaz de trazar una línea sociopolítica que pudiera competir en el futuro con los modelos asiáticos de organización de la producción o con el capitalismo neoliberal estadounidense. El cine europeo debería plantearse al menos ese desafío y no enclaustrarse, como hace, en la ignorancia o indiferencia hacia su pasado esplendor, la explotación mediocre de modelos narrativos importados o el narcisismo estrecho del bienestar o el malestar, lo mismo da, más condescendiente (en el cine español, en particular, esta dinámica geopolítica es casi inexistente, lo que da una idea del ensimismamiento contemporáneo de la cultura española).
6. En cualquier caso, como se comprueba aquí una vez más, otro rasgo a tomar en cuenta de cualquier estética geopolítica que se quiera formular para el cine es la necesidad de una permanente redefinición y actualización tanto de sus métodos como de sus observaciones de la realidad . Y, por tanto, un reconocimiento constante de la provisionalidad de sus resultados y conclusiones, síntesis efímeras de sus procesos intelectivos y cognitivos, en perpetua reconsideración y cuestionamiento. Un ejemplo de esta actitud crítica de revisión necesaria podría representarlo la obligación de reinterpretar una película como Días de eclipse, de Sokurov, a una luz totalmente distinta de la que fue pionera a través de la espléndida lectura de Jameson a comienzos de los noventa: ya no como una alegoría de la imposibilidad de la Unión Soviética para incorporarse al sistema mundial capitalista, sino una alegoría sobre la imposibilidad de supervivencia de la Unión Soviética, en primer lugar, sobre la disgregación brutal de sus estructuras y, sobre todo, sobre la imposibilidad de que Rusia pudiera ponerse al nivel de las naciones más desarrolladas cargando con el lastre tercermundista de sus repúblicas asiáticas).
El mundo contemporáneo del capitalismo tardío ya no conoce sólo movimientos de rotación y traslación en la historia o la geografía, sino toda una nueva geofísica de la inmanencia de las relaciones, los acontecimientos, los flujos y los intercambios que el aparato del cine, por toda su avanzada tecnología y sus medios de producción cada vez más internacionalizados, está en mejores condiciones que ningún otro arte para mostrar en sincronía con su irrupción en la realidad, sin olvidar todo lo que esta misma tiene de construcción.
En cualquier caso, todo esto sirve para expresar por qué la conjunción de un cine "biopolítico" (un cine del cuerpo, como analicé en otro post anterior) y un cine geopolítico (o transnacional) me parece una de las grandes virtualidades creativas del cine contemporáneo.
(Para disipar las posibles ambigüedades a que daría lugar el uso de conceptos como local y global, nacional y transnacional, etc., y proyectarlas a una dimensión suplementaria del análisis, ofrezco esta reflexión algo especiosa de Jonathan Beller: “Lo así llamado local viene a existir en un espacio globalizado y, por tanto, adquiere una circulación global que desplaza la idea misma de localidad, mientras que lo global que irrumpe en varias localidades es menos un indicio geográfico (como en la guerra global) que el nombre para las nuevas capacidades tecno-económicas de acceso espacial y corporal”.)

viernes, 1 de agosto de 2008

POSTDATA. En defensa de la grandeza del cine europeo

Contemplar de nuevo La aventura hace pensar en todo lo que esta película excepcional inauguraba: la gran época del cine europeo, el insuperable período en que la heterogénea cinematografía del viejo continente iba a barrer del mapa los adocenados formatos narrativos americanos e iba a obligar a éstos a aprender unas cuantas lecciones importantes, de las que saldría por cierto su mejor cine en los sesenta y setenta (Kubrick, Altman, Peckinpah, De Palma, Coppola, Pakula, Scorsese, Schrader, Friedkin, Allen, Penn, Lumet, Cimino, Cassavettes, Nichols, Boorman, incluso Pollack: por poner sólo algunos ejemplos fáciles, la influencia estética de Antonioni en el tratamiento del espacio y la inscripción de los personajes en el mismo es notoria en filmes tan americanos como Klute, El último testigo y Los tres días del cóndor).
De modo que al volver a ver La aventura en un contexto muy distinto uno piensa, inevitablemente, en todo lo que aún estaba por llegar: el Buñuel posterior a Viridiana; la "nueva ola" de Godard, Truffaut, Rohmer, Demy, Malle, Varda, Chabrol y Rivette; algunos de los mejores Bergman y el magnífico cine del exilio de Joseph Losey a partir de El criminal; todo el Resnais posterior a Hiroshima, mon amour, con El año pasado en Marienbad y Muriel como grandes hitos de los sesenta, y todo el influyente cine de Alain Robbe-Grillet, Jean-Marie Straub, Jean Rouch y Chris Marker; Fellini dejando atrás el patetismo neorrealista de La Strada y Las noches de Cabiria y adentrándose en la gran aventura artística inaugurada con La Dolce Vita, o Rossellini consagrándose al cine didáctico a partir de El general de la Rovere; todo el cine de Ferreri, Pasolini, Bertolucci y Bellochio, o el Visconti posterior a Rocco y sus hermanos; todo el Bresson posterior a Pickpocket, quizá mi preferido de toda su filmografía, el Bresson de Mouchette y Au Hasard Baltasar; incluso Gertrud de Dreyer o, salvando las distancias, Plácido y El verdugo de Berlanga; el excéntrico cine de Georges Franju desde Los ojos sin rostro y el de Alain Tanner y André Delvaux; el gran cine centroeuropeo de Miklós Jancsó, Andrezj Wajda, Milos Forman, Vera Chytilová, Jerzy Skolimovski, Dusan Makavejev o Roman Polanski (antes de ser tentado por la semilla del diablo americana, o de volver a Europa con el rabo entre las piernas acusado de estupro para realizar otra obra maestra, The Tenant) y la singularidad estética de los soviéticos disidentes Serguei Paradjanov y Andrei Tarkovsky. Manifestaciones indiscutibles de la superioridad artística del cine europeo a uno y otro lado del "telón de acero" durante los turbulentos años sesenta.
Este predominio creativo se mantendría sobre la escena mundial hasta fines de los setenta y comienzos de los ochenta (con todos estos directores citados aún en pleno ejercicio de sus facultades, a pesar de las dificultades crecientes de recepción y financiación, y, además, el nuevo cine alemán de Fassbinder, Syberberg, Herzog, Schroeter, Schmid o Wenders, la renovación francófona de Garrel, Duras, Eustache, Akerman, Doillon, Jacquot y Techiné, el cine de Erice, Saura y Angelopoulos, o las fascinantes extrapolaciones de Carmelo Bene, Manoel de Oliveira, Otar Iosseliani y Raúl Ruiz, entre otros). Y esta reflexión, introducida al hilo de mi renovada admiración por la “aventura” estética de Antonioni, no puede sino producir una enorme tristeza y una inmensa rabia, sobre todo si uno piensa en todos los esfuerzos que desde los ochenta en adelante la mezquina conspiración de políticos analfabetos, productores, exhibidores, espectadores y periodistas de medio pelo ha fraguado a fin de acabar con la prodigiosa creatividad improductiva del cine europeo. Si, con todo, este cine creativo ha logrado sobrevivir es gracias al talento de muchos directores aún en ejercicio, veteranos o recién llegados, y al apoyo de algunos productores heroicos, críticos inteligentes a uno y otro lado del Atlántico y ese espacio de libertad incondicional que son los grandes festivales (Cannes, pero también Venecia y Berlín, San Sebastián y Nueva York, Rotterdam y Locarno). Pero debería darnos vergüenza pensar en la limitada circulación que tiene hoy cualquier película europea que no responda a los parámetros mayoritarios. O que resulte más fácil ver una película europea en cualquier viaje a Estados Unidos que en la propia Europa. Y, por supuesto, todo ello en beneficio del cine americano, que es el único que se ha ganado el derecho a ser exhibido en todas las pantallas como modelo único de una narrativa audiovisual aceptable por toda clase de públicos.
Todo esto, repito, adquiere una nueva pertinencia tras la contemplación de una película tan impopular y minoritaria, tan hermosa en la estética de sus imágenes como estimulante en sus propuestas intelectuales, como La aventura, de Michelangelo Antonioni. Una rareza, además, por su capacidad para describir el mundo contemporáneo a su creación, una cualidad que escasea incluso en el mejor cine europeo actual.
Postdata: Por si fuera poco, demostrando que el cine europeo no es sólo sinónimo de cine intelectual o artístico, desde finales de los cincuenta y casi hasta finales de los setenta, el cine de género europeo (la ciencia ficción, el terror, el fantástico, el policiaco, etc.) gozaba de una excelente salud económica y creativa, en muchos casos notoriamente superior a sus colegas americanos (Roger Corman, vgr.). Con directores de la envergadura imaginativa y visual de Terence Fisher, Mario Bava, Sergio Leone, Jean-Pierre Melville, o Dario Argento, entre los grandes maestros, y, además, Roy Ward Baker, Jimmy Sangster, John Gilling, Riccardo Freda, Terence Young, Lucio Fulci, Sergio Corbucci, Jesús Franco, Michel Reeves, Jean Rollin, entre muchos otros (tanto directores con una carrera más que solvente como filmes memorables de directores sin trayectoria reseñable como The Wicker Man o Pánico en el Transiberiano).